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«Me llamo Jonathan Clark. Bienvenida seáis a mi recepción».

¡Cuán aterciopelados eran los labios de la muchacha! No solía pensar en ella con frecuencia, porque un hombre de negocios no puede perder el tiempo pensando en la tumba de sus juveniles locuras. La vida era harto absorbente para que le permitiera hacerlo. Pero aquél era el mundo de Marina y he aquí que Clark entraba en él por primera vez. Sin duda por eso la había recordado.

Los fabricantes y mercaderes con los que Clark tenía que tratar ansiaban conocerlo y su propio interés los instaba a tratarlo con la mayor cortesía. Pronto supieron que ello no ofrecía ninguna dificultad, porque aquel hombre suscitaba en el acto su simpatía y su respeto.

Entre las mujeres causó una impresión más que favorable. Clark era completamente distinto al hombre que esperaban encontrar. La gente le llamaba apuesto, campechano, interesante, figura fascinadora arrancada de las páginas de un libro… Uno de los propósitos del viaje de Clark consistía en encontrar amistades, tarea que había descuidado durante mucho tiempo, y a ello dedicó gran parte de los días de su estancia en Londres. Todas las noches acudía a una recepción o daba alguna. Gozaba de la hospitalidad de los mejores círculos y sus amistades aumentaban rápidamente. Era agradable advertir que, a pesar de su reputación de grandeza, conservaba cierta efusividad en el trato y cierto magnetismo personal que ponía en juego con éxito siempre que lo deseaba. Y Clark se hacía cruces pensando lo que dirían sus conocidos en California si lo viesen desempeñar su presente papel.

Una sola cosa descomponía su júbilo. Y era la actitud inglesa hacia la causa confederada. Perturbábale ello no poco y sólo la cortesía le impidió más de una vez hablar con la franqueza que hubiera querido.

La conferencia convocada por Carolina del Sur había atraído representantes de seis estados más. Se elaboró un plan de constitución y se eligieron un presidente y un vicepresidente.

Clark no quería creer lo que leía. Para él aquello tenía profunda transcendencia, y sus inquietudes crecían de un día para otro.

Un atardecer, al regresar al hotel, leyó en los diarios unos titulares que lo sobresaltaron. Compró un periódico, entró presuroso en sus habitaciones y se sentó junto al ventanal de una sala de recepción. Leyó que las autoridades de Carolina del Sur habían negado permiso a un barco cargado de pertrechos federales para anclar en Charleston. El navío llevaba municiones con destino a Fort Sumter, y fue obligado a abandonar el puerto sin dejar su carga.

Mientras Clark ponderaba tan inquietantes noticias una voz se dirigió a él diciéndole:

—No medite. Las meditaciones ahondan las arrugas de la cara.

Volvióse y se halló ante una muchacha que lo miraba desde un diván colocado ante la chimenea incrustada en plata y ónice. Clark apenas podía distinguir más que su cabeza y sus brazos apoyados en la barbilla. Evidentemente llevaba algunos minutos mirándolo.

Era muy bella y muy rubia. Tenía los ojos tan azules como los lagos de las montañas.

Tras un primer momento de sorpresa, Clark dijo:

—Buenas tardes. No sé cómo ha entrado usted aquí. Me parece haberla visto antes. Sólo que entonces se hallaba usted muy en las alturas. Tenía usted alitas sobre los hombros y había dos o tres seres parecidos a usted. Bienvenida a Londres, señorita Rafael.

La joven hizo un mohín.

—¡Espléndido! ¡Qué hermoso! En mi cuarto, cuando era niña, había un cuadro representando varios angelitos. ¿Por qué se les pintará solo con cabeza y sin lugar donde apoyarse cuando se sientan?

—Pero, ¿tiene usted dónde apoyarse?

La muchacha sonrió e intensificó su sonrisa. Clark movió la cabeza con incredulidad.

—Me jacto de saber conocer a un ser celestial cuando lo encuentro.

—Todo se debe a la luz —repuso ella—. Tengo más años que un druida y soy más terrenal que un molino de barro.

Movióse y él se acercó para saludarla. La mujer iba muy elegantemente vestida, era exquisitamente femenina y ofrecía, sin embargo, un cierto aspecto muchachil. Posiblemente ello se debía a su completo dominio de sí misma o bien a la franqueza de sus modales.

—Me llamo Lady Cecilia Yarborough —murmuró.

—Muy honrado en conocerla —repuso él—. Voy a pedir que traigan luces.

—Le ruego que no lo haga. No estoy completamente despierta todavía. En tiempos, este diván solía ser mi mueble favorito. Aquí solía recostarme. Y ahora que usted ha llegado, mis sueños se han convertido en realidades. Estas cuartos son para mí como mi propia casa.

Se arregló el cabello y se sentó junto a Clark. Cruzó las piernas y lo miró con abierta curiosidad. Tenía la figura ágil de una amazona y a Clark le pareció el tipo perfecto de la belleza inglesa, sobre la cual había leído tanto y visto tan poco.

Ahora que oía el nombre de la mujer, su presentación no le resultó desconcertante como le hubiese resultado en otro caso. Había oído mencionar más de una vez el nombre de aquella dama. Procuró recordar lo que le habían dicho de ella, mas la mujer puso fin a sus dudas preguntándole:

—¿No cierra usted nunca sus puertas?

—No siempre. A veces las dejo abiertas de par en par con la esperanza de entablar nuevos conocimientos. Véanse las felices consecuencias de mi proceder.

—Me tranquiliza usted —dijo la visitante—. No me extraña que todos hablen de usted. Le llaman otro Leif Ericson, especie de vikingo con ropas a la inglesa.

—No lo sabía.

Lady Cecilia hizo un signo confirmatorio de sus palabras.

—No sé con cuántas personas de mi ambiente trata usted —dijo—, pero he oído lo que de usted se dice y creo que va siendo hora de que los separados por barreras sociales nos tendamos las manos. En sus tiempos ha sido usted un personaje notable, ¿verdad?

—Sí. Era una oveja negra vestida de piel de foca. Eso constituye mi principal derecho a considerarme un hombre distinguido. Experimento en su presencia una sensación de torpeza. No soy más que un vikingo de visita, que procura portarse con corrección.¿Quiere una taza de té?

Lady Cecilia rió.

—Muy bien. Estaremos más a nuestro gusto.

Clark cruzó la estancia. Recordaba con más claridad fragmentos de lo que había oído a propósito de la visitante y de su padre, el llamado rajá de Janipur. Lady Cecilia era una mujer original, extraña, una traviesa entre las del bello sexo aristocrático, que por una razón u otra solía salirse de la órbita que se le tenía señalada, para recorrer como un cometa incandescente los cielos nocturnos de Londres. Su padre era también desarreglado en su conducta, pero sus excentricidades no resultaban tan palmarias.

Clark volvió a sentarse. La joven confesó :

—No sólo la curiosidad me ha impelido a venir aquí. Se trata de que tengo una desmedida pasión por las pieles. Si me atreviera, las robaría.

—Ande con ojo —la amonestó— Es cosa que no resulta conveniente.

—Algunas mujeres adoran las joyas, los encajes la música. Yo sueño con las pieles. Me atraen de un modo rarísimo. Poseo algunas, por supuesto, pero codicio tener más. Me gustaría poseer todas las del mundo. Armiño, marta, nutria marina…

—¿Y no le agrada la piel de foca? —preguntó él.

—¡Por supuesto! Me gusta toda piel suave, rica y bella de aspecto. Ya ve que tenemos cosas en común. Quiero oírle hablar de todo lo que usted ha visto y hecho. No puedo esperar.

Clark respondió, titubeante:

—¿Cómo voy a hablar sinceramente a una muchacha de su edad?

—Tengo veintiséis años.

—¡Es increíble!

—Pues parezco muy vieja para mi edad. Si se sienta usted con calma le relataré mis grandes crímenes y desafueros.

—Estaba seguro de que lo haría —respondió Clark. —Creo que su padre procede con la misma plausible franqueza.

—De ello alardea. Como sus achaques le impiden salir, es el único consuelo que al pobre le queda. A veces descarga algún bastonazo a su criado cuando éste no anda listo, pero por fortuna el mozo es ágil. Durante muchos años el rajá ha sido objeto de muchas picantes conversaciones en las sobremesas, cuando las señoritas se retiran. Comparto con él esa distinción. Sepa, de paso, que ni él es rajá de Janipur ni yo su heredera en el título. Los indígenas nos llaman así y el nombre ha prosperado.