Cleghorn jadeó:
—¡Nutria marina! ¡La primera que veo hace largos años!
—Exacto. Las nutrias que impelieron a Rusia a colonizar un continente.
Cleghorn apartó la vista de la preciosísima piel y la dirigió a su visitante.
—¿Es usted Clark? ¿Jonathan Clark? Entonces es usted el rey de los cazadores de pieles, ¡y el jefe de los Hombres de Boston!
—Tengo entendido que así me llaman —dijo Clark. —Pero no soy exactamente el jefe de los Hombres de Boston. Yo soy los Hombres de Boston. Antes había muchos, pero yo soy el único que sigue operando en los cotos del Zar. Los demás han sufrido el pago que merecían. Sólo quedan unos cuantos españoles y portugueses, sin hablar de algún hediondo japonés, comedor de pescado.
Cleghorn se levantó y estrechó calurosamente la mano del que le hablaba. Clark presentó a sus compañeros.
—Éste, señor, es el piloto de mi barco. Se llama Cotton Mather Greathouse y es oriundo de Nueva Escocia. Nosotros le llamamos Cottonmouth, haciendo un juego de palabras con el apelativo de las mortíferas serpientes a las que se denomina «Boca de Algodón». Es un diestro navegante con cara de buen hombre, pero en verdad es un pícaro redomado…
Prescindiendo de aquellas palabras, el señor Greathouse explicó:
—Bien saben nuestros hombres que el Señor está lejos de los malvados, mientras atiende las plegarias de los justos.
Una ancha sonrisa iluminó la faz de Clark al advertir la expresión de Cleghorn ante las palabras del pastor protestante.
—Crea, señor —expuso—, que mi compañero es un hombre realmente notable. Demóstenes, hablando con la boca llena de piedrecillas, entusiasmaba a los griegos con su oratoria. Pues crea, señor Clegrhom, que yo he oído a Cottonmouth predicar un sermón entero con la lengua apoyada en el carrillo.
El gigantesco Clark soltó la risa ante su propia broma.
—Los indígenas del norte —continuó— han sido cristianizados hasta cierto punto, y les gusta oír la sagrada palabra aunque no la comprendan. Nosotros somos las únicos corsarios que llevamos capellán a bordo, con lo cual hemos conseguido un alto grado de aprecio entre los indígenas. Desde luego este hombre es un embustero, un desvergonzado, un impostor y un truhán de la cabeza a los pies como todos nosotros. Sin embargo, a falta de otro mejor en quien depositar nuestra confianza, nosotros esperamos que sus oraciones nos libren de que los rusos nos lleven a la horca.
Clark se volvió al indio aleutiano.
—Le presento, señor Cleghorn, a mi segundo piloto, Ogeechuk. Conoce todas las caletas, arrecifes y mareas que se pueden encontrar entre Kodiak y Kiska. Los rusos dieron muerte a su padre y a su madre.
—¿He de entender que desea usted vender esta piel? —preguntó el comerciante.
—Sí. Ésta y otras como ella. Ya sabe usted que de tal género quedan pocas. Lo que hemos conseguido nos ha costado dos años de ímproba tarea en cazaderos donde antes existían miles de animales. Pero los moscovitas han exterminado sus propias riquezas. ¡Es un crimen que clama a los cielos! Tras esto desaparecerán también las pieles de foca. No olvide lo que le digo. Pero entre tanto tengo mucho armiño, marta cibelina, y…. Es el cargamento de pieles más valioso que haya podido llegar nunca a la bahía de San Francisco. Aquí está la lista, señor, y por lo que suma casi me abrasa la chaqueta. ¡Dos años entre los paganos, amigo, entre tipos de cara achatada, cuyas mujeres llevan adornos de hueso traspasándoles los labios, es cosa muy…!
El hombre fue interrumpido por la presurosa entrada de Eben Cleghorn, hijo. Era el tal un mozo joven y vivo, al que acababan de informar que unos intrusos habían invadido el despacho de su padre. Mas al conocer la identidad de los visitantes y al comprobar la valía de la piel que traían como muestra, su agitación le hizo expresarse casi con incoherencia.
—He venido como hombre de negocios y para tratar de negocios —resumió Clark—. porque no soy un vendedor ambulante con la campanilla en el carro. En Cantón hay gran salida para las pieles, y los mandarines pagan precios fabulosos por las nutrias marinas. Pero estoy harto de tratar con gente de ojos oblicuos, y mis hombres también. Por eso en vez de a la China hemos puesto proa directamente a la Puerta de Oro.
Grathouse acrecentó:
—El «Hermana Peregrina» es la goleta más rápida que surca los mares, pero esta vez casi perdió los mástiles en nuestra prisa. Todo por culpa de la mujer.
El joven Cleghorn, siempre anheloso de oír cosas novelescas, aguzó el oído. Informó a Clark de que había en San Francisco muchas mujeres hermosas y dijo que conocía a no pocas de ellas. Acaso, pues, conociera a la dama que Clark había escogido como suya.
El piloto murmuró, lúgubre:
—Ya les he aconsejado que aparten los pies de esos senderos. Las bocas de las mujeres son dulces cual dulce ungüento, pero después resultan agrias como la carcoma, y su trato conduce a la muerte. Cada paso con una mujer ayuda a acercarse al infierno.
Su mirada se fijó, sombría, en el joven Eben y el tono de su voz cambió.
Los dos Cleghorn se sintieron extrañados ante su actitud. El viejo se apresuró a manifestar que su hijo no podía ser autoridad en ciertas cuestiones.
—Entonces usted podrá satisfacer nuestra curiosidad —alegó Clark, con un esbozo de sonrisa.
—¡Hombre! Yo,… yo… —exclamó el escandalizado comerciante.
La sonrisa de Clark se acentuó.
—No me diga usted que el sol de California ha hecho a los Cleghorn cambiar de piel. Ya sabe usted que yo procedo también de Boston. Mi familia es tan conocida como la suya. Una y otra tienen sus flaquezas. La principal flaqueza o, mejor diré, el principal disgusto secreto de los Clark es que de vez en cuando nace en su seno una oveja descarriada, como yo. Mi abuelo Efraim…
—¿El naviero Efraim Clark?
—Sí. Él era orgullo de la sociedad bostoniana y sus hijos también. Yo constituyo una lamentable regresión a los antiguos tiempos en que los Clark amaban la vida peligrosa y sentían afán de aventuras…
Concluyó:
—Estamos perdiendo el tiempo. Tengo prisa y mi gente también. Ellos participan, desde luego, en los frutos de mis malas andanzas. ¿Desea usted examinar mi lista de pieles?
Cleghorn no sólo lo deseaba, sino que estaba impaciente de hacerlo.
Entre tanto corría por el establecimiento la voz de que el mítico Jonathan Clark y algunos de sus hombres estaban conferenciando con el jefe, y los empleados, ansiosos de atisbar por un momento al célebre individuo, abandonaban sus puestos con cualquier pretexto. Los parroquianos, uniéndose a ellos, intentaban mirar a través del cristal esmerilado del despacho de la dirección.
Porque Clark era un notorio ladrón de los mares del Norte y tenía la cabeza puesta a precio. Como de costumbre, había burlado a los rusos, pero en lugar de encaminarse a Oriente con su fabuloso cargamento, prefirió disponer de él en San Francisco. Su barco, a la sazón, anclaba en la rada y estaba cargado hasta los entrepuentes de pieles valiosísimas, cazadas ante las mismas barbas de los funcionarios del Zar.
Aquello era cosa que merecía la pena comentar. Sí, y pensar de paso en que las valiosas nutrias marinas en que él traficaba habían abundado antes en la propia bahía de San Francisco. Ahora se hallaban casi extintas, al punto de que sólo hombres tan atrevidos como aquellos peligrosos rufianes arriesgaban sus vidas para encontrarlas.
Cuando Clark y sus compañeros salieron del despacho, suscitaron más expectación que si cada uno de ellos llevase su respectiva cabeza debajo del brazo.