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—Por eso he venido, a pesar de esto…

Marina señaló el luto que llevaba.

—Era necesario que viniese —continuó—. Me sentía como un prisionero que, sumido en una profunda mazmorra, ve de repente el sol. Me siento ciega, ofuscada… No sé qué camino tomar. Esperaré y después, si Clark viene a mí, yo iré a él.

—¡Querida mía! ¿Y si te equivocaras?

—Ana dice lo mismo y mi cabeza comprende que tenéis razón, pero mi corazón habla muy diferentemente. En Sitka me prometió acudir a buscarme, y en cierto modo lo hizo. Desde entonces me aferró a la convicción de que volverá otra vez.

—¡Pobre amiga! Temo que hayas de quedarte con la convicción.

—Si nos encontráramos casualmente… Si nos viéramos y yo pudiera leer en sus ojos…

—Yo me encargaré de ello —dijo lady Devon— y lo haré con tacto, para que no parezca una cosa preparada. Se juegan en esto muchas cosas y no podemos correr el riesgo de nuevos sufrimientos. Confía en mí, Marina.

La buena señora hizo lo posible para concertar una entrevista, pero Jonathan Clark había puesto fin a sus actividades sociales. No iba a sitio alguno. Se limitaba a moverse en un ambiente propio, con lady Cecilia y un grupo de los bohemios compañeros de la muchacha. La mayoría eran obscuros artistas, escritores y músicos con los que ella mantenía amistad. Constituían un grupo errático, bullicioso y amigo de las diversiones. Una vez que hubieron gustado el sabor de la generosa hospitalidad de Clark y le perdieron su inicial respeto, acudían a menudo a verlo y saciaban a sus expensas su apetito y su sed.

Lady Cecilia se arrogó el cargo de señora oficiosa de los aposentos del maharajá, y allí pasaba gran parte de su tiempo, incluso en ausencia de Clark. Con frecuencia Jonathan, cuando llegaba, hallaba una nota de ella o una caricatura representando a una desconsolada joven con los ojos bajos y un rictus de dolor en la boca. En realidad aquellos dibujos se parecían bastante a Cecilia. Una vez, en su dormitorio, Clark halló el perfumado pañuelo de la joven acomodado en forma de diminuta muñeca. Reposaba sobre la almohada y dos picos del lujoso tejido se abrían como dos extendidos brazos.

Clark supo por Cecilia que la princesa Petrovsky estaba en Londres, hecho que coincidió con un incidente ingrato. Al salir un día del hotel divisó una faz conocida. Era la de Pavel Suchaldin, el desconfiado mayordomo que había visitado a Clark en sus habitaciones del Occidental mientras el triunfante capitán se entregaba a su fiebre de disipaciones en San Francisco.

Pavel se inclinó. Ya se disponía a. hablar cuando Clark volvió la espalda, saltó a un coche y cerró dando un portazo.

¡Maldición! La próxima vez le harían ver a la princesa contra su voluntad. Londres se ponía demasiado difícil.

Ignoraba, empero, lo cerca que otra vez había estado de encontrarse con Marina y no sabía lo que había hecho fracasar los desesperados esfuerzos de la joven.

Más de una vez ella había estado a punto de escribirle, pero la razón le dijo que el momento había pasado. No salía mucho, mas hasta una joven princesa enlutada tiene derecho a tomar un té en público. ¿Y dónde mejor que en el principal hotel de Londres?

Supo allí lo que sucedía en las aposentos llamados de los maharajas y oyó mencionar a lady Cecilia Yarborough.

Sintió pánico. Necesitaba ver a Clark, y cuanto antes mejor. No podía perder una hora ni un momento, porque allí no se trataba ya de un asunto de vida o muerte, sino de amor y de fe en las cosas eternas. Su ansia de lo primero y su necesidad de lo otro eran harto de desesperadas para admitir dilaciones. Subir la escalera de mármol del hotel fue penoso como subir las de un patíbulo, pero Marina tuvo el valor de hacerlo.

Desde el regreso de Marina a Londres, Cecilia había comprendido que la felicidad de que gozaba con Clark estaba amenazada. Por esa razón procuraba monopolizar celosamente el tiempo de su amigo y ocupar sus habitaciones en su ausencia. Y por eso fue ella quien abrió la puerta en respuesta a la tímida llamada de Marina.

Hubo un momento embarazoso para entrambas mujeres. Su Señoría palideció y Su Alteza estuvo a punto de desmayarse. Con débil voz Marina dijo al fin que debía a Clark ciertas cortesías que deseaba agradecerle. Si lady Cecilia tuviese la bondad de transmitirle sus saludos…

—Desde luego. Jonathan sentirá no haberla visto. Pero ¿no pasa? Me parece que no se encuentra usted bien.

Marina declinó la invitación, aunque pasaron unos instantes antes de que pudiera confiar en sus piernas lo suficiente para atreverse a descender la escalera. Y mientras salía del hotel casi a ciegas, recordaba cuantas palabras había hablado con lady Cecilia.

Al parecer, Jonathan debía mencionarla a menudo. Tanto que debía haber suscitado celos en Cecilia. Así se inducía de las cortas palabras que la joven cambiara con Marina antes de marchar. San Francisco debía de ser una ciudad maravillosa… Tan interesante, tan turbulenta, tan americana… A Cecilia le trastornaba la perspectiva de residir allí. Era asombroso pensar en cuán rápida e insólitamente podía cambiar el curso de una vida, ¿no?

La visitante reflexionaba confusamente, ¡Qué extraño y qué terrible era aquello!

* * *

El encuentro con Pavel Suchaldin conturbó profundamente a Clark. Y una noche en que se sentía harto inquieto para poder conciliar el sueño, encaminó sus pies hacia la mansión de los Petrovsky. Quería satisfacer su curiosidad.

La casa, grande y majestuosa, se alzaba en una pequeña plaza aristocrática. Clark la examinó con interés.

¿Así que era aquello a lo que Marina aspiraba…? Cuatro pisos de granito, verjas de bronce y una puerta cochera. Desde luego eso valía mucho más que una choza en las soledades. Clark recordó cuán estrechamente se había apretado la joven contra su pecho durante la última visita que le hiciera en la celda y cómo él se había embriagado al aspirar su cálido aliento.

Ahora tenía cerca otra mujer, casi tan fragante, cálida y atrayente como la primera. Desde luego Cecilia era demasiado complicada. Podía considerársela una «déclassée». A Clark le recordaba un pájaro marino arrastrado por el vendaval, intentando incesantemente llegar a tierra. Era muy egoísta, pero no interesada. Su impulsividad y su total desdén de las consecuencias de lo que hacía distaban mucho de la cautela y timidez características de las personas calculadoras.

Tales pensamientos no eran buena receta para el insomnio y, con todo, Clark volvió repetidamente al parquecillo que se extendía frente a la elevada casa de piedra. Halló bajo los árboles un banco desde el que podía, acaso, contemplar la silueta de Marina recortándose sobre una ventana iluminada. Clark estaba seguro de reconocerla hasta por la sombra. Y no se trataba, no, de que ella despertase en él sentimiento alguno, porque su indiferencia era harto completa para eso.

Los criados de la vecindad, cuando salían a tomar un rato el aire, hablaban del caballero de elegante sombrero de copa, larga levita y calzones claros que solía permanecer sentado hasta muy tarde en un banco de la plaza, con las manos unidas sobre el puño de su bastón.

Ya Clark había despachado casi todos sus asuntas y tenía encargado billete para el viaje de regreso. Pasaba más tiempo que nunca con lady Cecilia y sin embargo no hacía esfuerzo alguno para alterar lo que era hasta entonces una amistad superficial. Cecilia ocupaba su mente y despertaba sus emociones, pero cuando la imaginaba seriamente como esposa, la sombra de otra mujer venía a obstruir la imagen. Las dos se entremezclaban y confundían. Y aquel torturante juego de doble visión persistió hasta que él perdió la paciencia y resolvió poner fin a todo.

Probablemente lo que más le preocupaba era que no acertaba a pensar sino en Marina Vorachilov, no en la princesa Petrovsky, a la que nunca había visto. Debía ser una persona muy diferente… Mas, puesto que el espejo mental de Clark estaba empañado, ¿por qué no limpiarlo inmediatamente? Así podría ver a Cecilia con mayor claridad.