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Ah, por fin. Aquí están. Suavemente, el inversor doppler improvisa sobre uno de sus temas, captando algo del menguante fervor de los esquemas estelares de Dillon. E inmediatamente el arpa cometaria lo cubre con una sensacional serie de vibrantes tonos que se transmutan inmediatamente en entrecruzados estallidos de luz verde. Es alcanzada por el domador espectral, que los eleva hasta el límite y, con un gemido de placer, los lanza hacia el ultravioleta en un haz de silbantes destellos. El viejo Sophro introduce su buceador orbital, con un pizzicato seguido por un punteado y de nuevo otro pizzicato, en contrapunto con el domador espectral pero de un modo tan sutil que tan sólo alguien del grupo puede apreciar su virtuosismo. Entonces entra el encontador, portentoso, rugiente, enviando sus reverberaciones contra las paredes, empujando el significado de los esquemas tonales y astronómicos hacia una convergencia de una belleza casi insoportable. Esto es lo que estaba esperando el absortor gravitatorio, que rompe toda estabilidad con un maravilloso y alucinante estallido de energía. En este momento Dillon ha recuperado su lugar como coordinador y unificador del grupo, transmitiendo un conjunto melódico aquí, un destello de luces allá, embelleciendo todo lo que surge a su alrededor. Ahora toca en un tono medio. Su febril excitación ha pasado; actuando de un modo puramente mecánico, es más espectador que músico, apreciando tranquilamente las variaciones y divagaciones que producen sus compañeros. Ya no experimenta la necesidad de llamar de nuevo la atención. Puede continuar así, ump, ump, ump, todo el resto de la noche. Pero es imposible; toda la edificación se desmoronaría si él no siguiera proporcionando nuevos datos cada diez o quince minutos. Pero éste es su turno de deslizarse. Uno tras otro, sus compañeros van efectuando su solo. Dillon ya no ve al público. Se balancea, gira, transpira, solloza; acaricia furiosamente los proyectrones; se encierra a sí mismo en un capullo de ardiente luz; hace juegos malabares con las alternancias de luz y oscuridad. Su excitación sexual ha pasado. Se siente calmado en mitad de la tormenta, un auténtico profesional, realizando tranquilo su trabajo. Piensa que este mismo momento de éxtasis le ha ocurrido ya otro día, en otra actuación, aunque quizá se trate de otro hombre. ¿Cuánto tiempo ha durado su solo? Ha perdido el sentido del tiempo. Pero la actuación continúa todavía, y sabe que Nat el metódico sabrá controlar el horario.

Tras su frenética obertura, el concierto se ha vuelto rutinario. El centro de la acción se ha centrado en el inversor doppler, que está ejecutando series de flashes convencionales. Es hermoso, pero parece mecánico, ejecutado muchas veces, carente de espontaneidad. Su sencillez ha contagiado a los demás, y todo el grupo prosigue tocando rutinariamente por quizá veinte minutos, repitiendo los mismos esquemas que entumecen los ganglios y atrofian el alma, hasta que finalmente Nat los despierta espectacularmente con un salvaje grito luminoso que atraviesa el espectro desde algún punto al sur de los infrarrojos hasta tan lejos como lo que podría ser la frecuencia de los rayos X, si alguien pudiera decirlo, y su brusca arrancada no sólo estimula un renacer de la inventiva sino que señala también el final del show. Todos se unen a él en una explosiva improvisación, girando y flotando y derivando, formando una sola entidad con siete cabezas mientras bombardean con montañas de sobrecargas a su flácida y amorfa audiencia. Sí sí sí sí. Uau uau uau uau uau. Flash flash flash flash flash. Oh oh oh oh oh. Ven ven ven ven ven. Dillon se halla en el centro de aquel remate, brillando con destellos púrpura, absorbiendo soles y masticándolos y sintiéndose más realizado que en su gran solo, porque ahora se trata de una obra común, una mezcla, una fusión, y sabe que lo que está sintiendo ahora es la explicación de todo: esta es la finalidad de la vida, esta es la razón de todo. Sintonizar con la belleza, sumergirse directamente en la ardiente fuente de la creación, abrirse y dejar que todo penetre en el interior de uno y darlo también todo, dar dar dar dar

dar

dar

y terminar. Rematarlo todo. Da el acorde final y corta bruscamente con una impresionante nota, una conjunción planetaria pentagonal y una triple fuga, un último paroxismo que no dura más de diez segundos. Entonces corta el contacto y se produce un muro de silencio de noventa kilómetros de altura. Esta vez lo ha conseguido. Ha vaciado todos los cerebros. Permanece inmóvil, temblando ligeramente, mordiéndose los labios, cegado por las luces, reprimiendo sus deseos de gritar. No se atreve a mirar a sus compañeros del grupo. ¿Cuánto tiempo transcurre en esta situación? ¿Cinco minutos, cinco meses, cinco siglos, cinco milenios? Y, finalmente, la reacción. Un estampido de aplausos. Toda Roma está de pie, aullando, palmeándose las mejillas —el mayor tributo, 4.000 personas extirpándose de sus confortables sillas para palmear sus rostros con sus manos abiertas—, y Dillon se echa a reír a carcajadas, echando hacia atrás su cabeza, levantándose, saludando, señalando con la mano a Nat, Sophro, a todos sus seis compañeros. Por alguna razón, esta noche hemos estado mejor que nunca. Incluso esos romanos se han dado cuenta de ello. ¿Pero por qué motivo se lo han merecido? Quizá ha sido su propia indolencia, piensa Dillon, la que ha extirpado de nosotros lo mejor. Para hacerles vibrar con algo. Y se lo hemos dado. Les hemos vapuleado sus miserables y aburridas mentes.

Los aplausos continúan.

Estupendo. Estupendo. Somos grandes artistas. Ahora tengo que salir de aquí antes de que caiga demasiado bajo.

Nunca se relaciona con el resto del grupo tras una actuación. Todos ellos han descubierto que cuanto menos se vean en sus horas libres, mejor será su colaboración profesional; no existe la amistad entre los miembros del grupo, ni tampoco las relaciones sexuales. Se dan cuenta de que cualquier clase de copulación, homo, hetero y múltiple, sería su muerte: esto queda para terceros. Ellos tienen su música para unirles. Así que se retira silenciosamente. El público se dirige en oleadas hacia las salidas y, sin decirle nada a nadie, Dillon se dirige a la puerta de artistas y huye al nivel inferior. Sus ropas están arrugadas y empapadas de transpiración, húmedas e inconfortables. Hay que hacer aprisa algo al respecto. Yendo por la planta 529 en busca de un descensor, abre la primera puerta de apartamento que encuentra y tropieza con una pareja, dieciséis y diecisiete años, acurrucados frente a la pantalla. Él está desnudo, ella lleva tan sólo caperuzas sobre sus senos, ambos viajan bajo los efectos de una de las drogas más duras, pero esto no impide que le reconozcan.

—¡Dillon Chrimes! —jadea la chica, y su exclamación despierta a dos o tres niños.