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—Ah, hola —dice Dillon—. Sólo quiero utilizar el baño, ¿de acuerdo? No quiero molestaros. Ni siquiera quiero hablar, ¿comprendéis? Aún estoy flotando. Se quita sus empapadas ropas y se mete bajo la ducha. Las partículas limpiadoras zumban y murmuran y crepitan contra él. Luego se dedica a sus ropas. La chica se arrastra hacia él. Se ha quitado sus caperuzas; las blancas huellas del metal en su oscilante y rosada carne están adquiriendo rápidamente un tono rojizo. Se arrodilla ante él.

—No —dice él—. No.

—¿No?

—Aquí no puedo.

—¿Pero por qué?

—Sólo quería usar el limpiador. Hedía. Esta noche he de realizar mi ronda nocturna por la planta 500.

Se viste de nuevo; la chica se queda mirándole, atónita, mientras él ajusta sus ropas.

—¿No quieres?. —pregunta.

—No aquí No aquí.

Ella sigue mirándole aún cuando sale del apartamento. Su mirada tiene un aire afligido. Esta noche él tiene que ir al centro del edificio, pero mañana, seguro, volverá a ella y se lo explicará todo. Toma nota del número de la estancia. 52908. Se supone que las rondas nocturnas se realizan siempre al azar, pero le importa un cuerno; le debe aquello. Mañana.

Afuera, se dirige a un distribuidor de éxtasis y solicita su píldora, marcando en la consola su coeficiente metabólico. La máquina realiza los cálculos necesarios y suministra una dosis para cinco horas, ajustada para comenzar su efecto dentro de veinte minutos. La engulle y se dirige al descensor.

Planta 500.

Es lo más semejante al centro que puede conseguir. Una fantasía metafísica, pero, ¿por qué no? No ha agotado su capacidad de entregarse a nuevos juegos. Nosotros los artistas seguimos siendo felices porque nunca dejamos de ser niños. Le quedan quince minutos para el momento. Toma un corredor y va abriendo puertas. En la primera estancia descubre a un hombre, una mujer, otro hombre.

—Perdón —dice, y cierra la puerta.

En el segundo hay tres chicas. Se siente momentáneamente tentado, pero sólo momentáneamente. De todos modos, parecen muy ocupadas entre ellas.

—Perdón, perdón, perdón.

En la tercera estancia hay una pareja de mediana edad; se muestran esperanzados, pero no se queda. La cuarta vez tiene suerte. Una chica de cabello oscuro, sola, ligeramente triste. Obviamente su marido ha salido a su ronda nocturna y nadie ha acudido a ella, un azar estadístico que parece disgustarla. Debe tener unos veinte años, calcula Dillon, observando su estilizada y recta nariz, sus brillantes ojos, sus elegantes senos, su olivácea piel. La piel sobre sus párpados es gruesa, quizá dentro de diez años afeará su rostro, pero ahora le confiere una mirada profunda y sensual. Debe haber permanecido rumiando su soledad durante horas, piensa Dillon, porque su mal humor no se desvanece hasta unos quince segundos después de su entrada; tarda en darse cuenta de que él la ha tomado como punto final de su ronda nocturna.

—Hola —dice él—. ¿Una sonrisa? ¿No quieres sonreír un poquito?

—Te conozco —dice ella—. ¿Del grupo cósmico?

—Dillon Chrimes, sí. El vibrastar. Esta noche hemos actuado en Roma.

—¿Actuado en Roma, y vienes de ronda a Bombay?

—¿Y qué importa? Tengo razones filosóficas. Quiero estar en el centro del edificio, ¿comprendes? O al menos lo más cerca posible de él. No me pidas que te lo explique —mira a su alrededor en la estancia. Seis niños. Uno de ellos, despierto, tiene casi nueve años, y la misma piel olivácea que la mujer. Entonces, su madre no es tan joven como parece a primera vista. Quizá veinticinco años. Dillon no se preocupa por ello. Muy pronto intentará estar en contacto con toda la monurb, con todos sus habitantes, de todas las edades, sexos, condiciones.

—Tengo que decirte que voy a viajar —dice—. Estoy bajo la acción de una multiplexer. Va a empezar a hacer efecto en seis minutos.

Ella apoya la mano sobre sus labios.

—Entonces no tenemos mucho tiempo. Has de estar en mí antes de que despegues.

—¿Es así como funciona?

—¿No lo sabías?

—Nunca lo he intentado antes —confiesa Dillon—. Nunca he tomado multiplexer.

—Yo tampoco. Ni siquiera sabía que se siguieran haciendo multiplexers. Pero he oído lo que se supone que hay que hacer.

Se desviste mientras habla. Sus piernas son sorprendentemente delgadas; cuando están rectas, su cara interna forma unos huecos pronunciados. Existe una leyenda acerca de las chicas construidas así, pero Dillon no consigue recordarla. Se desviste también. La droga está empezando a hacerle efecto unos minutos antes de lo previsto… las paredes empiezan a estremecerse, las luces parecen nebulosas. Extraño. Sin embargo, el hecho es que la dosis ha sido calculada en función de su estado de excitación tras el concierto. Quizá su metabolismo haya variado ligeramente, principalmente en lo que se refiere a la percepción de la luz y el sonido. Bueno, no es grave. Avanza hacia la plataforma de descanso.

—¿Cuál es tu nombre? —pregunta.

—Alma Clune.

—Me gusta como suena. Alma —la abraza. Teme que para ella no vaya a ser una extraordinaria experiencia erótica. Cuando esté completamente bajo los efectos del multiplexer, duda que pueda concentrarse correctamente en las exigencias de ella, y de todos modos el elemento tiempo hace necesario el prescindir de cualquier preámbulo. Pero ella parece darse cuenta. No lastrará su viaje.

—Adelante —dice—. Todo va bien. Ya estoy lo suficientemente estimulada.

Sus labios se buscan; sus cuerpos se abrazan.

—¿Despegas? —pregunta ella.

—Creo que estoy despegando —dice finalmente—. Es como si estuviera con dos chicas a la vez. Percibo ecos.

Tensión. No quiere alcanzar el clímax antes de que la droga haga efecto en él y todavía faltan unos noventa segundos. Todos estos cálculos lo enfrían. Y entonces todo deja de tener importancia.

Yendo y viniendo. Yendo y viniendo. Y de nuevo multiplicándose. Su mente se dilata. La droga lo vuelve psicosensitivo; anula las defensas químicas de su cerebro que bloquean la recepción telepática, de modo que ahora puede percibir las informaciones sensoriales de aquellos que están a su alrededor. Y se amplía cada vez más, momento a momento. En el clímax, se dice, todos los ojos y todos los oídos son los tuyos; pueden captar infinidad de respuestas, eres todo el mundo en todo el edificio. ¿Es cierto? ¿Hay otras mentes entreverándose con la suya? Empieza a creerlo. Nota como el ardiente manto de su alma engloba y absorbe a Alma, y ahora es él y ella a la vez, y cada vez que se sumerge en ella puede sentir también la gruesa daga penetrando en sus propias entrañas. Y esto es sólo el principio. Ahora es también los hijos de Alma. El impúber niño de nueve años. El balbuceante bebé. Es los seis niños y la madre. ¡Qué sencillo es todo! Es la familia de la puerta contigua. Ocho hijos, la madre, un rondador nocturno de la planta 495, Extiende su alcance al nivel superior. Y al inferior. Y a lo largo de los corredores. En una maravillosa multiplicación va tomando posesión de todo el edificio. Estratos de derivantes imágenes le envuelven: 500 plantas por encima de su cabeza, 499 por debajo, y ve la totalidad de las 999 como una columna de estratos horizontales. Pequeñas estrías en una enorme lanza. Con hormigas. Y él es todas las hormigas a la vez. ¿Por qué no lo ha intentado nunca antes? ¡Convertirse en toda una monurb!

Ahora es capaz de abarcar veinte plantas en cada una de las dos direcciones. Y sigue expandiéndose. Prolongando zarcillos en todas direcciones. Apenas comenzando. Mezclando su sustancia con la totalidad del edificio.

Alma está debajo de él, pero sólo uno de sus átomos está pendiente de la mujer. El resto está vagando por los corredores de las ciudades que forman la Monada Urbana 116. Entrando en cada estancia. Parte de él arriba en Boston, parte de él abajo en Londres, y todo él en Roma y Bombay. Centenares de estancias. Miles. Un enjambre de abejas bípedas. Es cincuenta lactantes chillando en tres estancias londinenses. Es dos bostonianos de avanzada edad en su 5.000 congreso sexual. Es un rondador nocturno de trece años, de sangre caliente, rondando la planta 483. Es seis parejas intercambiándose en un dormitorio de Londres. Se prolonga de nuevo, alcanzando San Francisco, luego Nairobi. El proceso se acelera, cada vez más aprisa, cada vez más fácil. La colmena. La vigorosa colmena. Abraza Tokio. Abraza Chicago. Abraza Praga. Toca Shanghai. Toca Viena. Toca Varsovia. Toca Toledo. ¡París! ¡Reykjavik! ¡Louisville! ¡Louisville! La cima, ¡la cima! Ahora es todos los 881.000 habitantes en todas las mil plantas. Su alma se ha distendido hasta el límite. Su cerebro está absorbiendo. Las imágenes van y vienen a través de su mente, flujos de realidad, oleosos jirones de nubes arrastrando rostros, ojos, dedos, sonrisas, lenguas, codos, perfiles, sonidos, texturas. Suavemente, se unen, se engranan, luego se separan. Ahora es todo el mundo y en todos los lugares. ¡Dios bendiga! Por primera vez comprende la naturaleza del delicado organismo que es la sociedad; ve el control y el equilibrio, el sutil juego de los compromisos que mantienen unido el conjunto. Y todo ello es maravillosamente hermoso. Armonizar aquella vasta ciudad formada por muchas otras ciudades es idéntico a acordar el grupo cósmico: todo debe ser ajustado entre sí, cada cosa debe encajar con todo lo demás. El poeta en San Francisco es parte del cargador mugro en Reykjavik. El pequeño arribista ambicioso en Shanghai es parte del plácido fracasado en Roma. ¿Qué quedará de todo esto, se pregunta Dillon, cuando yo aterrice? Su mente es un torbellino. Se ve transportado por miles de otras almas.