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—Explíquemela.

—Los Estadas Unidos deben comprar Alaska directamente. Piensen en la situación de esa comarca. Es un puente tendido hacia Oriente. ¿Por qué no construir por tierra una línea telegráfica hasta el estrecho de Behring y Siberia?

—Es usted un soñador. En nuestros tiempos no suceden cosas de ésas.

El Secretario hablaba sin convicción Y sin embargo se equivocaba, porque años después aquel mismo proyecto se puso en marcha y sólo terminó cuando llegó la noticia de que Ciro Field había logrado triunfar en fantástico intento de tender un cable a través del Atlántico.

—Atengámonos únicamente —añadió el funcionario —a los problemas del hoy y del mañana.

—Muy bien. Mañana Rusia sabrá tanto como yo sé y podrá ser tarde para actuar. Aquí estamos en pleno experimento de lo que es el funcionamiento de una democracia y no nos conviene tener vecinos tan cercanos, que pueden no simpatizar con nosotros en cualquier momento.

El interlocutor de Clark guardó un instante de silencio y al fin dijo:

—Más me interesaría en el asunto si éste fuera el principio de mi desempeño del cargo,y no el fin. Su propuesta habrá de ser examinada por el próximo gobierno.

—¿Y los asuntos de la nación han de permanecer en suspenso entre tanto? No pensaba yo sólo en el dinero cuando convencí a los rusos de que me arrendasen sus islas foqueras. Pensaba también en lo que le he dicho ahora.

El Secretario movió la cabeza.

—Estos días, señor Clark, son muy borrascosos. Nos hallamos ante una crisis que puede amenazar incluso ese experimento sobre el funcionamiento de una democracia al que usted aludía. El Presidente Buchanan se desvive por lograr una solución pacífica, pero parece que no la hay.

—Oportunidades como la que señalo no se presentan más que una vez en la vida de un hombre o de una nación —insistió Clark.

—El Presidente se niega a tomar medida alguna que pueda crear dificultades a Lincoln o forzarlo a tomar otro curso que el que ha elegido. Es inútil discutir la compra de un territorio extranjero en un momento como éste. Más vale que hable usted con mi sucesor.

—Muy bien. Así lo haré a mi regreso de Inglaterra. Si él rehúsa me consideraré en libertad de obrar por mi cuenta.

Clark se levantó. La entrevista había terminado. La conciencia del antiguo filibustero estaba tranquila.

Pasó un par de días pretendiendo sembrar idéntica semilla en otros lugares. En todas partes hallaba motivos que lo conturbaban. Veía claramente cuán preocupados estaban los círculos oficiales- por la actitud de los Estados del Sur. En California la posibilidad de un conflicto armado no se había tomado muy en serio, pero en Washington las gentes hablaban sin rodeos de que la California de Sur había pedido a otros estados confederados que se uniesen a ella en la secesión. Incluso se había convocado una conferencia a fin de elaborar una constitución provisional para la confederación del sur. Los esfuerzos del presidente Buchanan para sofrenar el creciente movimiento parecían estériles y poco decididos. Desde luego, varios miembros de su gobierno habían dimitido. Hasta el aire que Clark respiraba antes de partir para Nueva York parecía cargado de desasosiego.

Y Clark se preguntó qué clase de hombre podría ser Abe Lincoln.

19

Clark conocía tanto acerca de las pieles en bruto como el primer especialista de su tiempo. Pero sabía muy poco o nada de las dificultades que irrogaba poner en el mercado el producto una vez en disposición de venderlo. Las pieles grises plateadas, aun sin curtir, sobre las que él ejercía el monopolio, eran muy diferentes a las pieles obscuras de foca tan populares entre las personas elegantes. Después de salir de manos de Clark, las pieles atravesaban varios complicados procesos, cuyos secretos pertenecían exclusivamente a un grupo diestro de artesanos ingleses. Conveníale a Clark conocer a las gentes entendidas en la materia que moraban al otro lado del Atlántico.

Resultó ser el viajero más notable que iba a bordo del barco inglés. Por ello le dedicaban halagadoras atenciones sus compañeros de viaje y los oficiales del buque, todos anhelosos de conocer al propietario de tantos fabulosos rebaños de focas en el Ártico. Aquel hombre se proponía comprar un país. Clark acogía los intentos de amistad con cortesía, pero procuraba mantenerse al margen de todos.

Hacía mucho que deseaba visitar Inglaterra y le satisfacía comprender que llegaba a ella no como un Don Nadie, sino como un personaje distinguido. Sentía en cierto modo el fiero orgullo que experimentara cuando entró en la bahía de San Francisco con su cargamento de contrabando y se presentó, decidido, a Eben Cleghorn.

En Londres no necesitó aparecer con una ostentación teatral, ni hacer conocido su nombre escribiéndolo en la pechera de la camisa de un encargado de hotel. Su fama le había precedido, como lo supo cuando anotó su nombre en el más famoso de los hoteles de Londres.

El gerente en persona lo recibió e insistió en ayudarlo a instalarse con toda comodidad. La llegada del coloso californiano era ya de por sí una cosa notable, pero Jonathan Clark valía más que su fama. La Gran Bretaña poseía su Compañía de la Bahía del Hudson y sus funcionarios gozaban de elevado prestigio, mas era obvio que el Zar de Rusia, con su vasto imperio peletero, sobrepasaba con mucho al mayor de ellos. De esta suerte Clark fue honrado con el nombramiento de hijo adoptivo de la ciudad y una salva de veintiún cañonazos.

Ante el gerente del hotel, Clark era una especie de Sir Henry Morgan, barón Rothschild y sachem indio.

Evidentemente todos los indios eran iguales y un jefe comanche pesaba tanto en la escala social como un potentado de las Indias Orientales. Así lo entendió Clark cuando el gerente del hotel en persona lo condujo a la más elegante serie de habitaciones del hotel. Llamaban a aquel grupo de alojamientos «los aposentos del maharajá». Ocupaba toda la parte delantera del primer piso y se reservaba exclusivamente para personajes públicos o visitantes de extrema riqueza y distinción, atezados príncipes con enjoyados turbantes, mandarines de amarillas chaquetillas, virreyes y gobernadores generales con sus séquitos, solían ocupar aquellas habitaciones.

Clark no tenía séquito alguno. Ni siquiera un criado. Pero por un perverso refinamiento se sintió inclinado a manifestar que aquellas habitaciones eran las que cuadraban con sus necesidades. Al fin y al cabo, reflexionó, tendría que dar muchas reuniones y el gasto le importaba poco. Además, tras tanto tiempo de vivir solitario, se hallaba en la necesidad de desempeñar un papel social. Sería divertido ver cómo salía adelante su legendaria reputación.

Cuando al fin se encontró solo, comenzó a rememorar y anduvo de cuarto en cuarto de un hotel de California, tocando los pesados muebles y las gruesas cortinas de damasco con su bastón, mientras instaba a Jacob Stone a que quitara los candelabros de cristal, con sus pantallas de papel, para substituirlos por palmeras. También quería que se instalase un bar en las habitaciones.

«La elección de vinos, comidas y licores la dejo en su mano… Necesitaremos también una orquesta negra para que Cottonmouth pueda estirarse las piernas al son de la música.»

¡Oh, Cottonmouth! Al fin se había convertido en un verdadero hombre de Dios. Nada de pistolas al cinto ni de mujeres pintadas sobre las rodillas. Era lamentable. ¡Qué tiempos aquellos!

Creía oír una débil música de banjos y guitarras, de excitadas risas, de rítmico movimiento de danzarines pies. Veía el salón lleno de gente y de mujeres, todas vulgares excepto una: la joven de piel del color de la leche, de suavidad infinita, de obscuro y sedoso cabello. Era tan bella, tan lozana, brillaban sus grandes ojos con tan cándida sorpresa que él no pudo reprimir el impulso de tomarla en sus brazos.