—¿Me quieres? —canturrea—. ¿No me quieres? ¿Me quieres? ¿No me quieres?
—Eres una bruja medieval.
—Y tú eres tan hermoso mientras duermes, Dill. Tus largos cabellos. Tu piel suave. Como una chica. Me siento lesbiana.
—¿De verás? —el ríe—. ¡Entonces, tómame! —Aprieta sus brazos contra sus costados y contrae el pecho, mostrando dos imitaciones de senos—. Adelante —dice roncamente—. Esta es tu oportunidad.—¡Tonto! ¡Basta!
—Creía que yo era tan hermoso como una chica.
—Tus caderas son demasiado estrechas —dice ella. Pero aquél no es momento para el sexo. Nunca acostumbran a hacer el amor a aquella hora del día, y menos antes de una actuación. Y además el ambiente no es el correcto: demasiado alegre, demasiado juguetón. Ella salta de la plataforma de descanso y la deshincha con un talonazo sobre el pedal antes de que él pueda salirse. Un soplo de aire. Éste es el ambiente: presexual, infantil, Dillon la contempla mientras ella se aleja danzando hacia el baño. El bebé empieza a lanzar grititos. Dillon lo observa por encima de su hombro.
—¡Dios bendiga, dios bendiga, dios bendiga! —canta, primero con voz de bajo, luego ascendiendo hasta un falsete. Qué feliz vida, piensa. Qué hermosa puede ser la existencia.
—¿Quieres fumar algo? —pregunta Electra, mientras se viste, ciñendo su pecho con una banda transparente. Dillon está contento de que haya dejado de amamantar al bebé; el alimentar naturalmente a los niños es algo tremendamente emocionante, de acuerdo, pero aquellas manchas de un blanco sucio por todas partes le molestaban. Otro prejuicio que hay que erradicar. ¿Es algo tan fastidioso como eso? A Electra le gusta dar el pecho al niño. Incluso ahora que ya no tiene leche todavía le deja chupar su pezón, diciendo que aunque no extraiga nada esto le proporciona placer al bebé… aunque Dillon sabe que es ella quien obtiene la mayor parte del mismo. Pero no le importa.
—¿Vas a pintar hoy? —pregunta.
—Esta noche. Mientras tú actúes.
—No has trabajado mucho últimamente.
—Las vibraciones no eran adecuadas.
Éste es su idioma particular. Para practicar su arte debe sentirse en consonancia con la tierra. Las vibraciones emitidas por el núcleo del planeta deben empapar su cuerpo, traspasarlo de parte a parte, llegar hasta lo más íntimo, y fluir luego por las aberturas de sus pezones. Y arrastrarla con ellas. Las imágenes surgirán entonces de su ardiente y distendido cuerpo al ritmo de la rotación del planeta. Eso al menos es lo que ella dice; Dillon nunca se atreverá a poner en duda el proceso de creación de un artista, principalmente si esta arista es su esposa. Además, admira su obra. Hubiera sido una locura casarse con alguna otra componente del grupo cósmico, y sin embargo estuvo a punto de hacerlo cuando tenía once años. Con una chica que tocaba el arpa cometaria. Ahora estaría viudo… ella había terminado en las tolvas. ¡Las tolvas! En qué clase de neuro se había convertido. Y había arrastrado con ella a un perfectamente maravilloso encantador, Peregrun Connelly. Hubiera podido ser yo. Hubiera podido ser yo. Nunca os caséis con alguien que practique vuestro mismo arte, muchachos; es algo que roza la blasfemia.
—¿No fumar? —pregunta Electra. Últimamente ha estado estudiando lenguas antiguas—. ¿Por qué?
—Esta noche trabajo. Desperdiciaré fluido galáctico si me abandono demasiado pronto.
—¿Te molesta si yo lo hago?
—En absoluto, por favor.
Ella toma un porro, pellizcando la punta con un experto movimiento de uñas. Muy pronto su rostro enrojece, sus pupilas se dilatan. Una de sus más loables cualidades es la facilidad con que se desenvuelve. Sopla volutas de humo hacia el bebé, que gorjea alegremente, mientras el alvéolo zumba solemnemente al tiempo que purifica la atmósfera alrededor del niño.
—¡Grazie mille, mama! —dice Electra, usando las ventriloquia— ¡E molto bello! ¡E delicioso! ¡ Was fur shanes Wetter! ¡Quella gioia! — baila en torno a la estancia, cantando fragmentos de exclamaciones en extrañas lenguas, y se deja caer, riendo, en la deshinchada plataforma de descanso. Su rizada túnica se levanta; Dillon se siente tentado pese a su resolución, pero se domina y se contenta con enviarle un beso desde lejos. Como captando las fases de su proceso mental, ella tira castamente de su túnica y la baja. Dillon conecta la pantalla, seleccionado el canal abstracto, y los motivos de color danzan en la pared.
—Te quiero —dice—. ¿Puedo comer algo?
Ella le prepara algo. Luego se marcha, diciendo que tiene concertada una visita con el santificador aquella tarde. En el fondo Dillon se siente contento de quedarse solo, pues en estos momentos la vitalidad de ella es demasiado fuerte para él. Necesita deslizarse lentamente en el ambiente del concierto, lo cual requiere algunas concesiones espartanas por su parte. Cuando ella se ha ido, programa en el terminal oscilaciones reverberantes y, mientras los resonantes tonos se introducen en su cráneo, se sumerge suavemente en la atmósfera mental apropiada. El bebé, mientras tanto, permanece en su alvéolo, alegre y perfectamente atendido. Dillon no se preocupa en absoluto cuando, a las 1600 horas, tiene que dejarlo solo para irse a Roma para el concierto de la noche: el alvéolo de mantenimiento cuidará perfectamente de él.
El ascensor lo proyecta 160 plantas más arriba. Cuando sale de él, se halla en Roma. Corredores atestados, rostros adustos, Las gentes de aquí son en su mayor parte burócratas menores, el escalón intermedio de funcionarios fracasados, aquellos que nunca irán a Louisville salvo para entregar un informe. Ni siquiera son lo suficientemente listos o ambiciosos para trepar hasta Chicago o Shanghai o Edimburgo. Permanecerán toda su vida en esta apacible ciudad gris, sumergidos en un sagrado éxtasis, realizando un deshumanizado trabajo que cualquier computadora realizaría cuarenta veces mejor. Dillon siente una piedad cósmica para cualquiera que no sea un artista, pero la piedad que siente hacia los habitantes de Roma es mucho mayor. Porque no son nada. Porque no pueden utilizar ni sus cerebros ni sus músculos. Mentes inválidas; cerebros andantes; buenos para las tolvas. Un romano le empuja inadvertidamente mientras permanece de pie junto a la puerta del ascensor, pensando en todo aquello. Un hombre de unos cuarenta años, con su vacía mente fluyendo por sus ojos. Un muerto andante. Un muerto apresurado.
—Perdón —murmura el hombre, sin detener su marcha.
—¡La verdad! —grita Dillon tras él—. ¡El amor! ¡Levantaos! ¡Tomad! —Se echa a reír. ¿Pero para qué sirve aquello? El romano ni siquiera le ha oído. Aparecen otros por el corredor, apresurándose, todos iguales, con sus cuerpos absorbiendo las últimas vibraciones de las exclamaciones de Dillon. ¡La verdad! ¡El amor! —El sonido queda apagado, amortiguado, ahogado. Está bien. Yo os haré vibrar esta noche, murmura silenciosamente. Yo os conduciré fuera de vuestras miserables mentes, y me amaréis por ello. ¡Si tan sólo pudiera inflamar vuestros cerebros! ¡Si tan sólo pudiera encender vuestras almas!
Piensa en Orfeo. Me despedazarían, se dice, si realmente pudiera comunicarme con ellos.
Se dirige paseando hacia el centro sónico.
Haciendo un alto a mitad del camino del auditorio, un cruce de corredores, Dillon se da cuenta repentinamente, en una estática conciencia, del esplendor de la monurb. Es una frenética aparición: la ve como un mástil suspendido entre el cielo y la tierra. Y él se halla ahora casi en su mismo centro, con algo más de quinientas plantas sobre su cabeza, un poco menos de quinientas plantas bajo sus pies. Y la gente moviéndose a su alrededor, copulando, comiendo, dando a luz, realizando un millón de benditas cosas, cada uno de los 800 mil y algo más que describen su propia órbita. Dillon ama el edificio. Se da cuenta de que podría emborracharse con la multiplicidad de todas aquellas vidas al igual que otros se remontan con drogas. Yacer en el ecuador, beber el divino equilibrio… ¡oh, sí, sí! Porque existe por supuesto un medio de experimentar toda la salvaje complejidad de la monurb en un solo destello de información. Nunca antes lo ha intentado; fuma de tanto en tanto, pero siempre se ha mantenido lejos de las drogas más elaboradas, aquellas que abren la mente de uno a todas las cosas que pueden penetrar en ella. Ahora sin embargo, aquí, en medio de la monurb, se da cuenta de pronto de que es la noche en que debe probar el multiplexor. Tras la actuación. Tomar una píldora, y dejar que se derrumben todas las barreras mentales, dejar que toda la inmensidad de la Monada Urbana 116 se interpenetre con su conciencia. Sí. Irá a la planta 500 para hacerlo. Si la actuación tiene éxito. Hará su ronda nocturna por Bombay. Claro que quizá fuera preferible quedarse en la ciudad donde debe celebrarse el concierto de esta noche, pero Roma termina en la planta 521, y él debe alcanzar la 500. Para conseguir la mística simetría de la experiencia. Aunque esto también sea inexacto. ¿Dónde se halla el auténtico punto medio de un edificio de un millar de plantas? En algún lugar entre la 499 y la 500, ¿no? Pero la planta 500 servirá. Hay que aprender a vivir en la aproximación.