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Se le consideraba el hombre mejor vestido de California y vestía con un aire de teatral distinción que acabó haciéndolo famoso. No obstante, vivía solo y con la mayor sencillez. Cuando daba reuniones (lo que sucedía rara vez) casi nunca invitaba a mujeres.

Todas las primaveras se hacía a la vela hacia el Norte en su veloz goleta La Princesa del Armiño. Vigilaba la matanza de focas en las islas Pribilov, hablaba con los funcionarios rusos de quienes dependía y dirigía el monopolio del que era prácticamente el único dueño. Hubiera viajado seguramente más cómodamente en uno de los vapores de la compañía, pero prefería gobernar con sus propias manos aquel diminuto y rápido bajel. Era su única diversión. En el curso de aquellos cruceros, vestido con ropas como las que llevara cuando se dedicaba a la caza de nutrias marinas, visitó muchas ciudades y poblados indígenas de Alaska. Su interés por aquel país seguía siendo tan intenso como siempre, y le agradaba mirar de cerca, con atentos ojos, la forma en que sus asuntos se administraban.

Fuera por lo que fuese, nunca recalaba en Sitka. El general Vorachilov dimitió su cargo y se retiró cubierto de honores. Clark sólo conocía a su sucesor a través de su correspondencia. En varias ocasiones, sin embargo, el gobernador envió a uno de sus ayudantes al Sur para conferenciar con el negociante americano, y como resultado de tales reuniones el último concibió un plan aún más ambicioso que cuantos imaginara hasta entonces.

Su amplitud y alcance sorprendieron profundamente a los ciudadanos de San Francisco, cuando un día leyeron una noticia periodística encabezada así:

«EL CAPITALISTA CALIFORNIANO

JONATHAN CLARK

OFRECE 5.000.000 DE DOLARES

PARA COMPRAR ALASKA

SE ESPERA LA ACEPTACIÓN

DE LOS RUSOS»

El texto decía:

«La más colosal transacción de tierras efectuada desde la adquisición de la Luisiana se halla en marcha ahora. Es, con mucho, la mayor empresa realizada jamás por el capital privado».

Así comenzaba la historia, y seguía:

«Jonathan Clark, millonario de esta ciudad, presidente de la Compañía de Fomento del Noroeste y Zar de la industria peletera de Alaska, anunció hoy, en nombre de un grupo de hombres acaudalados, que había propuesto a Rusia la compra de todas sus propiedades en el continente americano. Comprenden una región de unas 586.000 millas cuadradas, inexploradas en gran parte, con una costa de 26.000 millas. Alaska es tan grande como toda la región de los Estados Unidos comprendida al este del río Mississipi, por lo que la aceptación de la oferta de Clark hará a éste y a sus asociados los mayores propietarios individuales de tierras conocidos en la historia de la humanidad».

Seguía un breve relato del descubrimiento, exploración y ocupación del país por los rusos. Describíase la creación de la Compañía Ruso-Americana y se pintaba la rápida elevación de Jonathan Clark a la fortuna y el poder.

«Este hombre —concluía el artículo— desconocido para el mundo y prácticamente desconocido también para los vecinos de nuestra comunidad, está en camino de convertirse en uno de los hombres más ricos del áureo Oeste y en uno de sus mayores creadores del imperio. Es uno de esos hombres de acción, previsores, enérgicos y valerosos que han convertido a San Francisco en la ciudad reina de California y convertirá a California en el más glorioso estado de la Unión».

Aquella oferta de Clark era tan espectacular y revelaba tan claramente las enormes ambiciones de la nueva casta de hombres que el Extremo Oeste había forjado, que desde el primer momento ocupó un lugar sobresaliente en la historia.

Cotton Mather Greathouse, que había regresado recientemente de las islas Pribilov, entró en el despacho particular de Clark con el periódico de la mañana en la mano.

—Jonathan —empezó—, observo que pretendes hacerte dueño de la mayor nevera del mundo.

—Sí —asintió Clark—. Nada puede parecerme bastante grande ni bastante bueno. Tal es el espíritu de California. ¿Por qué no han de vendernos los rusos Alaska? Están hartos del país y quieren desembarazarse de él, pero no hallan manera de hacerlo.

—¿Y por qué quieres adquirir Alaska?

—No estoy muy seguro de ello.

Clark se recostó en su silla, colocó sus largas piernas sobre su bruñido pupitre y frunció el entrecejo, contemplando los tejados de la ciudad.

—Acaso sea la vanidad. O el despecho. O el engreimiento. Quizá todos estos ingredientes entren en el caso. Ayer este país puso precio a mi cabeza y hoy le pongo precio yo. ¿No te parece extraño?

Meditó los recuerdos evocados por aquellas palabras y Cottonmouth trató de medir el cambio que se había producido en su amigo.

Porque ambos hombres habían cambiado. La prosperidad, la responsabilidad, la dignidad y el decoro impuestos por la participación que ambos tenían en grandes empresas, los habían metamorfoseado. Cottonmouth era ahora duro, aislado, sardónico, mientras Clark se había madurado y suavizado. Hacía mucho que no usaba pistolas y se había desprendido de todas las afectaciones senatorialistas, por decirlo así, que antes le caracterizaran.

—Marina no esperó por mí… —dijo inesperadamente Clark—. ¡Qué valiosa lección aprendí aquel día en la oficina del general Vorachilov! Supe entonces lo que la ambición significa y lo que se hace para satisfacerla.

—Y ahora que la has satisfecho, ¿era digna del precio que has pagado por ella? —preguntó Cottonmouth.

—¿Precio?

—Llámalo esfuerzo.

Clark apartó la mirada.

—¡Por supuesto que valía ese precio! —respondió. —Un hombre debe consagrar su vida a un objetivo y trabajar por él. Y una mujer también. Mira cómo Marina sabía lo que deseaba y supo conseguirlo. ¡Muy bien! Nunca debemos dejar de ascender, Cottonmouth. Lo esencial es no perder pie.

—¿Has preguntado por Marina?

—No, pero me ha hablado de ella un funcionario de Sitka. Sabe que hemos adquirido la concesión de las islas y nos supone interesados en la prosperidad de Petrovsky. Como debemos nuestro éxito a Su Alteza sería ingrato ofenderse con él sólo porque posea una mujer inteligente y de medios expeditos. Otra cosa he sabido: el príncipe no era joven cuando se casó. Presumía yo que debía ser algún galán apuesto, pero doblaba la edad a Marina y no parece que sea un gran tipo. Además tiene infinidad de amantes. Ello no eleva a la dama en mi estima, pero, por otro lado, constituye un tributo a su sereno sentido común el que yo reconozca que hizo bien. Tal entiendo yo, Cottonmouth. Confía en tu cabeza y al infierno con los impulsos del corazón.

Clark alejó sus desagradables pensamientos y su tono cambió.

—¿Qué te parece —preguntó— mi interés por ser dueño de un continente?

El expiloto reflexionó antes de responder:

—Todo hombre debe tomar interés en algo ajeno a sí mismo, en algo real y duradero.

—Exactamente. Los rusos piensan que Alaska está agotada y yo creo que aún no ha nacido. Podrá no dar signos de vida en algún tiempo, pero no dejará de rendir ganancias. Allí hay oro, plata, hierro, carbón, madera y pescado. ¡Todo nuestro! ¿Y el salmón del Nushagak? Un milagro de riqueza, que sólo cede en valor al de nuestras focas. Ese país no es una nevera: es un arca de tesoros.

—¡Nuestras focas! —repitió Cottonmouth con singular expresión—. ¡Nuestro oro! ¡Nuestra plata! ¡Nuestro pescado! Todo te lo cedo, Jonathan. No quiero participar en nada.

Clark dijo, sorprendido:

—Has participado en todas mis ganancias y no has salido mal librado.

-—No mal, sino incluso mejor que tú, lo cual me disgusta más todavía. Yo he encontrado lo que buscaba y tú prosigues la búsqueda. No. «Yo agradeceré a Dios cada memoria tuya, pero ha llegado el tiempo de separarnos».

Clark se incorporó, con una expresión de sorpresa en el rostro.

—¿Separarnos? ¿Por qué hemos de separarnos tú y yo?