Jasón siente de nuevo una cierta atracción sexual hacia su cuñado. En cierto modo es una atracción natural, considerando el deseo físico que siempre ha ejercido Micaela sobre él. Viéndola a través de la estancia, ligeramente inclinada con respecto a él, su desnuda y tersa espalda, el pequeño globo de uno de sus senos visibles bajo sus brazos mientras pulsa el terminal de datos, siente la urgente necesidad de ir hacia ella y acariciarla. ¿Y si fuera Michael? ¿Y si deslizara su mano hacia su seno y lo hallara plano y duro? ¿Y si se confundieran en un apasionado abrazo? Se estremece. No. Jasón rechaza aquellas imágenes de su mente. Nuevamente no. Desde los buenos años de su infancia no ha tenido ningún contacto sexual con miembros de su propio sexo. No se lo permitirá. Estas cosas no están penadas, por supuesto, en la sociedad de la monurb, donde todos los adultos son igualmente accesibles. Muchos utilizan esta ventaja. Por lo que él sabe, el propio Michael lo hace. Si Jasón desea a Michael no tiene más que pedírselo. El rehusar es un pecado. Pero no se lo pide. Lucha contra la tentación. No es correcto, un hombre que se parece tanto a mi propia esposa. Es una trampa del diablo. ¿Pero por qué resisto? Si lo deseo, ¿por qué no tomarlo? Pero no. No lo deseo realmente. Es un derivativo, una rama colateral de mi deseo por Micaela. Y la fantasía surge de nuevo. Él y Michael, enlazados. La imagen es tan definida que Jasón se levanta con un movimiento tenso, estando a punto de volcar una botella de vino que Stacion les ha traído para aquella noche, y, mientras Stacion la sujeta en el último momento, cruza la estancia, intentando ocultar la turbación que le domina. Llega junto a Micaela y estruja con la mano uno de sus senos. Se aprieta contra ella, besando su nuca. Ella tolera esta atención en una forma remota, sin interrumpir su programación de la cena. Pero cuando, ansiosamente, él introduce su mano izquierda por la abertura de su sarong, ella se libera con un brusco movimiento y exclama roncamente:
—¡Estáte quieto! ¡No con ellos aquí!
Bruscamente, él se dirige al fumador y ofrece a los demás. Stacion rehúsa: está embarazada. Es una plácida chica rubia, complaciente, amable. Fuera de lugar en aquella reunión de hipertensos. Jasón aspira profundamente el humo y nota como en su interior todos sus nudos se van desanudando. Ahora puede mirar a Michael y no sentir innaturales urgencias. Éste es el momento de las especulaciones. ¿Sospecha algo Michael? ¿Se echaría a reír si se lo dijera? ¿Se sentiría ofendido? ¿Irritado por haberme refrenado? Supongamos que él me lo preguntara: ¿qué haría yo? Jasón toma un segundo porro.
—¿Para cuándo el niño? —pregunta, con fingida jovialidad.
—Dios bendiga, dentro de catorce semanas —dice Michael—. El número cinco. Una chica, esta vez.
—La llamaremos Celeste —dice Stacion, palmeándose la barriga. Su traje prenatal es un corto bolero amarillo y una banda marrón que ciñe su talle. Su distendido vientre está desnudo. El salido ombligo parece el mango de aquel deforme fruto. Sus senos henchidos de leche aparecen y desaparecen bajo la abierta chaqueta—. Estamos pensando en solicitar gemelos para el año próximo —añade—. Un chico y una chica. Michael me ha hablado siempre tanto de los buenos tiempos en que él y Micaela eran jóvenes. Como si existiera un mundo especial para los gemelos.
Jasón se siente presa de una serie de visiones eróticas, y se ve hundido de nuevo en sus febriles fantasías de antes. Ve las extendidas piernas de Micaela agitándose bajo el bombeante cuerpo de Michael, ve su extática cara infantil mirando un punto indeterminado por sobre el hombro de su hermano. Los buenos ratos que debieron pasar juntos. Michael, el primero en tomarla. ¿A los nueve años, a los diez quizá? ¿Cuan jóvenes? Sus primeros e inexpertos intentos. Déjame que sea yo esta vez quien esté encima, Michael. Oh, de este modo parece distinto. ¿Crees que esto que hacemos está mal? No, tonta, ¿no hemos estado durmiendo juntos durante nueve meses enteros? Pon tu mano aquí. Sí. Me haces daño Michael. Oh. Oh, así es estupendo. Pero espera, unos segundos tan sólo. Qué buenos ratos debieron pasar.
—¿Te ocurre algo, Jasón? —es la voz de Michael—. Te ves tan crispado.
Jasón se esfuerza por dominarse. Sus manos tiemblan. Toma otro porro. Raramente fuma tres antes de la cena.
Stacion está ayudando a Micaela a sacar la comida del distribuidor.
—He oído que has iniciado una nueva investigación —le dice Michael a Jasón—. ¿Sobre qué tema base?
Qué delicadeza. Se da cuenta de que estoy alterado. Intenta apartarme de mis mórbidos pensamientos. De estas pesadillas que me asaltan.
—Estoy investigando la noción de que esta vida monurbana está creando un nuevo tipo de hombre —responde Jasón—. Un tipo que se adapta completamente al relativamente poco espacio vital de que dispone y al pequeño cociente de intimidad.
—¿Quieres decir una mutación genética? —pregunta Michael, frunciendo el ceño—. ¿Literalmente, una característica social hereditaria?
—Eso es lo que pienso.
—¿Crees que algo así es posible? ¿Puedes hablar realmente de un rasgo genético, cuando la gente decide voluntariamente reunirse en una sociedad como la nuestra y…?
—¿Voluntariamente?
—¿No es así?
Jasón sonríe.
—Dudo de que lo haya sido nunca. Al principio, sabes, fue la necesidad. Debido al caos que imperaba en el mundo. Enciérrese en su edificio o expóngase a los ladrones de alimentos. Estoy hablando de los años de hambruna. Y luego, cuando todo se estabilizó, ¿crees que hubo alguna vez intervención de la voluntad? ¿Crees que hay alguien que tenga realmente la posibilidad de elegir dónde vivir?
—Supongo que podríamos salir afuera si realmente lo deseáramos —dice Michael—, y vivir en lo que pueda existir en el exterior.
—Pero no lo hacemos. Porque reconocemos que esto sería una absurda fantasía. Nos quedamos aquí, nos guste o no. Y aquellos a quienes no les gusta, aquellos que eventualmente no pueden soportarlo más… Bueno, tú ya sabes lo que les ocurre.
—Pero…
—Espera. Dos siglos de adaptación selectiva. Michael. Las tolvas para los neuros. E indudablemente algunos que consiguieron huir de los edificios, al menos al principio. Los que se quedaron se ajustaron a las circunstancias. Les gusta la vida monurbana. Les parece natural.
—¿Pero es eso realmente genético? ¿No se le podría llamar más simplemente condicionamiento psicológico? Por ejemplo, en los países asiáticos, ¿acaso la gente no ha vivido siempre apretada como lo estamos nosotros, sólo que mucho peor, sin condiciones sanitarias, sin regulación… y lo han aceptado siempre como una cosa natural?
—De acuerdo —dice Jasón—. Porque el rebelarse contra el orden natural de las cosas es algo que fue extirpado de sus cerebros hace muchos miles de años. Los que se quedaban, los que se reproducían, eran los que aceptaban este estado de cosas. Lo mismo que aquí.
—¿Cómo puedes establecer la línea divisoria —dice dubitativamente Michael— entre el condicionamiento psicológico y la selección educativa a largo término? ¿Cómo puedes saber lo que resultó de una cosa y de otra?
—Nunca he enfocado el problema desde este ángulo —admite Jasón.