El creador de aquel caos estaba, pues, a la sazón, siendo afeitado, calzado y vestido, todo de un golpe.
En un inglés lento, pero preciso, el visitante se disculpó por su intrusión y luego explicó sus motivos para ella. Clark volvió la cabeza a fin de mirarlo y habló entre una nube de espuma de jabón.
—¡Por todos los infiernos! Yo acabo de llegar ahora mismo de Alaska.
Pavel comenzó a explicar que la condesa Vorachilov se hallaba en un brete que distaba mucho de ser común. Clark lo interrumpió:
—¿Condesa? ¿Una condesa verdadera?
—Sí. Y pariente muy cercana del gobernador de la América Rusa.
El oyente exhaló un gruñido, probablemente atribuible a la torpeza del peluquero.
Pavel siguió:
—Su Excelencia apreciaría mucho cuanto se hiciera por nosotros y puedo garantizar en su nombre una calurosa acogida y una liberal recompensa.
Esta vez el barbero hubo de apartar la navaja, porque Clark estalló repentinamente en una carcajada.
—-Tengo para mí que ambas cosas serían harto calurosas y liberales. Al gobernador le agradaría verme allí por tiempo indefinido… ¿No comprende, amigo, que acabo de retornar de un largo viaje y ansió gozar de las satisfacciones en que he soñado? Esta noche doy una recepción y…
Se interrumpió para dirigirse a uno de los horteras.
—Escoja media docena de corbatas que hagan juego con cada uno de esos trajes —ordenó.
Volviose a Pavel y continuó su razonamiento.
—Presente mis cumplidos a la señora condesa de No Sé Qué Cuantos e invítela a asistir a mi fiesta. Aquí no somos exclusivistas, y ella tendrá la oportunidad de conocer una cosa sin duda muy ajena a ella: el nacimiento de un nuevo orden social. Si es joven y bonita, bien cabe que pudiera convencerme de hacer el tonto por ella, como ahora lo estoy haciéndolo por mí mismo. Mas si ella es demasiado aristocrática para querer tratar con desconocidos, venga usted y conocerá a muchos individuos que no son tan exigentes. Por mi parte no conozco a ninguno.
Levantose para hundir los pies en otro par de botas y gritó:
—¡Socorro! ¡He metido los pies en una trampa para osos! Quítenmela antes de que empiece a roer la cadena.
Volviose al butacón y ordenó al barbero que se apresurara.
El asombrado ruso se retiró, convencido de que la condesa Vorachilov había calibrado con acierto a los norteamericanos. Vibraba en ellos un morbo de locura.
* * *
La reunión de Clark estaba, en todo su apogeo, pero su estruendo aumentaba muy poco el que nocturnamente solía reinar dentro y fuera del hotel, porque San Francisco no se despertaba y estiraba los miembros hasta poco antes de media noche. Los huéspedes del Occidental, gente de por sí ruidosa y bullanguera, estaban habituados a toda clase de diversiones.
Para la Condesa Vorachilov aquello constituía un manicomio, una indecencia, una cosa que le aconsejó retirarse temprano aj lecho, cerrando las ventanas para alejar el sonido de la orquesta de Clark. Afirmó que la música de los negros americanos era tan bárbara como las costumbres de aquellos grotescos buscadores de fortuna californianos.
Empero, Marina Selanova encontraba cierto aliciente en aquella afanosa actividad. Advertía el furioso ritmo al que vivían aquellas personas y ello alejaba el sueño de sus párpados. Había gracia y melodía en el son de los banjos y las guitarras, y eso producía a Marina excitación acrecentada por los gritos y risas que interrumpían los números musicales. Era una mujer joven y llena de energía, y la llenaba un insaciable apetito de vivir.
Pavel Suchaldin, que volvía de recibir a un visitante en el vestíbulo, entró en el saloncito de los Vorachilov en el preciso momento en que Marina, ante una ventana abierta, pirueteaba al compás de la música de un vals distante.
Señalando con la cabeza en la dirección de donde la música procedía, Suchaldin manifestó:
-—Parece que se celebra una fiesta en la que todos son bien acogidos. Algo así como las nuestras de la recolección. Los hombres que retornan de las minas emplean este sistema para propagar su buena fortuna, según se me ha explicado.
—¿Qué dijo el individuo a quien hablaste a propósito de la petición de la condesa?
—Me encargó que le transmitiese sus cumplidos. Añadió que si era ella lo suficiente joven y bonita sería capaz de hacer el tonto por ella como ahora lo hace por sí solo. Confío en que tú no repetirás a…
—Sería yo capaz de conseguir que hiciera el tonto ese hombre?
Pavel alzó una mano prohibitoria.
—¡Hija! No pienses en eso siquiera. Ese tipo es… un excéntrico. Nunca he visto un hombre semejante. ¿No hemos sufrido ya bastantes complicaciones a causa de tu juventud y tu belleza?
—Sí, pero el tal capitán podría consentir en llevarnos a Sitka. Esa es nuestra única esperanza. Vamos. ¡Merece la pena probar!
Abrió la puerta y Pavel, entre vivas protestas, la siguió hasta el vestíbulo.
Se habían expedido invitaciones a las gentes de alguna notabilidad, con la característica campechanía fronteriza. Los botones del hotel habían hecho correr la voz de que Jonathan Clark, el Hombre de Boston, celebraba su regreso de un viaje afortunado y deseaba invitar aquella noche a todas las mujeres bonitas que tuviesen traje de gala y quisieran complacerle con su presencia. Nadie las impediría llevar acompañantes.
Se trataba de una invitación tendente a atraer a las jóvenes a quienes Clark deseaba conocer, y había veintenas de ellas que habitaban o frecuentaban el Occidental, Jonathan Clark era un tipo fabuloso y digno de ser conocido. El hablar de traje de gala indicaba que el asunto se reducía a un círculo distinguido.
El propio invitador resultó muy diverso a como lo habían visto o imaginado. Ciertamente no se parecía al vagabundo, con blusa cosaca y pantalones de piel, que tanta impresión causara durante el día. Se había transformado, como por arte de magia, en un hombre pulido y elegante. Era cortés, encantador, y su acento bostoniano daba a sus palabras una distinción excepcional en aquel país de robustas individualidades físicas. Más de una beldad respiró aliviada al comprobar que aquel no era el tipo de hombre que manosea a una mujer después de tomar la primera copa con ella. Clark era, por lo contrario, un caballero y muy refinado además.
Los acompañantes de las mujeres se sintieron igualmente sorprendidos. ¡Aquél era el célebre lobo del mar del Pacífico del Norte, y el que le acompañaba era su notorio primer piloto, Cotton Mather Greathouse!
Clark había hecho las cosas en grande. Sus habitaciones estaban alegremente adornadas con papel de colores y oropeles de Navidad. Ramilletes de flores y palmeras en macetas estaban adecuadamente distribuidos. Mozos de mostrador vestidos de blanco servían toda clase de bebidas, y diligentes camareros se apresuraban a llenar los vasos vacíos, o a substituir los empezados por otros nuevos en, cuanto los clientes volvían la cabeza. Y en fin, el muy truhán de Clark podría ser un mentecato, pero soportaba la bebida bien y en el mismo caso estaba su compañero de piraterías.
Cottonmouth, vestido con un traje negro y una camisa impecable, bebía con cuantos llegaban y bailaba todas las danzas generales con la agilidad de un derviche. Cuando no, solía tener un par de mujeres sobre las rodillas.
Ya el lugar estaba lleno. Clark se divertía de lo lindo, cuando a través de una rosada neblina, divisó una recién llegada, una muchacha tan candorosa, tan encantadora, que su primer impulso le hizo dirigirse hacia ella. La joven acababa de entrar y contemplaba la orgía como si se tratase de algo completamente desconocido para ella.
Le ciñó el talle y, venciendo su resistencia, la hizo unirse a los demás bailarines, que a la sazón danzaban un vals.
—Soy Jonathan Clark —afirmó para acallar las protestas de la muchacha—. Bienvenida sea a mi reunión.
Ella echó la cabeza hacia atrás y lo miró con curiosidad.
—¿Es usted el extravagante capitán de marina que invita a beber y a bailar a todo San Francisco?