Montones de evidencias están a su disposición. Pese a las dislocaciones causadas por el colapso, existe una enorme cantidad de datos relativos a las eras premonurbanas, almacenadas en alguna bóveda subterránea cuya ubicación ignora Jasón. Naturalmente, el banco central de datos (si es que existe realmente tan sólo uno, y no una serie de ellos repartidos alrededor del mundo) no se halla en la Monurb 116, y duda que esté en el interior de la constelación Chipitts. Pero esto no le interesa. Puede tener acceso a ese enorme depósito de información general siempre que lo necesite, y de forma casi instantánea. El único problema es formular correctamente la petición para recibir los datos solicitados.
Sin embargo, Jasón ya se ha familiarizado con la operativa de solicitar los datos de forma adecuada. Pulsa los controles correspondientes, y poco después aparecen los nuevos cubos. Novelas. Films. Programas de televisión. Carteles. Folletos. Sabe que durante casi medio siglo las actitudes de la gente en relación con los temas sexuales se desarrollaron a dos niveles, el lícito y el ilícito: las novelas y los films de explotación comercial, y una corriente subterránea clandestina, las obras eróticas «prohibidas». Jasón investiga ambos grupos. Debe tener en cuenta las distorsiones del erotismo subterráneo frente a las distorsiones del material legitimado: sólo prescindiendo de este newtoniano juego de fuerza es posible conseguir una visión objetiva. Y hay que vigilar también los códigos legales, con su serie de leyes en vigor únicamente en determinadas zonas. Ésta es, por ejemplo, la ley en Nueva York: «Cualquier persona que exhiba lúbrica y complacientemente, toda ella o alguna de sus partes íntimas, en cualquier lugar público o en cualquier lugar donde se hallen presentes otras personas, o incite a otro a exhibirse en idéntica forma, será culpable de…» En el estado de Georgia, lee, cualquier pasajero de coche cama que permanezca en otro compartimiento distinto del que le ha sido asignado es culpable de delito menor y será castigado con una multa máxima de 1.000 dólares o dos meses de prisión. La ley del estado de Michigan dice «Cualquier persona que trate médicamente a otra persona del sexo femenino, y en el curso de este tratamiento le haga creer que es necesario o beneficioso para su salud tener relaciones sexuales con un hombre, y cualquier hombre que no sea el esposo de dicha mujer, que tenga relaciones sexuales con ella en razón de dicho dictamen, serán culpables de felonía, y castigados con una pena máxima de diez años.» Extraño. Y extraño también: «Cualquier persona que conozca carnalmente, o tenga relaciones sexuales de cualquier tipo con un animal o pájaro, es culpable de sodomía…» ¡No es extraño que todo eso se haya extinguido! ¿Y esto?: «Cualquiera que tenga trato carnal con cualquier persona, de sexo masculino o femenino, contranatura, o intente acto carnal con un cadáver… 2.000 dólares y/o cinco años de prisión…» Y lo más estremecedor de todo: en Connecticut el uso de artículos contraceptivos estaba prohibido, bajo pena de una multa máxima de 50 dólares o sesenta días a un año de prisión, y en Massachusetts «cualquiera que venda, alquile o exponga (u ofrezca) cualquier instrumento o droga, o medicina, o cualquier artículo destinado a prevenir la concepción, será merecedor de una pena máxima de 1.000 dólares». ¿Qué? ¿Qué? ¿Meter a un hombre en prisión por media década por practicar cunnilingus con su esposa, e imponer una sentencia tan ligera a los propagadores de la contracepción? Y de todos modos, ¿dónde estaba Connecticut? ¿Dónde estaba Massachusetts? Pese a ser historiador, no está seguro de ello. Dios bendiga, piensa, esos desgraciados se merecieron el apocalipsis que les cayó encima. ¡Qué extrañas leyes, tan clementes hacia los partidarios de la limitación de la natalidad!
Hojea algunos libros y revisa unos cuantos films. Aunque se halla tan sólo en el primer día de su investigación, detecta algunas pautas, una especie de relajación de algunos tabúes a lo largo del siglo, acelerándose fuertemente entre 1920 y 1930 y después de 1960. Tímidos experimentos que se inician mostrando el tobillo hasta llegar al seno desnudo. La curiosa costumbre de la prostitución se erosiona a medida que las libertades empiezan a ser comúnmente aceptadas. La desaparición de tabúes en el vocabulario popular sexual. Jasón apenas puede creer en lo que está aprendiendo. ¡Qué comprimidas estaban sus almas! ¡Qué frustrados sus deseos! ¿Y por qué? ¿Por qué? Por supuesto, no se puede negar una cierta evolución. Pero terribles restricciones siguen prevaleciendo a lo largo de aquel siglo oscurantista, excepto en sus postrimerías, cuando el colapso está cerca y los límites se desgarran. Pero incluso entonces hay algo retorcido en su liberación. Jasón ve allí una forzada y semiconsciente moda de amoralidad intentando ver la luz. Los tímidos nudistas. Los libertinos con complejo de culpabilidad. Los adúlteros intentando justificarse. Extraño, extraño, extraño. Se siente irresistiblemente fascinado por los conceptos sexuales del siglo XX. La esposa como una propiedad del marido. El premio a la virginidad: bueno, parece que intentaban liberarse de eso. La intervención del estado, dictando posiciones con respecto a las relaciones sexuales y prohibiendo algunos actos suplementarios. ¡Restricciones incluso en las palabras! Una frase en una supuestamente seria obra de crítica social del siglo XX le llama la atención: «Entre los progresos más significativos de la década hay que señalar la consecución, por fin, de libertad para los escritores responsables de usar palabras tales como joder y coño cuando son necesarias para su obra.» ¿Cómo puede ocurrir algo así? ¿Cómo puede darse tanta importancia a unas simples palabras? Jasón pronuncia las viejas palabras prohibidas en su cubículo de investigación: «Joder. Coño. Joder. Coño. Joder». Suenan anticuadas. E inofensivas, por supuesto. Busca los equivalentes modernos. «Tomar. Hendidura. Tomar. Hendidura. Tomar.» No tienen mayor impacto. ¿Cómo pueden haber tenido nunca unas palabras un contexto tan inflamatorio que hayan conducido a una mente en apariencia inteligente a celebrar la libertad de usarlas públicamente? Jasón se siente consciente de sus limitaciones como historiador cuando tropieza con tales cosas. Simplemente no puede comprender la obsesión del siglo XX hacia simples palabras. El insistir en escribir Dios con mayúscula, ¡cómo si Él fuera a sentirse disgustado si le llamaran sencillamente dios! ¡Suprimir libros por imprimir palabras como c…, j… y p…!
Cuanto más avanza en su trabajo del día, más convencido está de la validez de su tesis. Ha habido un cambio monumental en la moralidad sexual en los últimos trescientos años, y no puede ser explicado tan sólo a través de argumentos culturales. Somos diferentes, se dice a sí mismo. Hemos cambiado, y es un cambio celular, una transformación corporal tanto como espiritual. Ellos no hubieran permitido nunca, ni siquiera animado, nuestra sociedad de total accesibilidad. Nuestras rondas nocturnas, nuestra desnudez, nuestra libertad con respecto a los tabúes, nuestro desprecio a todo tipo de celos irracionales, todo ello les parecería extraño, repugnante, abominable. Incluso aquellos que vivían en una forma aproximada a la nuestra, y eran muy pocos, lo hacían por razones equivocadas. Respondían no a una necesidad social positiva sino a la existencia de un sistema represivo. Nosotros somos distintos. Básicamente distintos.