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Por segunda vez Cottonmouth habló en citas. Años habían pasado desde que no lo hacía.

—.«Que éste no robe más, sino que trabaje, elaborando con sus manos las cosas buenas para los necesitados de ellas». La fe ha descendido sobre mí, Clark. Puedo ahora proferir la palabra con comprensión y humildad, porque el Espíritu está conmigo.

—¿Qué tiene eso que ver con nuestra separación? —preguntó bruscamente Clark—. Trabaja en las cosas buenas que te parezcan y vete al diablo. Yo toleraba tus manías predicadoras en los días de nuestra vida inmoral, y bien puedo tolerártelas ahora que somos hombres honrados.

Cottonmouth denegó con la cabeza.

-—No —dijo—. Tú has planeado tu carrera y yo he planeado la mía. Sigue tu destino, atrapa las mariposas que te fascinan y haz colección de ellas. Compra Alaska y amasa una fortuna no menos grande que tu posesión. Apila tus tesoros tras la puerta principal de tu casa, Jonathan. Yo aspiro a algo mejor y más grande.

—¿Vas a hacerte misionero?

—Eso exactamente, no. Los rusos no me permitirían predicar.

—No podrán oponerse.

—Pero tampoco me lo permitiría mi conciencia. Mas me cabe vivir entre las gentes de ese país inhóspito. Puedo ser su guía, su amigo y su instructor. Puedo convertirme en una especie de Johnny Appleseed y andar por las soledades con el hato al hombro, sembrando de vez en cuando una semilla cuando halle un suelo propicio.

—¡Muy excitado estás! —protestó Clark—. No te propondrás renunciar a cuanto posees…

—¿Renunciar? No renuncio a nada. Estoy adquiriendo algo grande, precioso y duradero. Hemos convertido en seres humanos a los isleños de las Pribilov dándoles un modo de hallar contento en la vida. Hay millares de otros indígenas en tan mala situación cómo antes los de las Pribilov. He de pagar una deuda y estoy dispuesto a efectuarlo.

Tras una pausa Clark dijo:

—No creas que doy gran importancia a la adquisición de Alaska. Desde luego sería cosa capaz de enorgullecer a cualquiera, pero ningún hombre o grupo de hombres podría poseer tal país y administrarlo debidamente. Habría, para ello, que poseer también personal muy numeroso, y esa posesión implica esclavitud.

«Lo justo es que los Estados Unidos se hagan cargo del país. No queremos que ninguna potencia europea o asiática comparta este continente con nosotros, como no deseamos dividirnos en dos grupos de estados. Los rusos han ofrecido la venta de Alaska, pero nuestro gobierno no parece interesado en el asunto. Por eso he hecho publicar semejante historia en los periódicos. He querido jugar un as para forzar un descarte. Me voy a Washington antes de muy poco y me agradaría que me acompañases.

—¿Para qué?

—Quiero instigar a los funcionarios y aun procurar hacerles comprender la conveniencia de que Alaska caiga en manos como las nuestras. Me agradaría que llevases tus ropas sacerdotales y tus dos revólveres de seis tiros.

—¿Llevarás tú los pantalones de piel de foca y el cuchillo de despellejar?

Clark contestó con una sonrisa.

—Me parece que mi historia es lo bastante interesante para que no necesite adornos. Cuando termine este asunto iré a Londres para arreglar asuntos de la Compañía. Hay mucho trabajo que hacer allí y tú y yo hace mucho que nos vemos con frecuencia. Sí, me placería que me acompañaras.

Cottonmouth declinó con voz grave.

—No, amigo mío. No deseo participar en esta mascarada. Mi trabajo no radica en Londres. Lleva adelante tus espléndidos planes de compra y venta de colonias. Mézclate con los poderosos, mientras yo ejecuto mis humildes hazañas entre los pobres y los humildes. He nacido para trabajar la tierra. Mi tarea está entre las gentes sencillas y nunca seré feliz entre otras.

Los dos discutieron durante algún tiempo, pero el expiloto se mostró firme. Clark hubo de resignarse finalmente a la pérdida de su antiguo camarada, único amigo íntimo que había tenido en su vida.

Era lástima, reflexionó, que un hombre no pudiera mantener a su lado a sus antiguos compañeros, sino que paulatinamente hubiera de ir separándose de ellos. Si un hombre se sentía muy desamparado cuando erraba por el límite de la vegetación, más solitario se sentía aún al alcanzar la cúspide de la montaña.

* * *

Clark llegó a Washington antes de que se olvidaran las informaciones periodísticas de San Francisco. Por lo tanto cayeron sobre él multitud de periodistas. Su inmaculada apariencia y sus majestuosas maneras sorprendieron a los reporteros, que le encontraron franco y atractivo. Aunque no disimulaba sus humildes orígenes ni sus éxitos presentes, no se vanagloriaba de una cosa ni de otra. Su naturalidad y su suprema confianza en sí mismo dejaban asombrados a sus oyentes.

Terminada su charla con los periodistas, Clark habló al senador californiano Gwin, explicándole que deseaba visitar al Secretario de Estado.

Los periodistas se superaron a sí mismos, y Washington leyó con avidez todo lo concerniente al pintoresco capitalista californiano, antiguo ladrón de pieles y jefe de los Hombres de Boston, que a la sazón fiscalizaba la producción mundial de pieles de foca. En todo lo que en aquel campo rozaba, sus dedos ponían el mágico contacto de Midas. Era una especie de Aladino personificado, sólo que llevaba sombrero de copa, levita y botas bruñidas. Bastaba que frotase su lámpara o la empuñadura de oro de su bastón para conseguir cuanto deseaba. Sus deseos se tornaban hechos.

Aquella era la historia más fascinante de cuantas venían del dorado Oeste. El hecho de que estuviese camino de Europa —posiblemente de San Petersburgo—, indicaba que se proponía, en efecto, adquirir aquellos vastos territorios alaskeños situados al noroeste.

El senador Gwin actuó con prontitud y Clark fue invitado a visitar el departamento de Estado. Sin pérdida de tiempo lo hizo así.

Después de cumplimentarlo por sus espectaculares éxitos el secretario preguntó:

—Me gustaría saber qué motivos impelen a ciertos hombres de negocios a comprar Alaska.

—Hay varias razones, señor. En primer lugar el precio es barato.

—Sus propietarios no lo juzgan así.

—Pues entonces sus informes sobre lo que poseen son muy de segunda mano.

—¿De segunda mano?

Clark asintió.

—Como los de ustedes. Los rusos ocuparon Alaska para aprovechar los criaderos de nutrias marinas y las nutrias ya no existen. Son ciegos a todo lo demás, incluso a cosas que he visto con mis propios ojos. Un zorro ha de conocer su campo mejor que los cazadores. ¿Qué hay en Alaska? Pues hay, por ejemplo, pepitas de oro tan buenas como las de California. Y cuchillos hechos de cobre puro que no se funden ni en un horno. Filones de mineral de hierro y negros yacimientos de carbón. Yo lo he utilizado en mi propia estufa y otros minerales que no conozco se hallan en Alaska.

—Pues para nosotros no es más que un país desconocido y lejano —observó el secretario.

—Los Grandes Bancos atrajeron exploradores a Terranova mientras Nueva Inglaterra era todavía un yermo. Atravesaron el Atlántico en busca de bacalao. Pues el Pacífico septentrional abunda en bacalao y en platija y en otra mucha pesca.

—También abundan en ella los ríos Oregón y Washington. Tenemos más pescado que cuanto podemos consumir.

-¿Está usted seguro de ello? —preguntó Clark—. Nuestra frontera ha llegado a la orilla del mar y en este sentido no podemos seguir avanzando. Algún día nuestros hijos buscarán nuevo espacio en el que desarrollar su vida.

El Secretario dijo francamente:

—Me sorprende, Clark. Supongo que es usted un especulador y un oportunista, pero habla con la lengua de un profeta.

—Comprenda que yo tenía que abrir unos ojos aún más despiertos que los rusos, porque de ello dependía mi vida. He dado varias razones en virtud de las cuales deseo comprar Alaska, pero no he mencionado la más importante.

—¿Cuál?

—Que creo que es una buena cosa para el país. Pero al país podría sucederle otra óptima.