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—¿Por qué?

—Presumo que porque mi padre vive como un auténtico rajá. Los malayos adoran a los grandes señores naturales en sus hábitos y son indulgentes con sus inclinaciones. Podrán no comprender su sinceridad, su imparcialidad y otras virtudes oficiales, pero comprenden sus flaquezas y las consideran el verdadero signo de la soberanía. Había varios jugando en los jardines del palacio. Aquella indelicadeza me ofendió tanto, que resolví marcharme a Inglaterra. Afortunadamente tengo dinero propio. Después del ataque apoplético que sufrió, me siguió el rajá. Ahora tiene que andar en una silla de ruedas, con una manta sobre las piernas y en estado continuo de magnífica exasperación. A usted le agradaría mucho conocer a mi buen papá.

Llegó el servicio de té, llevado por un digno y maduro camarero, cuyo rostro se iluminó al ver a Lady Cecilia, mientras su lengua expresaba el placer que el verla le producía.

—También yo celebro encontrarle, Parkins —manifestó la joven—. ¿Cómo está su hijita?

—Completamente recobrada, gracias a su Señoría. No pasa día sin que hablemos de usted.

El hombre explicó a Clark.

—La muchacha tenía débiles los pulmones. Lady Cecilia la envió a reponerse al sur de Francia. Porque milady es un ángel bendito, sobre todo para los pobres como nosotros.

Lady Cecilia interrumpió explicando:

—Siempre que venimos a Londres nos alojamos aquí. Resulta agradable encontrarlo todo lo mismo, sin que haya variaciones ni siquiera en el personal. ¡Cuánto me agrada la baranda de mármol de la escalera principal! Es magnífica para deslizarse por ella. Hasta a los querubines de Rafael les parecería lo mismo. Ya le enseñaré lo bien que lo hago.

—¡Lady Cecilia! —exclamó Parkins—. ¡No debe usted hacer eso!

La joven, impaciente, arrugó el entrecejo.

—Ya sé que no debería. Probablemente por eso lo haré, aullando salvajemente mientras desciendo. La única cosa que hace la tentación soportable es el gusto de ceder a ella.

Parkins salió de la estancia moviendo la cabeza con ademán desaprobatorio.

Lady Cecilia, mientras servía el té, preguntó :

—¿Por qué me habló con tanta brusquedad cuando lo saludé?

—Estaba disgustado porque he leído noticias recientes de mi país.

—¿Malas?

—Pésimas.

Y Clark explicó el curso de los acontecimientos en los Estados Unidos.

Su visitante contestó :

—Me parecen muy valientes esos estados algodoneros que quieren sacudir el yugo de la dependencia. A mí no me agradan los yugos.

—Ni a mí —dijo Clark—. Pero eso que los meridionales quieren hacer constituye una traición a la patria. ¡Es una locura! Aparte de eso estoy atareado en un asunto, el más importante que hasta ahora he desarrollado. La guerra pondría completo fin a mi proyecto.

Otra vez frunció el entrecejo. La joven lo miró, fascinada. Al poco rato anunció:

—Además de por el gusto de conocerle he venido por otro motivo aquí, señor Clark. Pero no quería mencionarlo hasta que nos conociésemos mejor. En realidad he venido a hacerle víctima de un chantaje.

¿Y me retiene en rehenes?

—En cierto modo, sí.

—Bien sabe que he resistido hasta el final —dijo Clark jovialmente—. He de resignarme a salir con usted. ¿Vamos?

Lady Cecilia movió su reluciente cabeza.

—Tiene usted que vestirse y yo también. Después de saber cómo es usted necesito presentarme tan hechicera como me sea posible. Todo lo que le pido es que dedique unas horas de su tiempo a conocer a la mujer más inusitada y estrafalaria de Londres.

—Ya estoy gozando tal placer en el momento presente.

—No. Yo podré ser algo rara, pero mi amiga es un carácter de cuerpo entero. En su casa se juntan dos mundos diferentes y… Pero ¿a qué entrar en explicaciones? Esa mujer me envió a buscarlo. ¿Nos citamos a las diez?

La muchacha se levantó, y Clark la escoltó hasta su carruaje. Mientras se alejaba, Cecilia le lanzo un beso y repitió:

—Esta noche a las diez.

20

Dolly Bogardus se jactaba de conocer a más personas que nadie en Inglaterra. Debía ser verdad, por que desde la muerte de su marido, unos cuarenta años antes, Dolly se había entregado de continuo a la ocupación de recibir gentes notables en su casa. No daba mucha importancia al campo específico en que tales o cuales personas se distinguían. Era la única aristócrata de Londres que no andaba con remilgos ni tenía prejuicios de clase. En consecuencia, cualquiera cuyo nombre apareciese en los periódicos tenía la seguridad de encontrarse como invitado de honor en una de las recepciones de Dolly, o reuniones, como ella prefería llamarlas. Aquellas recepciones venían constituyendo desde hacía tiempo una característica única y distintiva de la vida social de Londres, principalmente porque los que iban a ellas nunca sabían a quién iban a encontrar allí, aunque después no deseaban con frecuencia continuar el conocimiento con la nueva figura. Diplomáticos, ventrílocuos, jugadores de cricket, agitadores políticos, artistas italianos, toreros españoles y, en resolución, cualquiera que atrajese momentáneamente la atención era un personaje a juicio de la Bogardus.

Lady Cecilia explicó todo esto mientras ella y Clark se dirigían a casa de Dolly Bogardus.

—Se le ha metido en la cabeza conocerlo —dijo—, pero temía que usted rehusase su invitación si comprendía lo que significaba Dolly es tía mía segunda y yo espero heredar su dinero, de manera que no me conviene decepcionarla. Usted probablemente no se divertirá esta noche.

—¿Por qué no?

La muchacha se encogió de hombros con indiferencia.

—Porque yo suelo divertirme muy poco. Aborrezco la monotonía, el hacer lo mismo siempre, el ver a las mismas personas, con el aditamento cada vez de algunas extrañas. Sería maravilloso encontrar algo interesante, nuevo, digno de vivirlo y de pensar en ello. Clark miró con curiosidad a Cecilia. Ya iba a hablar, cuando ella le atajó la expresión de su pensamiento.

—Me iba a preguntar si estoy casada. No. ¿Que por qué no me enamoro? Bastantes veces lo he procurado. El cielo lo sabe, y no debo repetírselo, porque habrá usted oído hablar de ello muchas veces. La excentricidad es cosa congénita con la sangre de los Yarborough. Siempre estamos ávidos de algo, siempre cansados de todo, siempre incapaces de saber lo que en realidad queremos. Nos acucian constantemente los lebreles del deseo, siempre a nuestros talones. Conste que estoy fatigada, pero no agotada. Tengo tanta curiosidad como tía Dolly, pero no por las personas ajenas. Me interesa la vida y principalmente me interesa usted. Ya le advertí esta mañana que soy más vieja que una druida.

Lady Cecilia hablaba con rotunda finalidad, pero distaba mucho de parecer vieja cuando el lacayo de la señora Bogardus le quitó la capa, lo que permitió a Clark distinguir a la mujer más a su sabor. Era una joven lozana, fresca y desde luego la más hermosa que había visto en Inglaterra.

Llegaba desde el piso superior un cadencioso son de instrumentos de cuerda y el murmullo apagado de muchas voces. Un momento después el americano abrió los ojos, sorprendido, porque el salón principal de la antigua y señorial residencia estaba lleno de gente tan arbitrariamente distribuida como los pasajeros en una estación de ferrocarril. Algunos de los presentes eran, sin duda, personas distinguidas, pero otros muchos daban la impresión de dar sus primeros pasos en sociedad. Lady Cecilia sonrió advirtiendo la sorpresa del invitado.