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—Ciertamente. ¿Le parece curioso? Antaño no tenía nada, salvo un corazón rebosante de amor. Y ahora —y con un ademán señaló lo que les rodeaba— tengo todo lo que deseo. Hubiese dado mi vida por la princesa, pero con sólo eso no tenía bastante.

—¡Grandísimo idiota! ¿Piensa que fue Iván Vorachilov quien le hizo tan poderoso? ¿O Petrovsky? ¿O se atribuye el mérito a sí mismo? La princesa se burlaría si le oyera. ¡Un corazón rebosante de amor! ¿Qué sabe usted lo que son el amor ni los sacrificios? ¡Dar la vida no es nada, puesto que en un momento se pierde. Pero Marina le ha dado, a usted el cuerpo y el alma! ¡Y los ha dado, no a un hombre, sino a una bestia!

—Marina sabía muy bien lo que hacía. Debía constarle que los príncipes compran a sus mujeres, y usualmente las pagan con moneda falsa. Ésa siempre ha sido la tónica de su vida.

—Desde luego que lo sabía. Y ése fue el precio que pagó por su vida. ¡Por la vida de Jonathan el Gigante! Marina obligó a hacer a aquellos dos hombres todo lo que ella deseaba y…

—Espere.

Clark apoyó las manos con fuerza sobre los hombros de la mujer. Sentía un tremendo impulso de zarandearla.

—Hable. Sugiere usted algo increíble, terrible…

¿Comienza a despertar a la realidad, eh? Para eso he venido aquí: para quitarle de los ojos la venda de orgullo y error que se los cubre.

—Quiero saber la verdad —repuso Clark.

Cerró los párpados y se dijo:

—¡Dios mío! ¿Será verdad?

—Puede averiguar todo esto por Marina si ella consiente en decirlo. Presumo que lo hará, porque en estos momentos no tiene más voluntad que cuando, para atraerle, se vistió y se pintó como una ramera. Incluso ha venido a visitarlo aquí.

—¿Aquí?

—Y fue recibido por otra mujer. Por la última de la lista. Eso debió convencerla de que sólo se complace usted en la sociedad de las malas pécoras. Mas ella sigue creyendo en su decencia y su honor. ¡Me pone frenética oírla! Y voy a decirle algo más que usted no creerá: Marina es pobre. Una mendiga. No tenemos nada. Petrovsky se gastó todo el dinero en mujeres como las que usted trata. Ella le dio su gran fortuna como le dio su gran talento y su exquisita belleza, a cambio de que usted saliera de la cárcel y pudiera abrirse camino en el mundo.

Clark no pudo oír más, porque salió de la habitación a la carrera.

Poco después lo siguió la señora Selanova. Cecilia emergió de su escondite. Tenía una expresión aterrorizada en sus ojos muy abiertos. Y se fue, sollozando apagadamente, como una niña perdida en la oscuridad de la noche.

Clark corrió a lo largo de las desiertas calles como

un hombre perseguido. Al llegar a la mansión granítica de la plaza, empuñó primero el llamador de bronce, empujó luego la puerta y al fin golpeó los batientes con el puño.

Cuando se abrieron al fin, Clark empujó a un lado al asombrado lacayo que le abrió, y entró gritando con voz que resonó en toda la casa:

—¡Yo soy Jonathan Clark, de Boston! La señora me espera.

Penetró en una sala de recibo de alto techo, iluminada por candelabros de cristal. Arrancaba de allí una ancha escalinata curva y a mitad de ella una esbelta figura vestida de negro permanecía inmóvil. Era Marina. Resultaba más alta y más frágil de lo que él esperara y más encantadora que cuanto cualquier mujer pudiera ser. Con una mano se oprimía el pecho y con la otra se aferraba fuertemente a la baranda. Dijérase que las fuerzas la habían abandonado al llegar a aquel escalón.

Tras un momento de suspensión, Marina tendió los brazos a Clark y le dijo:

—Sí, Jonathan. Siempre te he esperado.

El corrió hacia Marina. Parecióle no levantar peso alguno cuando la tomó en sus brazos.

Los dos estaban sentados juntos. Marina hablaba. Clark apoyaba la cabeza entre las manos. Cuando la princesa hubo terminado, él dijo roncamente:

—-¡Soy un necio! ¡Un ciego, obstinado y disparatado necio! ¿Me perdonas?

—¿Qué te voy a perdonar? También yo obré neciamente por dudar de ti. Es equivocado obrar con la cabeza cuando el corazón dice que no.

—Me ha parecido en estos días balancearme sobre un abismo. Sentía verdaderos vértigos.

Un leve estremecimiento recorrió el cuerpo de Clark. Tras un momento continuó:

—Nunca podré compensar tu sacrificio ni conseguir tu perdón; pero desde mañana lo ensayaré.

—Sí. Nuestro mañana vendrá pronto. Y lo olvidaré todo. Y puedo soportar la espera porque entre tanto me cantará el corazón dentro del pecho.

Clark levantó la cabeza.

—Nuestro mañana empieza hoy. ¡Ahora! ¿Crees que voy a dejarte ni que pienso volver solo a mi país?

Notando la expresión de asombro de Marina, se levantó

—Ya, ya comprendo. Tu esposo ha muerto hace pocos meses ¿Qué dirían las gentes si te casaras conmigo? ¡Al infierno con eso! Tu luto no empezó al morir el príncipe: terminó entonces. Y si esta noche él viviese y estuviera aquí, no dejaría yo tampoco de llevarte conmigo. Ya has sufrido bastante. No mereces sufrir más.

Hablaba con el rostro encendido, moviéndose sin cesar nerviosamente.

—Me voy a la guerra, sí, pero necesito llevarme conmigo una mujer que me atienda.

—He esperado tanto, Jonathan, que bien puedo seguir esperando.

—¡No! —insistió él casi a voces—. Hay tiempo para casarnos. Si logro encontrar un sacerdote que bendiga la ceremonia, nos casaremos, pero, soltera o casada, tú embarcarás conmigo.

Se oyó ruido fuera. Clark, volviéndose, divisó a la señora Selanova parada en el ancho umbral. La mujer dirigiose a Marina en tono que él nunca la había oído usar.

—No te preocupes, querida. Hay tiempo, en efecto, y tu equipaje quedará hecho muy pronto.

Clark se dirigió velozmente a la anciana, le tomó las manos y se las besó.

—Le debo el pasado a Marina y el futuro se lo deberé a usted. Marina es preciosa para mí. Habré de dejarla sola por algún tiempo. Usted y los demás que la aman, ¿querrán acompañarla a América?

—¿A la bella América? —dijo la señora Selanova, radiante—. No tenemos otra intención.

Empezaban a apuntar las primeras luces del alba, y en la casa sentíanse ya rumores. Marina levantó la cabeza que apoyaba en el hombro de Clark, y dijo:

—¿De modo que te propones poseer Alaska? ¡Qué grande te has tornado, Jonathan¡

Clark miró a Marina a los ojos, sonrió y movió negativamente la cabeza.

—¿Para qué voy a proponerme poseer un continente —dijo—, si teniéndote a ti tengo todo el mundo en mis manos?

REX ELLINGWOOD BEACH (Atwood, Michigan, 1 de septiembre de 1877 – 7 de diciembre de 1949) fue un novelista, dramaturgo y waterpolista estadounidense.

Emprendió estudios de Derecho en Chicago a finales del siglo XIX, que abandonó para dirigirse a Alaska, atraído por la fiebre del oro de Klondike.

En 1904 formó parte del equipo estadounidense que ganó la medalla de plata en la competición de waterpolo de los Juegos Olímpicos de Saint Louis. En 1905, influenciado por la obra de Jack London, empezó a escribir novelas de aventuras, ambientadas en el Gran Norte. Una de sus novelas, The Spoilers, publicada en 1906, se basa en la historia real de un grupo de miembros del gobierno de Estados Unidos que quiere apropiarse de las minas de oro. Fue adaptada al cine en cinco ocasiones entre 1914 y 1955.

Algunas novelas posteriores de Beach pertenecen al género de aventuras y otras al western. Algunos de sus cuentos fueron adaptados al teatro.

En 1949, dos años después de la muerte de su esposa, Edith, se suicidó de un disparo en su casa de Sebring, Florida.