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—No soy tan extravagante —repuso él, algo picado. —Pero dígame, ¿es usted tan hermosa como me parece o me he emborrachado de súbito?

Ella, dirigiendo a su alrededor una rápida mirada por encima del hombro, manifestó:

—No he venido a bailar. He venido a hablar con usted.

—¡Pero si baila usted a las mil maravillas. Y me parece que le agrada el baile. Así, bien advierto que no estoy bebido. Es usted bella. Baile sólo conmigo y con nadie más, ¿quiere?

—¿Por qué? Hay aquí muchas otras mujeres, y las encuentro muy elegantes y magníficamente vestidas.

A Clark le agradaba la manera de hablar de la muchacha, el timbre de su voz… Era evidentemente una extranjera.

—Lo mismo —admitió— pensaba yo hasta hace un momento. Pero luego la he visto y no sé qué me ha pasado en la cabeza.

—Presumo que dirá usted lo mismo a todas. Yo conozco pocos capitanes de barco, pero a ninguno como usted Casi me hace usted recordar a nuestros oficiales rusos. Tan galante y tan…

—¿Es usted rusa?

—¡Naturalmente! Acabamos de llegar de San Petersburgo.

Clark dejó de bailar, pero siguió reteniendo a la joven entre sus brazos.

—¿Acaso es usted la condesa?

—¡Oh, no! —exclamó Marina apresuradamente^-. Soy sólo su compañera y amiga. La condesa es una mujer distinguida. Yo, en cambio, soy una pobre muchacha de provincias. La condesa habla francés, pero no pronuncia bien el inglés. ¿Comprende?

Sonrió. Clark le devolvió la sonrisa.

—Pues me alegro.

—¿De qué?

—De esto: yo no sabría comportarme adecuadamente con una condesa. Ignoraría la manera de hacerle el amor.

Marina, súbitamente agitada, respondió:

—Pavel le ha hablado de que nos lleve usted a Sitka en su buque. ¿Lo hará?

Clark denegó con un movimiento de cabeza.

—¿Por qué? -—insistió la muchacha—. La condesa le pagará cuanto le pida. Indicó usted que, si ella era joven y bonita, usted podía consentir en acceder a lo que le pidiese. Eso fue un acto de audacia. Pero ustedes, los americanos, lo toman todo a broma. La condesa no es joven, y por eso vine yo… para substituirla. Y para implorarle este favor.

Y concluyó su presurosa explicación con una mirada de auténtica súplica.

Clark había besado a más de una muchacha en el curso de sus coqueteos de aquella noche. Y esta vez besó a Marina en la boca.

Cuando sus manos la soltaron, observó que la rusa se había tornado lívida de furia. Sus senos palpitaban tumultuosamente. Miró a Clark y sus mejillas se colorearon.

—Si Pavel ha visto esto, lo matara —dijo con voz apagada, pero tensa.

—¿Es su marido ese Pavel?

Marina miró con desdén a su interlocutor y frunció los labios.

—¿No respeta usted más que a los maridos airados? Pavel me dijo que esto era… una fiesta familiar americana al estilo de las nuestras de la recolección de las mieses. Ea, me voy.

Clark le cerró el paso.

—¡Espere! Ese hombre no es ningún necio. De sobra debía saber qué clase de reunión era esta. Y usted debiera saberlo también.

—¿Por qué había de saberlo? Las costumbres americanas me son desconocidas.

Clark cerró los ojos y movió la cabeza. Dijérase que deseaba aclararse el entendimiento. Cuando habló lo hizo con voz alterada.

—Estoy beodo, señorita. Mucho siento lo hecho, pero si usted conociese las costumbres californianas quizá comprendiera usted que yo no soy quien ha podido suponerse. Acaso usted me disculpara si supiera…

Hizo un esfuerzo para sobreponerse.

—No tengo costumbre de presentar excusas, como puede usted inferir de las tonterías que estoy diciendo. Por su aspecto debí comprender que ignoraba usted en qué compañía se hallaba. Es usted una flor blanca caída en el fango…

Sus palabras se tornaron más bruscas.

—De todos modos, usted consintió en acudir. ¡Maldición! Dos años he llevado en el infierno, anhelando dar y recibir besos. Está usted encantadora, más que otra cualquiera de las demás mujeres presentes, y tanto, que me ha hecho perder la cabeza. Y nunca ciertamente contaba quedarme sin ella en honor de una rusa.

Agregó, casi a gritos:

— ¡Cuando yo me estaba divirtiendo ha venido usted a interrumpir mi alegría! Váyase. ¡Sí, váyase con sus amigos y déjeme con los míos! Ellos son los únicos que tengo derecho a tratar, y aun son demasiado buenas para mí.

Concluyó:

—Mañana, cuando me encuentre lo bastante sobrio para sostenerme sobre las piernas, iré a presentar mis cumplidos a la Condesa No Sé Cuantos y mis más abyectas excusas a usted.

—¡No diga nada a mi tía! —exclamó Marina—. He actuado por espontáneo impulso, como usted mismo comprenderá. Todo se ha debido a…, ¡al vino! Explicaciones, excusas y cumplidos a la condesa no harían sino empeorar las cosas. Porque ella…

Clark miró fijamente a la joven.

—Muy bien. Pero conste que nada se ha debido al vino. Y dudo mucho de lograr embriagarme lo suficiente para olvidar ya nunca sus labios.

Deslizó la mano de la joven debajo de su brazo y la acompañó a través del gentío.

Ya en la puerta se inclinó profundamente ante Marina y estrechó la mano de Suchaldin.

—Muy amable ha sido —dijo— el que ustedes honrasen la fiesta de un marino con ocasión de su retorno, aunque tan corto rato hayan pasado aquí.

Un momento después Pavel preguntó :

—¿Por qué nos marchamos tan pronto? Las vituallas son excelentes. Y las gentes interesantes.

—Cuando Clark descubrió que yo no era como las demás mujeres de la concurrencia, me rogó que saliese.

—Eso ha sido muy considerado por su parte. Mas ¿le has hablado de Sitka? ¿Te ha hecho alguna promesa?

—No lo sé.

Pavel no había visto nunca tan conturbada a su compañera.

—Ese hombre —siguió Marina— es una persona extraordinaria. Es capaz de hacer cualquier cosa. Pero no me agradaría viajar en su buque.

4

El «Hermana Peregrina» había descargado ya sus valiosos fondos. Y a la sazón, con la excepción del primer piloto, toda la tripulación se hallaba congregada en la cámara del capitán. Jonathan Clark no mostraba la menor huella de sus disipaciones de la noche pasada. Se sentaba a la cabecera de la mesa, sobre la que yacían su gris sombrero de copa y su bastón.

-—Amigos —empezó—, nuestro viaje ha terminado y cada uno ha de recibir su parte en nuestros mal ganados provechos. El dinero está a nuestro nombre en la Banca Cleghorn e Hijos.

Hizo una pausa y agregó:

-—Y ahora, ¿quién desea volver a embarcar conmigo?

Un coro de veinte gargantas respondió:

—¡Yo, yo!

—¡Cuenta conmigo!

—¡Todos queremos embarcar contigo, Jonathan!

Un hombre de barba canosa, manifestó:

—Contigo se gana más que a bordo de un ballenero y los riesgos son mucho mayores. También vale más acompañarte que bordear los Grandes Bancos en invierno o dedicarse a cortar leña en los bosques del Maine.

Aquella tripulación de Clark difería de todas las demás de los buques contrabandistas de pieles. Y difería en que todos sus tripulantes, excepto el aleutiano Ogeechuk, procedían de Nueva Inglaterra. Eran gente atrevida y muy pagada de sí misma. Algunos de edad madura, representaban tener hábitos morigerados; y ninguno parecía ganarse la vida en una profesión ilícita.

—Pues entonces sigamos juntos —propuso el juvenil capitán Clark—. Aunque ello costará algún trabajo, porque todos tenéis dinero y ganas de gastarlo. A mí me pasa lo mismo. San Francisco no es lugar seguro para un marinero con sus pagas en el bolsillo. ¡Silas Atwater!

—Presente, capitán.

—Tú y Calvino Strong sois hombres casados. Conviene que atendáis al bienestar de vuestras mujeres e hijos.