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—Así —dijo— que ni van a colgarnos, ni siquiera a someternos a proceso. Somos hombres libres y podemos en adelante navegar sin contravenir la ley. Lo cual es lo que vamos a hacer desde ahora. Hemos perdido nuestro cargamento, pero pronto volveremos en busca de otro. Todos los años vendremos a las Pribilov y no tendremos que desembarcar al amparo de la bruma. No viviremos más en temor e incertidumbre, ni habremos de correr a la vista de un pabellón ruso. Hemos iniciado un asunto, amigos, que nos hará a todos independientes, porque estoy resuelto a llevar esta transacción adelante. Nos repartiremos los provechos, por supuesto, como lo hemos hecho siempre.

Calvino Strong gritó:

—¡Tres hurras por Jonathan Clark y tres por el Zar de Rusia!

Desde la ventana de su aposento, en lo alto de la roca, la condesa Vorachilov contempló a Clark pasar a bordo de su bergantín. Oyó el débil chirriar de su cabrestante y los gritos de los marineros mientras se izaban las velas. Veíase la alta figura de Clark en la toldilla, con el rostro vuelto hacia el castillo. La joven lo miró fijamente hasta que las lágrimas borraron su campo visual y acabaron desvaneciéndolo por completo.

Aún seguía Marina apoyada en el antepecho de la ventana esperando columbrar un último atisbo del Hermana Peregrina, cuando oyó un tímido golpecito en la puerta.

—¿Quién? —preguntó.

Una voz menuda respondió:

-—La costurera, señorita, que viene a tomar medidas para su vestido de boda.

17

El Hermana Peregrina navegó rápidamente hacia el Sur. A poco, vientos del oeste lo hicieron virar de nuevo hacia el norte. Como voluntarioso caballo que no necesita espuela para sentir la impaciencia de su dueño, el buque daba de sí cuanto podía. Como regocijado de la respetabilidad que ahora poseía, empezó a dar corvetas cuando entró en el Océano Pacífico.

—El barco quiere ponerse a tono con los distinguidos pasajeros que va a albergar —dijo Cottonmouth a Clark cuando éste salió a cubierta temprano la mañana del día en que el buque inició su viaje de retorno. ¡Lástima que Cleghorn y su hijo tengan tan poca vocación marinera! Si no, les gustaría mucho el viaje.

—Cuando volvamos, nuestra nave estará más orgullosa todavía de su nuevo nombre.

¿Marina?

Clark asintió.

—Será, en adelante, el barco insignia de nuestra flota. Porque vamos a construir una flota, Cottonmouth. Los Cleghorn desean tanto como yo hacer las cosas bien. Vorachilov no cree que yo pueda salir adelante en esta empresa. Me gustará ver su cara cuando arribemos a la bahía de Sitka.

—¿Su cara? —preguntó el macilento piloto—. Entonces, ¿por eso colgaste tus botas y dejaste tu chaqueta en el suelo para…? Mas todavía no comprendo por qué te han ofrecido semejante posibilidad.

Era lo único sensato. El príncipe debe de haber comprendido que hacía con nosotros un trato mucho mejor que con los suyos, y también le consta que somos los únicos americanos que conocemos suficientemente las Pribilov. Y está en lo cierto. A propósito : por qué no has entonado unos cuantos hosannas? ¿Acaso los milagros han dejado de conmoverte?

—Éste me conmueve profundamente —confesó Cottonmouth con gravedad—. Me ha llenado de tanta maravilla y auténtica gratitud, que me siento obligado a prorrumpir en una sincera acción de gracias. Pero ¿a quién? No se puede girar sobre un banco donde se carece de cuenta. Tampoco se puede bromear con extraños, que a lo mejor le dan a uno un disgusto. Me enorgullezco de hallarme por encima de las supersticiones…, o mejor dicho, me enorgullecía hasta que sentí sobre mí el rayo de la venganza. Ya que una vez ese rayo me perdonó, no seré yo quien otra vez lo desafíe. No volverás a oírme recitar la Sagrada Escritura hasta que pueda hacerlo con sinceridad y no por mofa. Estoy convencido, Jonathan, de que las cosas no se consiguen gratis y de que quien quiere cazar pieles gratuitas ha de afrontar con buen ánimo los males que de ello nazcan. No creía yo que llegásemos nosotros a tener la suerte de salir airosos con tanta facilidad.

* * *

Los Cleghorn, padre e hijo, procuraron seguir los rápidos pasos de Clark cuando éste recorrió los almacenes del gobierno, donde poco antes de un mes atrás conociera Sitka y en circunstancias asaz penosas. Pero los dos negociantes jadeaban cuando alcanzaron la cúspide de la roca sobre la que se elevaba el castillo de troncos de Baranov. Con gusto se hubiese Clark parado unos instantes para recobrar un tanto el aliento y contemplar el panorama, colorido y exótico para ellos, que se extendía a sus pies. Pero Clark tenía una prisa febril. Brillábanle los ojos, movía la cabeza de un lado a otro y parecía esperar una acogida proporcionada a su importancia.

Mas no hubo ninguna de tal estilo, ni siquiera cuando se halló en presencia del general. Voracliilov se inclinó ante él no menos rígidamente que ante sus compañeros cuando le fueron presentados.

—Rápido ha sido su viaje, capitán —dijo fríamente.

—Y venturoso —añadió Clark—. Ya prometí a Vuecencia que tardaría poco en volver.

Apartando con dificultad los ojos de la puerta que se abría a espaldas de la mesa del general, anunció:

—Mi tarea está cumplida. Los señores Cleghorn, padre e hijo, están aquí ya para finiquitarla. Están dispuestos a convencer a Vuecencia de su buena fe, capacidad y firme determinación de llevar la empresa adelante. Ellos hablarán lo demás.

Los interesados se enfrascaron en una conferencia tan interminable, que Clark sintió el vivo deseo de interrumpirla, por temor a volverse loco en caso contrario. Los dedos de sus pies se curvaban y enderezaban dentro de sus botas, le dolían los músculos y el sudor bañaba su cuerpo. Aquella maldita ciudadela de troncos estaba endemoniadamente bien construida —reflexionó—, porque no se oían en el piso superior ruido de pisadas ni voces de mujeres en los pasillos. El corredor exterior estaba en silencio, salvo cuando lo atravesaba algún edecán o sonaba un refrenado portazo.

La dura prueba terminó, al fin. Los Cleghorn, de excelente humor, reordenaban el contenido de sus carteras. El gobernador, bastante afablemente, los invitó a comer con él aquella noche para presentarles a algunos de los funcionarios coloniales con quienes habrían de tener contactos en el futuro. Suponiendo que entre tanto les agradaría conocer Sitka, el subgobernador les acompañaría. La catedral de San Miguel Arcángel era interesante y albergaba algunas preciosas reliquias y notables obras de arte. Allí se hallaba el icono del santo patrón, milagrosamente recogido en el mar. También se hallaba la famosa Virgen de Kazán, una de las más bellas del mundo. El palacio episcopal era digno de visitarlo, y por supuesto procedía recorrer los talleres y fundiciones.

Los Cleghorn se sentían encantados. Cuando hubieron estrechado las manos del gobernador, Clark rogó a éste que le concediera dos palabras a solas.

Una vez que la puerta se cerró, expuso:

—Me agradaría presentar mis respetos a la condesa Vorachilov.

El general, sorprendido en apariencia, contesto:

—No está aquí.

—¿Dónde puedo verla?

—Ahora va camino de San Petersburgo.

—Celebro que a Vuecencia le agrade bromear conmigo —dijo Clark, con obvio esfuerzo.

Pero notando la expresión inmutable de Vorachilov, preguntó :

—¿Es verdad lo que me ha dicho?

Se había demudado. El general repuso.

—¿Por qué no?

—Entonces ha sido obligada a alejarse. ¡Nunca hubiera ella partido por su propia voluntad!…

La furia que empezaba a aflorar a los labios de Clark hizo que el general asumiese un talante más severo.