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También sobrevino una apreciable excitación cuando atravesaron el vestíbulo del Hotel Occidental y se dirigieron a la Conserjería. El empleado los consideró tres extravagantes e indeseables clientes. Lanzó a Clark una mirada desaprobatoria y le manifestó que en todo el hotel no quedaba un solo cuarto libre. Luego reanudó su anterior ocupación de pulirse las uñas arrugó las narices y se volvió de espaldas dando a entender que la conversación había terminado.

—No pido un cuarto, sino una serie completa de ellos —informole ásperamente Clark—. La mayor que usted tenga. Y si no es bastante grande, agregará usted dos o tres más. Hasta pudiera ser que le hiciese construir habitaciones a mi gusto.

Surgió un murmullo entre quienes oyeron aquellas palabras. El empleadillo, ofendido ante tan absurda exageración, asumió un aire de poderosa importancia, arrugó las narices y se volvió de espaldas, dando a entender que la conversación había terminado.

—¿Quién es el director?

—El señor Jacob Stone —contestó el empleado, sin volverse.

—Dígale que venga —ordenó Clark con cortante voz.

El otro repuso con acritud, por encima del hombro:

—El hotel está lleno y el señor Stone anda muy ocupado y no puede acudir.

Clark lo asió por él hombro, le hizo dar una vuelta en redondo, introdujo los dedos en el cuello del individuo y de un tirón rasgó la pechera de su camisa almidonada. Rompiose la tela con un crujido que suscitó la atención de todos. Extendiendo la maltrecha pechera sobre el mostrador, Clark introdujo la pluma del hotel en el tintero y con floreada letra escribió sobre la blanca superficie: «Jonathan Clark, de Boston.»

Había en el vestíbulo otros empleados y clientes, y todos, molestos por aquel proceder, empezaron a emitir murmullos hostiles. Pero les hizo callar Greathouse diciendo con voz campanuda:

—Ya escribió el profeta David: «Los necios perecen por falta de sabiduría». Apartaos, ¡oh, jóvenes!, porque como el vinagre para los dientes y el humo para los ojos es aquel que a los otros ha sido enviado.

Se apoyó en el mostrador exhibiendo sus dos revólveres.

—Apuesto, hermanos —añadió—, a que el buen Jake Stone nos encontrará acomodo.

En aquel momento sobrevino aquel indignado ciudadano, con la obvia decisión de tomar decisiones expeditas. Pero su mirada fijose en el atuendo de Cottonmouth y la boca se le llenó de una saliva que hubo de tragar dificultosamente.

Sin darle tiempo a hablar, Clark dijo:

—Perdone mi tarjeta de visita. Ya me haré imprimir algunas a la primera oportunidad. Entre tanto asegure a su empleado que mañana le regalaré una docena de camisas nuevas. Pasemos a su despacho particular, señor.

Stone se halló sujeto por la mano del desconocido y obligado a ponerse en movimiento.

—Mi querido señor Clark —protestaba el hostelero un momento después—, la pasada semana hicimos imposibles para acomodar un grupo de extranjeros distinguidos. ¡Y ahora me solicita usted seis habitaciones!

—O más, si puede ser. Fije usted mismo el precio. Me propongo dar muchas reuniones, por lo que me convendría montar un bar privado y llenarlo de…

—No me comprende. Lo tenemos lleno todo, hasta los desvanes.

—Supongo que en gran parte será con tahúres y sus mujeres. Esa gente no contribuye a la reputación del hotel.

Mientras hablaba, Clark extrajo de sus pantalones de piel de foca un grueso rollo de billetes de Banco, de los que apartó cinco de mil dólares.

—Esto valdrá como garantía —dijo, poniendo la suma sobre la mesa de Stone—. En adelante pagaré cada semana por intermedio de mis banqueros, Cleghorn e Hijos.

Stone plegó los labios. En su rostro se pintaba una expresión de perplejidad.

—Hay huéspedes que…

—Pues desalójelos. Estreche más a sus otros clientes. Yo necesito un solo dormitorio. Los demás quiero que estén juntos, y a ser menester pagaré para que se echen abajo los tabiques. Convendría habilitar un tocador de señoras y colocar en él polvos para el rostro. Pero actúe de prisa, porque esta noche celebro una reunión. Y todas las demás noches también. Proporcióneme un mozo de mostrador y unos camareros. Las comidas, vinos y licores los dejo a su elección, siempre que sean de lo mejor que se encuentre.

Clark se levantó y extendió su mano morena y musculosa.

—Mucho aprecio su cortesía, señor —acrecentó—. Volveré dentro de dos horas.

—Haremos lo que se pueda —prometió inciertamente Stone.

—¡Espléndido!

Cotton Mather Greathouse habló por primera vez.

—Convendrá —opinó— agregar algunos buenos cantores y músicos con címbalos, salterios y arpas.

—¡Sí, música! —apoyó Clark—, Yo nunca olvido la música. Necesitamos, por supuesto, una orquesta.

—Que sea una orquesta de negros —sugirió el piloto—. Tengo muchas ganas de mover las piernas.

3

Una semana pasó Pavel Suchaldin intentando buscar medios de continuar, con sus acompañantes, viaje hasta Sitka. La condesa le aseguró que cualquier acomodo, por primitivo y fementido que fuera, sería bien venido, ya que la responsabilidad que pesaba sobre ella hacía intolerable toda dilación.

¿No se podía comprar un barco? Pavel movió negativamente la cabeza. Había, desde luego, buques a la venta, pero era imposible enrolar una tripulación. Tan pronto como una nave anclaba en la bahía de San Francisco, los marineros desembarcaban y corrían hacia los yacimientos de oro. Por supuesto, no todos llegaban a sus destinos, porque muchos eran interrumpidos en su camino por mujeres de vida airada que les llevaban a las casas de mal vivir más próximas. Una vez dentro, pocos de aquellos marineros salían de allí en sus sentidos cabales, porque los barcos que se hacían a la mar necesitaban tan urgentemente completar sus dotaciones, que no vacilaban en apelar al alistamiento forzoso. Afortunado era el desertor que no despertaba al día siguiente sin un centavo y otra vez a bordo, esta vez quizá rumbo a Oriente.

Todo esto explicó Pavel a la condesa. Añadió que él era completamente incapaz de capitanear un buque o sobreponerse a una turba de marineros amotinados. Y con ello la condesa se sentía cada vez más irritada de la evidente incompetencia de su compañero.

Cierta tarde, hallándose en el vestíbulo, el ruso entreoyó unas palabras que le hicieron prestar atención. Acababa de llegar de la América Rusa un barco peletero y su comandante se hospedaba en el hotel. Pavel subió las escaleras para verlo.

Los varios cuartos que Clark había tomado o, mejor dicho, hecho desalojar, estaban en confusión. Bajo la dirección personal de Jacob Stone los empleados sacaban y metían muebles, e instalaban mesas y un mostrador. Los carpinteros eliminaban biombos; adornábanse paredes y techos, y montones de platos y cristalería estaban a la sazón siendo desempaquetados.

Suchaldin contempló la escena con asombro. Luego, notando que nadie reparaba en él, preguntó dónde se hallaba el capitán Clark. Le señalaron un aposento al fondo. De allí entraban y salían a la sazón otros atareados individuos.

El capitán, en calzones y camisa, se sentaba en un butacón. Tenía la faz enjabonada y un barbero se inclinaba sobre él. Un tendero rodeado de pilas de cajas de cartón se ocupaba en probarle zapatos que convinieran a sus anchos pies. De vez en cuando el marino se levantaba y daba unas vueltas por la estancia para ver si le sentaba bien el calzado. En esos momentos otros dependientes de comercio exhibían camisas, ropa interior, sombreros y cinturones, sometiéndolos a la aprobación del cliente. Una docena o más de costosos trajes se hallaban diseminados por la habitación y un sastre, sentado, con las piernas cruzadas, en la mesa de caoba del centro de la estancia, cosía presurosamente.