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Entra en el centro sónico.

Es un magnífico auditorio, de tres plantas de altura, con un escenario en forma de hongo en el centro y las gradas formando círculos concéntricos a su alrededor. Globos luminosos errantes en el aire. Miles de altavoces en las ornamentadas bóvedas, llenas de alvéolos y hendiduras sónicas. Una cálida sala, una buena sala, erigida allí por la divina bondad de Louisville para llevar un poco de alegría a las vidas de aquellos tristes y resecos romanos. No hay otra sala mejor en toda la monurb para un grupo cósmico. Los otros miembros del grupo están ya allí, probando sus instrumentos. El arpa cometaria, el encantador, el buceador orbital, el absortor gravitatorio, el inversor doppler, el domador espectral. El auditorio resuena ya con las vibraciones sonoras y las danzantes manchas de color, y un torbellino de materia impalpable, abstracta e inmanente, está surgiendo del cono central del inversor doppler. Todos le saludan.

—Llegas tarde —dicen. Y—: ¿Por dónde andabas? —Y—: Creíamos que te habías largado.

—Estaba por los corredores, gritándoles mi amor a los romanos — dice él, y todos se echan a reír. Sube al escenario. Su instrumento se halla en el mismo borde, con sus flácidas tramas colgando, su barroca superficie apagada. Una máquina elevadora se halla a su lado, esperando el momento de colocarlo en su lugar. La máquina es la que ha llevado el instrumento hasta el auditorio; podría también ajustado si se le ordenara, pero por supuesto no va a hacerlo. Los músicos tienen la mística costumbre de ajustar personalmente sus instrumentos. Aunque él va a necesitar dos horas para hacerlo, mientras que la máquina podría realizar el mismo trabajo en diez minutos. El personal de mantenimiento y la demás gente mugro y de las clases bajas tienen la misma mística. No es extraño: uno debe luchar constantemente contra su propia obsolescencia si quiere mantener su dignidad y su razón de vivir.

—Por aquí encima —dice Dillon a la máquina.

Delicadamente, esta conduce el vibrastar hasta la toma de energía y hace las conexiones. Dillon no hubiera podido mover nunca el inmenso instrumento. La verdadera misión de la máquina es mover las tres toneladas hasta su emplazamiento, pero ahí termina su trabajo. Dillon coloca sus manos sobre el manipulatrix y siente la energía vibrando a través del teclado. Estupendo.

—Vete —le dice a la máquina, y ésta se aleja deslizándose silenciosamente. Luego acaricia y pulsa los proyectrones del manipulatrix. Es como si lo estuviera ordeñando. Hay un placer sensual en el contacto con la máquina. Un pequeño orgasmo en cada crescendo. Más. Más. Más.

—¡Sintonicemos! —avisa a los demás músicos.

Todos practican los últimos ajustes a sus instrumentos; de lo contrario, la alteración electrónica producida por su entrada podría dañar tanto a los instrumentos como a ellos mismos. Uno tras otro indican con sus cabezas que están preparados, el del absortor gravitatorio el último, y finalmente Dillon puede desembragar. ¡Adelante! La sala se llena de luz. Surgen estrellas de las paredes. La bóveda se cubre de destilantes nebulosas. El es el instrumento básico del grupo, la piedra angular, la base sobre la cual los demás podrán construir sus improvisaciones. Observa el ajuste con ojo experto. Espléndido. Nat, el domador espectral, dice:

—Marte está un poco apagado, Dill.

Dillon busca Marte. Sí. Sí. Le añade un impacto extra de naranja. ¿Y Júpiter? Una brillante esfera de fuego blanco. Venus. Saturno. Y todas las estrellas. Se siente satisfecho de las visuales.

—Y ahora adelante con el sonido —dice.

Sumerge sus manos en el panel de control. De las profundidades de los reproductores de sonido surge un suave lamento de voz neutra. La música de las esferas. Empieza a darle un toque de color, incrementando su volumen galáctico, acordándolo con el tono e intensidad de la luminosidad estelar. Luego, con un golpe seco sobre los proyectrones, introduce los sonidos planetarios. Saturno silba como un agitar de afilados puñales. Júpiter retumba.

—¿Qué tal? —grita—. ¿Cómo marcha la intensidad?

—Sube un poco los asteroides, Dill —dice Sophro, el buceador orbital. Obedece, y Sophro asiente con la cabeza, en trance, con sus mejillas temblando de placer.

Tras media hora de pruebas preliminares Dillon ha terminado con los ajustes primarios. Pero esta es tan sólo su parte de solista. Ahora hay que coordinarla con los demás. Un trabajo difícil, delicado: lograr una completa reciprocidad con todos los demás instrumentos, uno por uno, hasta lograr una perfecta trama de interrelaciones, una comunión heptagonal. Una tarea difícil ya que, debido al Efecto Heisenberg, la entrada de cada nuevo instrumento requiere toda una nueva gama de ajustes y reglajes. El cambio de un solo factor significa el cambio de todo el conjunto, y hay que ir haciendo nuevos ajustes una vez, y otra vez, y otra vez. Empieza con el domador espectral. Sencillo. Dillon extrae un racimo de cometas y Nat los modula agradablemente en soles. Entonces se les une el encantador. Una ligera estridencia inicial, fácilmente corregida. Estupendo. Luego el absortor gravitatorio. Sin problemas. Ahora el arpa cometaria. ¡Cras! ¡Cras! Los receptores se enturbian y todo el conjunto se desajusta. Dillon y el encantador tienen que acordarse de nuevo separadamente, unirse, y dejar que el arpa cometaria entre de nuevo. Esta vez la cosa funciona. Amplios arcos sonoros se curvan bajo la bóveda. Entonces el buceador orbital. Durante quince interminables minutos, el equilibrio oscila locamente. Dillon espera que el conjunto se derrumbe de un momento a otro, pero no, se mantiene, y finalmente alcanza un nivel de estabilidad. Y entonces entra el más difícil de todos ellos el inversor doppler, que está clasificado como un instrumento doble debido a que no solamente actúa en el plano visual y audio, sino que es también generador y no tan sólo modulador de las frecuencias emitidas por los demás, lo cual hace que a veces entre en fase consigo mismo. Casi consiguen la fusión. Pero entonces el arpa cometaria se pierde. Lanza un sonido quejumbroso y se corta en seco. Retroceden dos pasos y comienzan de nuevo. El equilibrio es precario, y amenaza con romperse en cualquier momento. Hace apenas cinco años los grupos cósmicos estaban formados tan sólo por cinco instrumentos; era demasiado difícil acordar ninguno más. Algo parecido a añadir un cuarto actor a una tragedia griega: una proeza técnicamente imposible, o al menos eso es lo que pretendía Esquilo. Ahora es posible acordar razonablemente bien hasta seis instrumentos, y un séptimo con mucho esfuerzo, conectando el circuito con el complejo computador de Edimburgo, aunque es un trabajo alucinante el conseguir sincronizarlos todos. Dillon gesticula locamente con su hombro izquierdo, animando al inversor doppler a unírseles.