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-—Ya nos proponemos hacerlo, Jonathan.

—Los demás no tenéis obligaciones que me afecten en nada, pero, si siguieseis mi consejo, sólo sacaríais cada día una cantidad suficiente para satisfacer vuestros apetitos, fuesen los que fueren. Sois más ricos que nunca lo habéis sido y ésa es una situación peligrosa para cualquiera. Por otra parte, siendo así que me falta el valor moral necesario para ahorrar mi dinero, ¿cómo voy a pediros que vosotros lo ahorréis? Por ello contaba que vuestro capellán nos dirigiera una breve homilía previniéndonos contra los males de la disipación.

Y Clark añadió:

—Bien, el caso es que nuestro protestante pastor está en lucha con una ligera resaca de las disipaciones, la bebida y las mujeres.

Estalló una carcajada y del diminuto camarote del primer piloto llegó un gruñido. La sonrisa de Clark se acentuó.

—¡Pobre Cottonmouth! —comentó—. Su carne está presta a todo, pero le falta el ánimo. Tiene los viles instintos de los rufianes, mas un exceso de piedad adquirida en sus primeros años le ha privado de la fuerza moral necesaria para cumplirlos enteramente.

Y ahora, puesto que se halla, diremos, con licencia sabática, voy a ocupar su púlpito por un momento. Y mi consejo es éste: armad cuantas trifulcas queráis en los barrios altos de la ciudad, donde el whisky es mejor y la compañía tan mala como en la parte baja. Los establecimientos de la ribera son antros dirigidos por criminales. En ellos nació y se practica la recluta forzosa de marineros. La costumbre es verter láudano en las bebidas, o asestar en el cerebro un golpe capaz de hacer ver las estrellas. Tras ello uno se encuentra, al siguiente día, navegando con rumbo a la China.

«Cuando tengáis conflictos, como indudablemente los tendréis, enviadme aviso al Occidental y yo pro curaré sacaros del atasco. Pero no procedáis con demasiada imprudencia, porque hay necios de nuestra profesión que se balancean, por menos, en las horcas rusas.

Clark se levantó, tomó bastón y sombrero y ascendió la escalerilla.

En el muelle parose para admirar el «Hermana Peregrina». Le emocionó y llenó de orgullo, como siempre, el contemplar las líneas netas y audaces del casco y los altísimos mástiles, que indicaban el insólito velamen de la nave. Aquel buque podía constituir motivo de jactancia para cualquier marino.

Procurando no atender excepcionalmente las expresiones de sorpresa o mofa que suscitaba en la gente su galano atuendo, anduvo a lo largo de la costa en busca de uno de los «antros» contra los que había prevenido a sus hombres.

Parose ante una muestra que rezaba:

«Casa de Juan Sincero».

Aquél era quizá el lugar más conocido de toda la ribera. Clark empujó las puertas enrejadas y, pisando el suelo cubierto de serrín, se acercó al mostrador, tras el que campeaba un hombre de enorme cintura.

El lugar, amplio y bajo de techo, despedía acres olores. A aquella hora del día hubiera estado desierto, de no ser por la presencia de cuatro hombres que arrastraban una pesada borrachera. Había también dos rollizas mujeres.

La entrada de Clark produjo cierta impresión. Uno de los hombres hizo un comentario a media voz y las mujeres se interesaron.

Clark, con un floreo del bastón, les señaló el mostrador.

—¿Quieren beber conmigo?

Entre murmullos de agradecimiento todos se levantaron y rodearon a Clark, que ya se había instalado ante el mostrador. Todos lo miraban descaradamente en el espejo que ante ellos había.

—¿Qué van a tomar? —preguntó el hombre gordo.

—Estos señores lo que quieran. Beba usted también. En cuanto a mí, lo mismo, y de la misma botella.

Aquella era una sorprendente novedad. El tabernero frunció el entrecejo.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó con voz lenta.

—Nada, bromeaba. Lo bueno para usted será bastante bueno para mí.

Clark miró con aparente indiferencia a sus compañeros y todo lo demás que le rodeaba. Cuando se sirvieron los vasos, alzó el suyo con amplio ademán.

Pagó la ronda sacando un fajo de billetes que hizo al corpulento propietario sentirse más efusivo y exclamó:

—Me llamo Juan Sincero Brennan. Y como no se puede bailar sobre una sola pierna, las próximas copas las paga la casa.

—No, gracias. No he hecho más que entrar para conocerles. Yo soy Jonathan Clark, de Boston.

Se produjo cierto revuelo. Clark Continuó:

—Tengo en mi tripulación veinte marineros y todos me serán precisos para hacerme a la mar.

Callose y miró fijamente a Brennan.

—Y como me son precisos los tendré. ¿Entiende?

El rostro de Brennan enrojeció poco a poco. Luego, significativamente, el hombre inquirió:

—¿Qué quiere darme a entender con eso, señor Jonathan Clark de Boston?

—Una cosa muy clara —repuso Clark.

Y apoyó su bastón en el vientre del hombre grueso, como si quisiera empalarlo. Sosteniendo el bastón en tal postura, continuó:

—Si usted o cualquiera de su puerca banda, o de otras, pone mano sobre uno de mis hombres, yo lo mataré a usted. No a los demás. ¡A usted!

Subrayó las últimas palabras con un empujón de la contera, lo cual arrancó un gemido a su víctima. Luego se volvió y miró a los demás con fría malevolencia.

—Pueden ustedes —añadió— transmitir estas noticias a la demás gentuza.

Púsose el bastón bajo el brazo y contempló durante un rato a los presentes mientras se calzaba un par de guantes de color. Tras esto, se miró al espejo, se rectificó la posición del sombrero y se encaminó, sin prisa, hacia la puerta.

Hizo unas cuantas visitas semejantes hasta que el mucho apetito le impelió a dirigirse al hotel. Después de comer abundantemente completó las disposiciones necesarias para su recepción de la noche, y luego ascendió las escaleras del Occidental, proponiéndose visitar a la condesa Vorachilov.

Llevaba entre los brazos dos grandes ramilletes de rosas.

Pensaba que debía ser una curiosa experiencia conocer a una mujer de la aristocracia, particularmente cuando se trataba de una pariente del gobernador de la América Rusa.

Circulaban en California abundantes historias acerca de Sitka, la capital de aquel lejano dominio. En sus viajes al septentrión había Clark escuchado otras referencias suficientes para interesar a un aventurero de su clase. Los moscovitas gustaban de vivir bien y de que vivieran todas sus mujeres. Tanto era así que los beneficios del comercio de pieles habían rápidamente aminorado. Los colonos llevaban una vida alegre, descuidada, extravagante… Al menos tal se decía. Las distinciones de clase eran muy rígidas y se observaba en gran parte mucha de la pompa y ceremonial de los círculos cortesanos y eclesiásticos de Rusia. Oficiales del ejército y la armada imperiales ofrecían frecuentes recepciones en sus casas y los enviadas personales del Zar, como el general Vorachilov, frecuentemente presidían espléndidas fiestas y magníficos bailes en la ciudadela construida por Baranov, el férreo gobernador de los primeros días.

Brillantes y coloridas eran aquellas ocasiones. Centelleaban las charreteras de oro, las anchas cintas y las condecoraciones de los hombres, así como las joyas y los elegantes vestidos de las mujeres. Éstas procuraban usar las últimas modas europeas y, como consecuencia, Sitka se había afamado por sus beldades de blancos hombros tanto como por las campanas fabricadas en sus fundiciones. ¡Dulces campanitas de misión, que luego resonaban en la mitad de los templos de Hispanoamérica!

También, sin duda, sería una curiosa experiencia para la condesa Vorachilov conocer a un americano, pirata de pieles. ¡Un ladrón del mar con los brazos cargados de rosas!

¿Qué diría la condesa si supiese quién era él en realidad y el precio que el general Vorachilov había puesto a su cabeza?

Clark sonrió al pensarlo. Pero estaba dispuesto a contarlo si la dama se mostraba altanera.

Empero, no procedería así con Marina Selanove antes de mostrarle que él no era el rústico que ella podía pensar. Anoche —díjose Clark— se había conducido malamente y lo avergonzaba la idea de haber puesto a la joven en contacto con mujeres de vida turbia.