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La señora Bogardus era una viejecilla cargada de joyas, de facciones agradables y vulgares, viva sonrisa y ojos brillantes e inquisitivos como los de un niño. Tenía el cuello corto y la voz algo áspera. En cualquier caso recordó al americano una especie de perrillo amistoso, lucio, gordezuelo y bien alimentado, como los que entonces estaban de moda en las principales mansiones elegantes de Londres.

La señora Bogardus recibió a Clark con deleite no fingido, y comenzó a presentarle a una multiplicidad de personas. Cuando aquella prueba concluyó, lo condujo a un asiento, a su lado, y principió a bombardearlo a preguntas. Su mente era muy despejada, su curiosidad insaciable y parecía querer explorar hasta los últimos recovecos de la mente de su invitado.

Cuando él pasó a hacer, a su vez, algunas preguntas, la señora Bogardus lo atajó diciendo :

—No pierda el tiempo con mis asuntos, joven. Nunca he estado en ningún sitio ni he hecho nada. No me conozco apenas, porque vivo enteramente para los demás. Por eso envidio a Cecilia. Es un alma libre y aventurera, única que conozco en su estilo además de su padre. Yo soy víctima de un millar de inhibiciones y ella no padece ninguna. Me gusta la vida sedentaria y a ella le place explorar la existencia. Nunca he tenido ánimos para hacerlo, ni belleza que me ayudase. Yo siempre he sido vulgar y fea, y ella magnífica. ¿No le parece?

Clark asintió.

Lady Cecilia me habló de que a ustedes los lebreles de la impaciencia o de no sé qué andan siempre mordiéndoles los talones. ¿Está usted en el mismo caso?

La señora Bogardus lo miró fijamente.

—Sí. ¡Siempre! Mucho deben ustedes haber congeniado para que ella le haya hablado así. Yo por mi parte encuentro refugio en esto. Ella no puede.

—Pero esos lebreles…

La anciana señora meditó.

—No estoy segura del todo. Acaso mi sobrina se refiera a las desaforadas hazañas y malandanzas de los antepasados de los Yarborough. Eran gente inquieta, obstinada y no muy amante de guardar las leyes… Me atreveré a decir que se parecían algo a usted, señor Clark. Las más antiguas familias padecen esa maldición: las peculiaridades hereditarias que se imponen a ellas y cuyas características no pueden sondear. Cecilia, por ejemplo, vive en una especie de casa hechizada y no me extraña que procure escaparse de ella. Yo debía censurar ciertas cosas suyas, pero no lo hago porque veo en la muchacha lo que yo pude haber sido y reconozco las posibilidades que se le ofrecen.

—Muchas debe tener, por supuesto.

—Cierto. Sería una espléndida reina virginal de alguna nación turbulenta, o haría una excelente esposa de un ranchero australiano. Necesita ser la mujer más sobresaliente en un determinado círculo suyo, suyo propio… Quedarse en Londres sería la ruina para ella.

Entraron nuevas visitas que hicieron a la señora Bogardus separarse de Clark, al que dijo:

—Baile y diviértase. Luego vendré y emprenderé con usted otro viaje.

Clark pensaba, con interna satisfacción, lo que sus compañeros de California dirían si le vieran recibido en aquella forma en las mejores casas de Londres.

Sin duda el caso les sorprendería tanto como a él mismo. Aquello no duraría, ni se repetiría con frecuencia. ¡Qué contraste entre las gente de Inglaterra y las que conocía de América! Sobre todo, ¡cuánta diferencia con el mundo frívolo de San Francisco, que él apreciara tanto en sus tiempos, durante las locas noches en que el Occidental se estremecía al fragor de las diversiones que Clark organizaba en sus aposentos. ¡Otra vez volvía a bailar! Pero ahora lo hacía con una dama cuyo nombre se empezaba a escribir con L mayúscula. Y eso lo había conseguido el ladrón de pieles, Jonathan Clark, de Boston. Parecía increíble. Los hombres junto a cuyo lado se sentaba no eran jugadores del Bella Unión, sino pares del Reino Británico.

Clark se preguntó qué sucedería si en una reunión como aquélla se le ocurriese besar a la rubia beldad que llevaba entre los brazos. Presumía que lady Cecilia no se opondría con demasiado vigor. Sin embargo, había pasado el tiempo de semejantes ocurrencias. Jonathan Clark, de San Francisco, fantástico millonario de la industria peletera, no podía entregarse a bromas ni ligerezas de cierto género. Tal era uno de los inconvenientes del triunfo.

Aún seguía con la mente fija en el pasado, cuando sucedió algo que lo atrajo a la realidad con una desagradable impresión. Él y su compañera de danza estaban ante una de las mesas del bufete cuando alguien, un invitado, cerca de ellos, mencionó a la princesa Petrovsky con una voz que a Clark le pareció emitida a gritos.

Notó que se le tensaban los músculos de la faz. Costole un esfuerzo sostener su vaso sin que el vino cayera sobre el mostrador.

Puso oído atento. El grupo de gentes que junto a Clark estaba, parecía muy familiarizado con la vida de Su Alteza. Algunos la conocían lo suficiente para llamarla por el nombre de Marina. Vivía en Inglaterra. ¡Era una de las lumbreras de la alta sociedad!

Clark se sentía como un sonámbulo que al despertar se encontrara al borde de un abismo. Oía retazos sueltos de lo que se hablaba:

—Es la mujer más solicitada de Inglaterra. Su marido, embajador en la corte de Saint James…

—¡Pobre Marina! Teniendo admiradores tan distinguidos, ¿cómo ha podido elegir a ese…?

Clark procuró reportarse. Notó que lady Cecilia lo miraba con curiosidad.

—¿Tiene usted amistad con la princesa? —le preguntó.

—No. Pero la conocí hace ya mucho tiempo. ¿Es verdad que tiene tantos admiradores?

—Es joven aún y extremadamente atractiva. ¿Cómo no había de tener un…?

—¿Joven aún? ¿Y un…? ¿O es que ha muerto el príncipe?

—Claro —asintió lady Cecilia—. Es raro que usted no lo supiera.

Clark explicó que California estaba muy apartada de los centros mundiales y que a sus atareados ciudadanos no les quedaba mucho tiempo para ocuparse en la vida social de los dignatarios de Europa.

¡Viuda! Eso explicaba lo de «¡Pobre Marina!». Evidentemente su dolor había durado poco. Ello era característico de la dama. Sin duda debía parecer asombrosamente bella en su vestido de luto. Con una fortuna como la suya no era raro que los hombres se precipitasen tras ella. Mas ¿quién podía casarse con una princesa y mejorar su posición social? Porque parecía obvio que si ella contraía matrimonio no debía hacerlo sino para ganar.

Clark se preguntaba qué convenía hacer y cómo debería conducirse si por casualidad su sendero y el de Marina se cruzaran. Sería algo parecido a su encuentro con ella en Sitka. Una experiencia que no le agradaría repetir. Por supuesto Clark no sentía por Marina lo que sintiera. Se notaba, en ese aspecto, completamente curado. En cualquier caso la herida que ella le había causado no le dolía ya. A lo sumo experimentaba un ciego enojo contra la humillación antaño sufrida. Pero con aquello le había bastado. Dudaba mucho de su capacidad de comportarse con ecuanimidad si por casualidad encontraba a Marina.

—¿Viene la princesa a estas recepciones? —preguntó Clark.

—No —repuso sinceramente Cecilia—. Tampoco la tía Dolly va a las suyas.

Más tarde, cuando Clark se encontró solo, buscó a la señora Bogardus y procuró obtener de ella más noticias.

La princesa Marina, al parecer, era extremada mente popular, especialmente entre los hombres. Sin duda se casaría cuando pasara el tiempo protocolario ¿Amor? Las mujeres jóvenes no se casan por amor con hombres como Petrovsky. Los príncipes compran mujeres bellas por ostentación y se divierten con otras. El difunto embajador no desmentía la regla. Hacía la vida imposible a lady Marina, y daba a la murmuración un objetivo en el que fácilmente clavaban los maldicientes sus afilados dardos.