Выбрать главу

Cecilia declaró con energía:

—El príncipe era un verdadero cerdo. Nadie se disgustó cuando le pasó el accidente, y menos que nadie Su Alteza.

—¿Un accidente?

—Un accidente extraño. No se sabe exactamente lo que pasó.

—El príncipe murió de una caída. Se le encontró con la cabeza rota

La que había hablado era lady Cecilia, que en aquel momento se acercaba a dar a su tía las buenas noches.

Poco habló mientras regresaban, y Clark se sentía harto preocupado para mantener una conversación. No se dio cuenta de cuán conturbado estaba hasta que pudo reflexionar con calma sobre lo que había oído.

Le parecía haber escapado a la desdicha por casualidad. Aquel episodio echó a perder todo el placer de este episodio de su estancia en Londres. Resolvió que, durante el resto de su estancia allí, le convenía eludir reuniones como la de aquella noche. Resultaba poco probable que pudiera encontrar a la «Princesa del Armiño», porque ella seguramente saldría poco, pero la posibilidad, no obstante, existía.

Ella debía saber que Clark estaba en Londres. Nunca se saben los derroteros que puede tomar la curiosidad femenina. ¿No la impeliría a ella a procurarse una entrevista con él?

En conclusión Clark se dijo que le convenía no buscar presentaciones nuevas e incluso rehuir las reuniones como las de aquella noche. Ni siquiera iría a comer con nadie si no sabía de antemano quién era.

Lady Cecilia todavía contribuía más que Clark al mutismo que entre ambos reinaba, porque se sentía conturbadísima también.

* * *

Algo peculiar había sido, en efecto, la muerte del príncipe Semyon Petrovsky. Tan peculiar que había desconcertado a las autoridades que investigaron el caso. Gracias, empero, a la complacencia oficial y también para tranquilizar a los miembros de la familia, se consiguió que la causa del accidente fuera conocida de sólo una persona.

Ni siquiera la princesa Marina sospechó lo sucedido, aunque se originó en una olvidada escena que transcurriera en su saloncito poco después de que ella y Semyon regresaran de Alaska. El incidente se había escapado a su memoria porque había sido el primero de una serie de otros parecidos.

Para poder apreciar el ascenso de Petrovsky a la eminencia, y para hacerse cargo de la marcha de sus asuntos domésticos, convendrá hacer algunas observaciones sobre ambos. Gracias al tacto e inteligencia de su mujer más que a su capacidad, el éxito de Petrovsky en su esfera había sido tan notable como el de Jonathan Clark en la suya. La influencia de Marina en los altos ambientes había dado al príncipe un excelente comienzo, y ello, unido a los esfuerzos de la joven, había permitido al príncipe dejar satisfactorio historial en Roma y en París. A su debido tiempo fue a Londres como jefe del cuerpo diplomático ruso, con lo que su meteórica ascensión alcanzó su cénit. Y entonces fue cuando se realizó su ambición final.

A pesar de ello se sentía amargamente insatisfecho. Se consideraba un hombre fracasado.

Otra fuente de irritación yacía en el hecho de que Petrovsky reconocía tan plenamente como sus conocidos la parte que Marina había desempeñado en su éxito. En circunstancias ordinarias, le hubiese importado poco lo que de él se dijera, porque era indolente y de los que cuando pueden ir en coche no andan a pie. En todo caso le ofendía reconocer la deuda de gratitud que ella le había hecho contraer. No le era grato no ser el capitán de su propio buque, sino meramente el mascarón de proa.

Así el príncipe llegó a Inglaterra sintiéndose mortificado y derrotado.

Siempre extravagante, se complacía en derrochar el dinero de su mujer. Cuando sentía la necesidad de una compañía femenina la buscaba en otro sitio. Cargaba de costosas joyas los blancos hombros de las mujeres que atraían sus ilícitas atenciones; jugaba de un modo exagerado, especialmente sin juicio, y daba costosas reuniones. En tales ocasiones comía mucho y bebía más.

En el cumplimiento de sus deberes oficiales se tornaba cada vez más brusco, más insoportable, más dictatorial. Y en la espléndida soledad de su casa obraba como un duro tirano y encontraba faltas en todo.

A Gerassim, su leal criado siberiano, lo trataba con cierta consideración, pero con los demás se mostraba tan irritable e intolerante que la señora Selanova hallaba muchas dificultades para mantener en la casa el apropiado número de sirvientes. Ella, Lily y los dos Suchaldin sólo soportaban al príncipe porque se consideraban tan necesarios para Marina como los cinco dedos de su mano derecha.

Una noche, no mucho antes de la llegada de Clark a Londres, los dos hermanastros discutían la situación en el aposento de Pavel. Allí guardaba éste sus libros de cuentas y ejercía la mayor fiscalización posible sobre la marcha de los bienes de su señora.

Estaban esperando a Ana Selanova, pero ésta se retardaba. Cuando llegó la vieron profundamente agitada. Le temblaban las manos, tenía la faz descolorida y sus ojos estaban muy dilatados como a consecuencias de un susto reciente.

—No pude venir antes —explicó—. Era imposible dejar sola a Marina.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Llegó él a casa? — preguntó ansiosamente Pavel.

—No. No volverá a lo mejor en algunos días.

—¿Otra mujer?

La señora Selanova se encogió de hombros.

—No sé. Lo que me consta es que empezó a beber ayer y eso usualmente le conduce a alguna lamentable orgía.

Piotr habló en un enojado murmullo.

—Ese hombre es un malvado. ¡Dios le quite pronto la vida!

Sin atender a la interrupción, la mujer prosiguió:

—Esta mañana sospeché que pasaba algo peor que lo de costumbre, porque Marina procedía de un modo extraño. Noté que había estado llorando durante la noche. Casi no me atendió cuando le hablé.

Suchaldin exclamó, acongojado:

—No puedo ni concebir el pensamiento de que Marina se quede a solas con él. ¡Pensar que una persona de nuestra sangre y carne está entre las manos de un mono! ¡De un monstruo! Esto me pone frenético.

—Fué Lily la que descubrió lo ocurrido. No la creía ni quería creer a mis propios ojos cuando vi…

—¿El qué…?

—¡Contusiones! Las marcas negras y azules de sus dedos clavados en su piel. ¡Señales de que ese hombre la había aporreado!

Pavel se puso en pie de un salto, como galvanizado. Su corpulento hermanastro profirió un juramento que parecía el lamento de un animal herido. Era una brutal explosión de rabia y de pena. Pero, enterrando sus gruesos dedos en sus cabellos, se balanceaba de un lado a otro.

—Llegó muy borracho —siguió Ana— y empezó a importunar a Marina con sus celos a propósito de las atenciones que le dedicaban los hombres.

—¡Como si ella pudiera evitarlo! —estalló Pavel—. Su belleza y su dulzura atraen los hombres hacia ella como las moscas hacia la miel. Y lo hacen sin mal pensamiento. Porque los ingleses…

—Te comprendo. Pero él no entiende lo que es el decoro. A sus ojos nada es sagrado, y sólo lo mira como cosa susceptible de mancillarlo. Cree que todas las mujeres son sensuales y todos los hombres viles. Cuando ella quiso salir de la habitación, él la sujetó con rabia. Debieron forcejear. Él parece complacerse en hacerle daño. Ese es un vicio común en los hombres que dan demasiado pábulo a sus pasiones. Temo que no sea ésta la primera vez que Marina haya sido maltratada por él.

—¡Lo mataré! —declaró Pavel.

—¿Quieres ir a la horca? ¿Quieres, además, que el mundo conozca la afrenta de nuestra prima? Más valdría que la matases a ella y lo terminabas todo,

—Esto no puede seguir así. Hay que hacer algo.

—Pero no debes hacerlo tú. ¿Quién quedaría para cuidar de ella? ¿Tú, Piotr, tan débil e incompetente como yo?

—Y además más estúpido —concordó Piotr—. No valgo para nada si no es para coger a un hombre y darle un golpe. Las cifras me confunden. Tengo poco caletre.