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Estaba exhausta y así lo confesó, pero Petrovsky, en su satisfacción, no reparaba en ello. Comenzó a pasear por la cámara, repitiendo las bromas que había oído y explicando el alcance de sus conversaciones con tal o cual persona. A los cumplidos que los demás dedicaban a su mujer, añadía los suyos, y, a medida que hablaba, la calidez y familiaridad de sus maneras iban en aumento. Su voz, de ordinario profunda y fuerte, sonaba ahora de un modo contenido, signo que para los suyos era harto familiar e indicaba un profundo entusiasmo. Pero en la joven aquello producía un efecto peculiar. En vez de responder a la animación de su marido, permanecía silenciosa, su rostro se tornaba inmóvil y el poco calor que quedaba en sus mejillas disminuía más. A medida que el pulso del príncipe se animaba, el de Marina decrecía y un estremecimiento continuo recorría su sangre.

Pasados unos instantes de conversación íntima, que no pasaron de la fase verbal, pese a los intentos del príncipe, éste, defraudado, derrotado, prosiguió:

—Me ocurre lo que a Ana y lo que a los demás. Vas despertando en mí el sentimiento que ellos experimentan. No hay para mí otras mujeres, porque las has alejado de mi mente.

—¡No puede ser! —dijo Marina en un tono que acreció el descontento del príncipe.

—Pues lo es. Nunca he esperado que me quisieras con locura. De hecho no esperaba más que lo que me das. Pero ahora ya no me satisface.

—Pues no tendrás más —repuso ella fríamente— porque nada más tengo que darte.

—Pues no puedo vivir así.

—Tampoco yo creía resistirlo, y sin embargo lo he conseguido hasta ahora. Tú hiciste el contrato y me obligaste a firmarlo.

—¡Contrato! —dijo él, casi a gritos—. Pareces un loro que acaba de aprender una nueva palabra. No soy un escultor que tenga la gracia de transformar el mármol en carne. Ni…

—No —respondió ella con súbita vehemencia—. Eres un viejo aristócrata que ha quemado sus fuerzas y no dispone de más. Entiéndete con las mujeres de cuya amistad siempre te jactabas.

—Bien: así lo haré.

—No esperaba otra cosa. Pero has de procurar ser discreto, porque ello, si no, significará el fin de tu carrera. Su Majestad es hombre de elevados principios y muy celoso de la dignidad de sus ministros. Temo que tus días de libertinaje público hayan terminado, Semyon, porque un hombre de tu categoría no puede permitirse ese lujo. Las relaciones de un príncipe llaman la atención lo bastante para no poder ser mantenidas en secreto. Cuando te casaste conmigo te comprometiste a llevar una vida de decoro exterior.

—¡Me asombra mi paciencia! —rugió Petrovsky—. Siento impulsos de estrangularte.

Marina lo miró sin parpadear.

—Impulsos de ese estilo pasan pronto. En la edad avanzada pocas pasiones persisten. Dos quedan: la codicia y la ambición. Y eres harto egoísta y personalista para sacrificar ninguna de ambas cosas.

El príncipe la miró por un instante. Luego, furioso ante su propia indecisión, salió presurosamente del gabinete y cerró dando un portazo.

18

Los días de gloria de Sitka se habían desvanecido. Su animado comercio con los puertos del Pacífico no refloreció nunca.

Varias eran las razones de aquel fracaso. En primer lugar los maliciosos rusos no obraban como grandes hombres de negocios. Además, los militares y marinos ocupaban puestos administrativos, se consideraban desterrados temporales de la Madre Patria. Así, su interés por el futuro de la colonia no era muy profundo.

Más fatal incluso para aquellas vagas esperanzas expresadas en sus discursos por el genial Vorachilov, resultaba el hecho de que muy cerca, al sur, la prosperidad aurífera de California se extendía progresivamente hasta el Oeste arrastrando en aquel sentido mercancías de todas clases. En la costa atlántica se construían buques que zarpaban con fletes para el Pacífico. Desde el Medio Oeste, la tenue hilera de los primeros colonos inundaba como un hilo de agua los fértiles valles de los territorios de Oregón y Washington, engrosando de continuo, hasta convertirse en riachuelos y luego en ríos.

Se erigían nuevas ciudades y se creaban nuevas industrias. Entre tanto, San Francisco crecía y prosperaba de mes en mes, convirtiéndose en el centro distribuidor del nuevo Oeste.

Durante aquella excitante época, colonos, aldeanos y ciudadanos no tenían tiempo para otra cosa que para fijarse en lo que les rodeaba y en aquello a lo que tenían que atender inmediatamente. Lo demás les interesaba poco. De manera que la colonia moscovita del lejano septentrión quedaba virtualmente ignorada.

Semejante indiferencia constituía una gran ventaja para Jonathan Clark y sus asociados, porque las rivalidades comerciales son enojosas y costosas a menudo. Por ello el grupo se limitaba a explotar su concesión peletera con el mínimo de publicidad. En corto tiempo resultaron ser el único eslabón práctico de enlace entre los funcionarios alaskeños y las costas americanas. Hicieron, desde luego, cuanto pudieron para afirmar aquel vínculo, pero no para estimular la formación de otros.

Su energía y decisión de propósitos produjo rápidos y satisfactorios beneficios comerciales Las reformas planeadas por Clark cuando se puso de acuerdo con sus hombres resultaron beneficiosas en la realidad. Pero de allí en adelante cesaba toda información pública. Las ganancias de cada socio de Clark quedaban veladas en un secreto tan impenetrable como las nieblas que envolvían las islas Pribilov. Tanto Clark corno sus hombres y sus asociados ganaban, según se decía, fabulosos provechos, pero de ello se sabía menos e San Francisco que en Londres, donde vendían todos las años las pieles recogidas.

En aquellos días era tan común hacer fortunas rápidas, que el conseguirlas despertaba pocos comentarios, porque la vida en la costa del oro se precipitaba a un ritmo de galope. las oportunidades se sucedían unas a otras con desconcertante rapidez. Un año de prosperidad allí equivalía a cinco en otra parte. Hombres sin más capital que su imaginación, persuasividad y audacia, frecuentemente alcanzaban el éxito de la noche a la mañana. Clark disponía de esas cualidades, a más del apoyo financiero de Cleghorn e Hijos. Además su notoriedad como jefe de los Hombres de Boston era una ayuda en su carrera, más que un estorbo. Lejos de desprestigiarlo, ello le investía de una singular distinción que él aprovechaba plenamente. Según una empresa tras otra iban adquiriendo éxito bajo su dirección, su importancia aumentaba y su estatura crecía.

Aquella carrera sólo tenía una finalidad: ganar dinero. Clark no permitía que ninguna cosa se interpusiese en su camino. Siempre rápido en sus decisiones, y un demonio para el trabajo, cada vez se tornaba más seguro de sí mismo y a la vez espoleaba sin piedad a los que dependían de él. Antes de concluir una empresa se embarcaba en otras y sus gastos se reintegraban casi antes de haberse desembolsado. Nada parecía satisfacer su salvaje apetito de adquisición. Poco a poco iba tornándose más hosco, más frío, más determinado, y el impulso de su carrera arrastraba a otros con él. Llegó el momento en que banqueros, hombres de negocios y especuladores cortejaban su favor tan anhelosamente como los camareros, vendedores de periódicos y limpiabotas, quienes habían descubierto que la más pequeña moneda que aquel hombre llevaba en los bolsillos era siempre un dólar de plata, por lo cual nunca daba menor propina.

Conocía a pocas personas aparte de aquellas a las que utilizaba en sus empresas. No perdía el tiempo cultivando amistades y no se procuraba apenas diversiones. Propiedades mineras, ranchos, fincas urbanas, empresas constructoras, todo se convertía en provecho para él. Compraba cargamentos y fletaba buques para llevar sus mercaderías a los puertos que le parecía más conveniente.