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—Antes de poco no quedarán muchas cifras para confundir a nadie —declaró Pavel.

—Razón de más para que uno se mantenga sereno —indicó la señora Selanova—. Ni tú ni yo podemos levantar una mano contra él, porque ella necesita de nosotros. Es una situación terrible. No sé adónde volverme.

—Dios acumula los infortunios sobre las gentes comunes como nosotros porque soportamos el dolor como los animales —dijo Piotr—. Pero él no debía pegar a su esposa. Es demasiado delicada y demasiado sensitiva para sufrir. Es injusto que… El hombre tenía los ojos rebosantes de lágrimas. Su ancha faz se contraía como la de un niño enfadado.

La mujer le hizo signos de que permaneciera callado y se volvió a su otro interlocutor.

—Marina se propone tomarse un viaje de descanso; Lily le está preparando ya el equipaje. Saldremos temprano de mañana y tú has de acompañarnos.

—Desde luego. ¿No he ido siempre con vosotras a todas partes? Ea, es tarde. Voy a echar una mano en los preparativos para que todos puedan dormir algo.

Pavel y la Selanova salieron del cuarto. Piotr enterró su rostro entre las manos y lloró hasta que las lágrimas corrieron a torrentes entre los dedos con que intentaba contenerlas.

21

Era poco más de medianoche. La mansión de los Petrovsky se hallaba muy silenciosa cuando el príncipe volvió a su hogar tras dos días de ausencia. Mientras subía la escalera débilmente iluminada se paró dos veces para despejarse y procurar mantenerse derecho. Al entrar en sus, habitaciones llamó a Gerassim, que era el criado de confianza de su señor. Advirtiendo que no había respuesta alguna anduvo, tambaleándose, por el cuarto, asió el cordón de la campanilla y tiró de él con violencia. Dejóse caer en un profundo sillón tapizado. Cerró los ojos, eructó con fuerza y murmuró con rudeza:

A los pocos instantes oyó abrirse la puerta y murmuró con rudeza:

—Cada día te descuidas más en tu servicio. ¡Ves que yo tardo y te acuestas tranquilamente!

No hubo respuesta alguna. Abrió los ojos y en vez de Gerassim vio ante él al macizo Piotr Suchaldin, que era el que había respondido a su llamada. Emitió un gruñido y preguntó:

—¿Qué haces aquí?

—Gerassim está durmiendo.

—¿Durmiendo? ¡Despiértalo, mentecato, y mándale venir a desvestirme!

—No le despertaría ni a trompetazos. Está beodo. Tiene el estómago delicado como el de un niño.

—¡Beodo! Te juro por el vino que bebo que no lo había notado antes.

—No bebe vino, sino vodka, Alteza. El vodka embota el cerebro antes que el vino. Hablo de las gentes corrientes. Conmigo no cuenta eso, por el poco cerebro que tengo. Pavel asegura que no es más grande que una castaña. En todo caso…

—¿Qué me importa tu cerebro? —rugió el príncipe—. Vete. No me agrada hablar contigo.

Con la grave persistencia de los borrachos Piotr continuó:

—Tener el cerebro pequeño es conveniente, Alteza. No hay lugar en él para los pensamientos dudosos. Cuando alguna idea acude a él sé que tiene su misión definida. Obro de acuerdo con ella y desde entonces no soy responsable de mis actos. Por ejemplo, en Rusia, antes de que fuésemos a América, cierto sujeto me habló mal de Vuestra Alteza. Por un momento no supe qué hacer. Luego se me ocurrió una idea clarísima. Dios me pone el pensamiento oportuno en la mente y no tengo más que dejarme regir por él.

—No me molestes. Estoy muerto de sueño —bostezó el príncipe.

—Un oficial del buque, en nuestro camino a América, faltó al respeto a la señora. Un soldado siberiano hizo lo mismo. En cada momento supe exactamente lo que debía hacer.

—¿Y qué hiciste? —dijo el príncipe, mirando fijamente a Piotr.

—Les rompí la nuca.

—Es posible? —exclamó Petrovsky, abriendo mucho los ojos.

—Sí, y les quebré el vientre. Los dejé convertidos en inválidos. No lo hice por mi voluntad, sino como un mero instrumento. No quiero darme una importancia que no tengo.

Por primera vez el príncipe empezó a sospechar que la presencia de Piotr Suchaldin allí no era enteramente casual y que la mente del hombre procuraba centrarse en un punto todavía no precisado. El noble, irguiéndose, habló con autoridad y con voz hiriente como un latigazo.

—Basta. ¡Vete!

En lugar de obedecer, Piotr se acercó más a él.

—A los hombres de que le hablé les partí la columna vertebral. No fueron en lo sucesivo capaces de dar un solo paso. Pero con Vuestra Alteza seré más piadoso. Me limitaré a romperle el cráneo.

Petrovsky se levantó de su silla, pero se sintió repelido sobre ella y fuertemente sujeto. Abrió la boca para gritar, mas la manaza de Piotr se cerró sobre él, extinguiendo todo sonido en su garganta. El príncipe golpeó a su agresor, pateó, movió el cuerpo intentando soltarse. El corpulento Piotr se limitaba a rechazarlo con leves balanceos de lado a lado o de adelante hacia atrás. Simultáneamente oprimió con la mano izquierda la nuca de su víctima, dejándola sujeta como en una trampa. Su peso y su fuerza eran abrumadores. Petrovsky se retorcía en el sillón, pero inútilmente. Sus gritos quedaron sofocados, aunque la violencia de sus esfuerzos estaba a punto de hacer saltar sus cuerdas vocales. Luego, aprovechando que tenía sujeto al príncipe por la nuca y el cuello, Piotr, con repentino empuje, lo levantó en vilo.

Un momento después habló dirigiéndose a aquella faz ennegrecida, vuelta hacia arriba en un ángulo grotesco.

—Constituía un problema —dijo Piotr— resolver este asunto, porque era tan sencillo que ninguna persona inteligente sabría cómo proceder. Vuestra Alteza llamó a Gerassim, y Gerassim estaba borracho. Naturalmente, Vuestra Alteza salió a llamarlo. Las escaleras de servicio son empinadas y obscuras. Si un hombre sobrio rueda por ellas se expone a partirse cualquier hueso del cuerpo. Nadie sino un necio como yo podría ser elegido por Dios para cumplir tal misión.

El cuerpo del príncipe había cesado en sus movimientos convulsivos. Piotr dejó de apretarle con la mano y se lo echó al hombro. Abrió la puerta, escuchó unos instantes y pasó a la escalera de servicio, cerrando a sus espaldas. A cada paso, la cabeza de Petrovsky oscilaba de un lado a otro, como en muda protesta contra aquel ultraje a su dignidad.

Su cuerpo produjo un rumor sorprendentemente apagado cuando cayó, rebotando de escalón en escalón, por la escalera de piedra. Aquel ruido, en todo caso, no turbó los sueños alcohólicos de Gerassim.

* * *

Los amigos de Marina consideraron una fortuna que Marina se hallase en París cuando murió su esposo, porque esto le ahorró la impresión del descubrimiento del cadáver y el cumplimiento de las depresivas formalidades consiguientes. Todos comprendieron por qué regresaba al continente después de las exequias fúnebres. Lo hacía para huir de los ingratos recuerdos.

A algunos les sorprendió verla reaparecer en Londres mucho antes de lo que esperaban, pero sólo lady Devon, la más vieja e íntima de sus amigas, adivinó el motivo de su retorno.

—¿Crees que ese hombre ha venido a Inglaterra a buscarte? —preguntó.

Marina denegó con la cabeza.

—No ha tenido tiempo de enterarse de la muerte de Semyon.

—Quizás no haya podido esperar más.

—Si así fuese, antes me habría dado noticias suyas. No. Mi comportamiento lesionó su orgullo. Debió juzgarme muy mal y en realidad hice lo posible para conseguirlo. El tiempo por sí solo no podría modificar esa realidad. Desde luego nada de lo que Jonathan me hubiera hecho habría destruido mi fe en él, pero los hombres carecen de la intuición de las mujeres.

—Pero a la par no olvidan tan fácilmente como nosotras. Es curioso, sin embargo, que no se haya casado.