En eso, Clark era muy estricto. Acaso lo debiese a su sangre neoinglesa, que le hacía sentirse un rígido sostenedor de su ascendencia puritana. En cualquier caso Clark se adhería pueril e inconscientemente a la idea de que en el mundo existían dos clases de mujeres: aquéllas con las que los hombres se casaban y aquéllas con las que se divertían, si los hombres tenían ganas de divertirse. De las primeras, Jonathan tenía muy poco conocimiento, pero de las segundas, gracias a los cielos, tenía el bastante para tratar con ellas como lo que eran. Sin causarle daño alguno, podían portarse con él como muchachas muy amables.
A su llamada a la puerta respondió el cortés Pavel Suchaldin. La condesa había salido con su acompañante. Si el capitán deseaba esperar…,
Advirtiendo la presencia de Marina Selanova, el capitán manifestó que con mucho gusto aguardaría…
Al ver las rosas, la joven lanzó una exclamación de placer, y cuando él se las entregó, Marina enterró su semblante en ellas.
—Tanto tiempo llevamos viajando —explicó— que se me había olvidado que en el mundo hubiera flores. Porque aquí no hay más que fango, fealdad y ruido.
—Y oro.
—Sí, oro —respondió ella—. Pero no belleza y dulzura.
Estando usted aquí y mirándome a los ojos, ¿cómo puede usted sostener eso?
Y Clark se volvió a Suchaldin para que él corroborara sus palabras. El ruso permitió que una sonrisa suavizase la gravedad de su faz. La muchacha hizo un mohín.
El cumplido de Clark, o la forma en que lo realizó, pareciera disminuir un tanto las barreras de la mutua reserva que reinara hasta entonces. El visitante se sintió más dueño de sí.
A la sazón advertía que Marina era todavía más encantadora que cuanto se lo pareciera la noche anterior. O quizá su encanto le era tan poco familiar, que a cada nuevo contacto con ella, su atractivo crecía ante sus ojos. Porque Clark casi había olvidado muchas cosas: la cultura de Marina, su inconsciente dominio de sí misma, su refinamiento…
Marina tenía el cabello casi negro y tan fino que se rebelaba a toda constricción. Sus ojos eran pardos y límpidos como los de una gacela. La nieve de Alaska no era más blanca que su piel. ¡Cuán flexible y esbelta la habría sentido Clark entre sus brazos! El sencillo vestido que llevaba la joven no lograba disimular el encanto de su figura.
Clark se moría de deseos de informarse de algo acerca de aquellas gentes, pero a su curiosidad excedía la de la joven. En pocas palabras, el capitán dio una corta y discreta reseña de su personalidad. Se dedicaba, dijo, al comercio de pieles y acababa de retornar de un viaje largo y arduo, pero provechoso.
Añadió que ningún asunto especial lo había llevado a Sitka. Poca idea podía dar de tal lugar a la joven, salvo que se alzaba en el fondo de una bellísima bahía salpicada de islas. La rodeaban verdes selvas y le servían de fondo majestuosas montañas, cuyas cimas estaban cubiertas de nieves perpetuas. Hasta que surgió la ciudad de San Francisco, enloquecida por la fiebre del oro, aquel puerto alaskeño había sido, durante generaciones enteras, el principal de la costa septentrional de América:
—Veo —opinó Marina— que Sitka debe de ser algo muy superior a esta población.
Suchaldin apuntó:
—San Francisco es una ciudad muy joven. Más joven que tú misma. Ya adquirirá cultura y dignidad. Quizá llegue a rivalizar con Sitka.
Clark lo miró con curiosidad. El hombre hablaba sinceramente. La mujer también. Era obvio que se hallaban abismalmente ignorantes de la verdad acerca de la vasta posesión colonial de su país. Sonrió para sí, pensando en la sorpresa que les aguardaba.
Notó entonces que, por primera vez desde que entrara, había separado su rostro de la faz de Marina.
¡Ea, ya podía permitirse el lujo de ser más rudo! Probablemente sería aquella la última vez que iba a ver a la muchacha, y deseaba llevarse de ella una duradera imagen.
Un instinto de sinceridad le impelía a defender a aquella ciudad incipiente contra la acusación de completa ordinariez y absoluta falta de distinción. Relató, pues, la breve historia de la población, que podía remontarse al reciente descubrimiento de los yacimientos de oro. Explicó cómo, de la noche a la mañana, sobrevino un hacinamiento de barracones y tiendas de campaña poblados por hordas de buscadores de fortuna que acudían desde las llanuras en carromatos entoldados, o atravesaban los pantanos de Darien, o llegaban en buques de las más distantes partes del mundo. Tan loco había sido el impulso que arribaban gentes hasta en barcos inapropiados para hacerse a la mar, todos llenos hasta las bordas; y aun arribó una partida de emigrantes, desde Oriente, metidos en un antiguo junco chino.
Fondeaban los buques, y los pasajeros y tripulantes los abandonaban inmediatamente. Los cargamentos se echaban a perder por falta de mano de obra que los transportase a tierra, y así, la rada se iba convirtiendo en albergue de una escuadra fantasmal cuyos cascos se pudrían unos junto a otros. El viento gemía lúgubremente en sus cordajes. En tanto que la ciudad se desarrollaba entre un tumulto de gritos, aquella flota permanecía silenciosa y sin vida. Sólo la animaban los abundantes ejércitos de ratas que proliferaban con una rapidez que superaba a la de la población misma. Alcanzaban un tamaño y una ferocidad monstruosos y, finalmente, rebasando los buques, pasaron a tierra; invadieron la ciudad y aun atacaron a las gentes.
Marina se estremeció.
—¡Qué horror! Si la condesa oyera algo parecido no podría volver a cerrar los ojos en mucho tiempo
Clark prosiguió explicando que la ciudad había ardido hasta los cimientos repetidas veces, pero fue siempre reedificada. Los huevos traídos desde Nueva Inglaterra se cotizaban a dólar, las botas a cuarenta, el agua potable se vendía por cubos y las drogas heroicas eran casi inconseguibles. Pasó a describir las ilegalidades y crímenes de que la ciudad había logrado librarse al fin.
—Está claro —convino Clark—, que no es absoluto, pero todo ha variado y empieza a existir en la vida de San Francisco cierta fiscalización. Hoy, tal como la ciudad es, constituye un monumento al valor y determinación de sus fundadores. Hay un algo heroico y sublime en una fe tan inquebrantable. Nosotros somos gentes impetuosas, siempre apresuradas y prestas a buscar y desafiar lo imposible. Me atrevo a afirmar que llegará día en que San Francisco sentirá avidez por la cultura, belleza y refinamiento que usted echa tanto de menos y que está substituida por la insana apetencia de oro. Entonces San Francisco logrará las dimensiones morales que merece y sabrá no perderlas. No se contentará con nada, sino con lo mejor, lo más grande y magnífico de cuanto exista en toda la Cristiandad. Así llegará a ser San Francisco. Lo presiento.
La atención con que la muchacha parecía beber las palabras de Clark, embriagaba literalmente a éste.
—Lo ocurrido en San Francisco —continuó— significa poco en comparación con lo ocurrido a las gentes que lo crearon. ¡Incendios! Todo hombre, en su mejor manifestación, es una llama viva e inextinguible. Un incendio no es nada, sino un cambio físico, una transformación, algo que a veces les pasa a las cosas. Mientras los hombres hacemos obrar a las cosas estamos desempeñando nuestros papeles, pero si dejamos que las cosas se nos impongan, podemos darnos por derrotados… No sé si me explico bien, pero entiendo lo que digo.
—Ya veo —opinó Marina— que es usted uno de esos hombres que desean que ocurran cosas. Uno de los que provocan incendios…
Se levantó al percibir un rumor en el cuarto contiguo.
—Ya ha venido la condesa —manifestó—. Voy a avisarle de que ha llegado usted.
Momentos después retornó con la condesa y la presentó a Clark. La aristócrata resultó ser formal y rígida. Examinó al visitante como si quisiera medirlo internamente, sin duda en el esfuerzo de conciliar su apariencia exterior con algún juicio preconcebido.