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—-Señor mío —dijo—, repórtese. Yo daba por hecho que usted lo sabía.

—¿Que sabía qué?

—Que mi sobrina ha dejado de ser la condesa Vorachilov para convertirse en la princesa Petrovsky. Ella y Su Alteza contrajeron matrimonio hace una semana y se hicieron anoche a la mar.

El general se expresaba como si sus palabras no tuviesen importancia alguna.

El Hermana Peregrina había amarrado en el muelle del gobierno. Sus tripulantes se regocijaban de la impresión que su llegada producía y se mofaban muy a su sabor de los mirones. En esto distinguieron a su capitán, que se aproximaba. Su apariencia los sobrecogió. Parecía un hombre herido de muerte.

Mientras bordeaba la pasarela, Cottonmouth corrió a su lado, gritándole:

—¡Jonathan! ¿Qué te pasa?

Clark estaba ensordecido, tenía los ojos cegados y no dio respuesta alguna hasta que el piloto y él se hallaron solos en su cámara y se hubo dejado caer en un asiento.

Dijo entonces:

—¡Se ha ido! ¡Se ha casado! Ha dado una virada y se ha alejado de mí. Un trago de ron, hazme el favor.

Se llenó una copa y la bebió. Lentamente su ofuscada mente comenzó a trabajar.

—Ha sido una impresión muy grande, ¿sabes? Como me dio tan de repente… Seguro estoy de que el general gozó inmensamente del efecto dramático que iba a producir. No oí todo lo que dijo, pero sí algo relativo a que la ambición de Marina había sido siempre ser princesa y casarse con un gran duque o algo semejante. Y el buen hombre parecía creer que yo debía considerar muy comprensible que la probabilidad de conseguirlo era una oportunidad que ninguna mujer de la nobleza menor (como una simple condesa, por ejemplo) podía desaprovechar. Casándose, Marina se ha convertido en una de las primeras damas de Rusia. El matrimonio se celebró en la catedral y ofició en persona el arzobispo. ¡Un magnífico espectáculo! Campanas al viento, música de coro, todo el mundo de uniforme…

Clark prorrumpió en un juramento y descargó un tremendo puñetazo en la mesa.

P—¡Y yo que me proponía cambiar el nombre del Hermana Peregrina! Aunque sí lo cambiaré, sí… Cuando zarpe hacia las Pribilov, nuestro barco se llamará La Condesa del Armiño.

¿Por qué? —preguntó Cottonmouth, como por decir algo.

—Porque de todos los animalitos de este país, el armiño es el único que cambia de piel. Ostenta las galas de la realeza en invierno, pero en verano se convierte en una comadreja. Conservaré ese nombre siempre presente en mi memoria y nunca más me dejaré tentar por promesas.

Ya caía la tarde, y desde el soberbio campanario de la catedral de San Miguel, que se erguía al extremo de la Avenida del Gobernador, llegó el melodioso son broncíneo de las campanas. Clark escuchó por un momento, luego cerró apretadamente los ojos, se tapó los oídos con las manos, y clamó:

—¡Dios maldiga esas campanas!

* * *

El muelle del Neva, la más espléndida arteria urbana de San Petersburgo, nunca parecía tan hermosa como en invierno. La nieve invernal desfiguraba o perjudicaba el aspecto de aquellas calles, pero a otras las embellecía, como el armiño del manto de una viuda de opereta contribuye a aligerar la gravedad de su negro vestido. La capital de Rusia ostentaba sus galas invernales con distinción y gracia, y en realidad podía decirse que la ciudad sólo despertaba a su plena actividad y sus energías cuando se acortaban los días y el silencio invadía campos y bosques. Como si fuese la savia que afluyera desde los planteles que en las soledades crecían, la vida procuraba amoldarse al ritmo del tráfico en las avenidas, algunas vastas como la del Neva. Esbeltos caballos de humeantes crines corrían al vivo son de los cascabeles.

Divertida era la vida en San Petersburgo, donde las horas ordinariamente destinadas al trabajo se consagraban por lo general a la diversión. Brillaban rojas estufas de carbón en los accesos a los arqueados puentes que cruzaban el Neva. Los peatones se paraban para calentarse o para bromear con los tranviarios, ataviados con botas de fieltro y chaquetas guateadas, cuya tarea consistía en enganchar nuevos tiros de caballos a los tranvías que necesitaban ascender con facilidad la empinada pendiente. Casi todas las gentes mascaban semillas de girasol y el placentero aroma de las castañas asadas uníase al olor de los humeantes animales y al de las raídas zamarras de piel.

Sonaban voces de niños que jugaban sobre el lecho helado del río. Más entrado el día, cuando cerraba el temprano crepúsculo, se encendían hogueras y otras luminarias para conveniencia de los niños y de sus familias. Majestuosas mansiones se alineaban una junto a otra y dominaban el helado río. Cruzaban ante ellas alegres muchedumbres tan distintas en forma y en color como las brillantes imágenes del caleidoscopio de un niño.

A su vez la amenazadora fortaleza de la margen opuesta del río dominaba, amenazadora, el conjunto de las mansiones. Aquella mole estaba siempre silenciosa y no brotaba de ella otro sonido que el que producían a intervalos regulares sus grandes campanas. Alzábase allí como un monumento a la tiranía y era un verdadero infierno de desesperación. Mas ni siquiera su inmediata proximidad bastaba para enfriar los ánimos de los alegres buscadores de diversiones, a los que les bastaba dirigir los ojos a la perspectiva del Neva para refocilarse con el espectáculo de la vida de los privilegiados y los magnates.

Allí la voluptuosa aristocracia rusa, sólo amante del placer, vivía rodeada de lujos y únicamente se dedicaba a las agradables tareas de la vida elegante. A menudo tales placeres rayaban en excesivos, porque las ambiciones personales y la6 rivalidades desenfrenadas conducían a extravagancias y locuras muy indicadas para estimular las soterradas cenizas del descontento.

Aquel contraste entre ricos y pobres, entre prisiones y palacios, era ya típico de Rusia. Aunque unos cuantos de los menos afortunados ardían de resentimiento, la mayoría aceptaba las diferencias como un fenómeno natural. Como viajeros que desde las llanuras contemplan con respecto las intimidantes cumbres del Cáucaso, así las gentes en general, miraban con los ojos muy abiertos a las majestuosas figuras del sistema social bajo el que vivían. Conocían lo que significaba el que las ventanas de las mansiones señoriales de San Petersburgo se iluminaran y el que los lacayos colocaran alfombras en las aceras. A respetuosa distancia, el pueblo contemplaba el ir y venir de los notables.

Aquellos dignatarios, con sus espléndidos uniformes y sus enjoyadas mujeres cubiertas de armiño, eran prueba de la grandeza y el poder de Rusia en el mundo. Y por eso se les aplaudía.

Una escena de esa clase se desarrollaba una noche de mediados de diciembre ante la residencia del príncipe Semyon Petrovsky, donde él y su esposa ofrecían una recepción. Durante toda la noche estuvieron llegando y partiendo magníficos carruajes, y criadas, lacayos, cocheros y músicos hacían comentarios sobre la fiesta. Los invitados eran altos funcionarios del gobierno, diplomáticos extranjeros, miembros de la nobleza, jefes superiores del ejército y la marina, hombres de letras, estrellas de ópera y bailarinas del Teatro Imperial. Una sociedad en verdad distinguida y brillante.

El príncipe acababa de adquirir aquella mansión, imperial por sus vastas proporciones. La esposa del príncipe era una de las mujeres más bellas y nobles de Rusia y gozaba del favor en la Corte. La gran duquesa Elena, la hermana del Zar, había honrado la recepción con su presencia. ¡Qué triunfo social tan enorme para la feliz recién casada!

Con cansados ojos, aquella feliz recién casada, contemplaba el desorden que dejaban sus invitados al despedirse. Cuando todo hubo terminado, se recogió las anchas faldas y ascendió lentamente las escaleras. El delicado tejido de su vestidura colgaba en jirones, porque los trajes de baile eran largos y los oficiales rusos tenían la costumbre de bailar con las espuelas puestas.

La señora Selanova esperaba a la princesa en su gabinete. Discutía los acontecimientos del día con Lly, la joven que les acompañara a Alaska.