A mediodía abandona su cubículo, habiendo trabajado tan sólo cinco horas. El ascensor le lleva hasta la planta 787. Ante el apartamento de Siegmund y Mamelón Kluver sucumbe a un terrible vértigo y está a punto de caer. Recupera el equilibrio; pero su terror es tan grande que se siente tentado a huir. Argumenta consigo mismo, en un esfuerzo por extirpar su timidez. Piensa en los personajes del film. ¿Por qué tiene miedo? Mamelón en tan sólo una mujer más. Ha tomado a cientos de otras tan atractivas como ella. Pero ella es inteligente. Es capaz de hacerme perder la cabeza con un par de sus sutilezas. Y sin embargo, la deseo. Me la he negado durante tanto años. Mientras Micaela se iba tranquilamente con Siegmund en plena tarde. La perra. La muy perra. ¿Por qué tengo que sufrir? Se supone que no tenemos que sentir ninguna frustración dentro de la monurb. Y puesto que deseo a Mamelón… Abre la puerta.
El apartamento de los Kluver está vacío. Excepto un bebé en el alvéolo de mantenimiento, no hay ninguna otra señal de vida.
—¿Mamelón? —llama. Su voz está a punto de quebrarse.
La pantalla se ilumina, y la preprogramada imagen de Mamelón aparece. Tan hermosa, piensa. Tan radiante. Y su sonrisa.
—Hola —dice la imagen—. Estoy en mi clase de polirritmo de la tarde. Volveré a las 1500. Los mensajes urgentes pueden serme transmitidos al Centro de Realización Somática de Shanghai, o a mi esposo Siegmund en la Conexión de Acceso de Louisville. Gracias —la imagen desaparece.
A las 1500. Casi dos horas de espera. ¿Qué hacer?
Seguir contemplando su espléndida belleza.
—¿Mamelón? —llama.
Ella reaparece en la pantalla. La estudia. Sus aristocráticos rasgos, sus misteriosos ojos oscuros. Una mujer segura de sí misma, libre de los demonios. Una personalidad firme, no como Micaela, una neurótica arrastrada por vientos psíquicos.—Hola. Estoy en mi clase de polirritmo de la tarde. Volveré a casa a las 1500. Los mensajes urgentes pueden serme transmitidos…
Esperará.
El apartamento, que ha visto ya otras veces, le sigue impresionando con su elegancia. Los ricos tejidos de las cortinas y las tapicerías, los seleccionados objetos de arte. Las huellas de su status; Siegmund avanzará muy pronto hacia Louisville, no hay duda, y esas posesiones personales son los heraldos de su próximo ascenso a la clase dirigente. Para tranquilizar su impaciencia, Jasón juega con los paneles murales, inspecciona el mobiliario, programa olores. Observa al bebé, que patalea alegremente en su alvéolo. Va arriba y abajo. El potro chico de los Kluver debe tener unos dos años. ¿Regresará pronto del jardín de infancia? No está dispuesto a entretener a un chico toda la tarde mientras espera a Mamelón.
Conecta la pantalla y sigue uno de los programas abstractos de la tarde. El flujo de formas y colores le arrastra a lo largo de otra impaciente hora. Mamelón debe llegar pronto.
Las 1450. Ella entra, llevando a su hijo de la mano. Jasón se levanta, vacilante, con la garganta seca. Va vestida simple y sobriamente con una amplia túnica azul que le llega hasta las rodillas, y su aspecto es desusadamente desaliñado. ¿Y por qué no? Ha pasado la tarde realizando ejercicios físicos; no puede esperar que se presente impecable, luciendo tan esplendorosamente como la Mamelón de las veladas nocturnas.
—¿Jasón? ¿Ocurre algo? ¿Por qué…?
—Sólo una visita —dice él, casi incapaz de reconocer su propia voz.
—¡Pareces medio neuro, Jasón! ¿Estás enfermo? ¿Puedo ayudarte en algo? —Abre su túnica y se la quita, echándola bajo la ducha. Bajo ella tan sólo lleva una malla transparente; él desvía los ojos de la deslumbrante desnudez. Y permanece de pie, inmóvil, en un rincón, mientras ella se desprende también de la malla, se ducha y se echa encima una brillante bata. Girándose hacia él, dice:
—Actúas de una forma muy extraña.
Debe lanzarse a fondo.
—¡Déjame tomarte, Mamelón!
—¿Ahora? —hay una sorprendida sonrisa en sus labios—. ¿A media tarde?
—¿Es eso tan degradante?
—Es poco común —dice ella—. Especialmente viniendo de un hombre que nunca me ha visitado como rondador nocturno. Pero supongo que no hay nada que se oponga a ello. De acuerdo: vamos. Tan simple como eso. Ella se desprende de su bata e hincha la plataforma de descanso. Ella no va a negarse, por supuesto; hacer lo contrario sería algo maldecido. La hora es extraña, pero Mamelón conoce los códigos que rigen su vida, y sigue estrictamente las reglas. No hay que frustrar a nadie. La blanca piel, los altos y llenos senos. El profundo ombligo. El oscuro triángulo de placer. Le atrae hacia ella desde la plataforma, sonríe, se acomoda. Él se desviste, doblando cuidadosamente toda su ropa. Se tiende a su lado. Desea desesperadamente decirle que la ama. Pero sería una infracción a las costumbres mucho más seria de las que ya ha cometido hasta ahora. En un cierto sentido, no el sentido propio del siglo XX, ella pertenece a Siegmund, y no es correcto interponer sus emociones entre ellos. Con un tenso movimiento se sitúa sobre ella. Como siempre, el pánico le hace apresurarse. Estoy tomando a Mamelón Kluver, piensa. En este momento. Por fin. Consigue controlarse y relajar sus movimientos. Se fuerza a abrir sus ojos y es premiado con la visión de que los de ella están cerrados. Las aletas de su nariz tiemblan, sus labios están entreabiertos. Qué blanco perfecto el de sus dientes. Parece como si estuviera murmurando algo. Se mueve un poco más aprisa. La estruja entre sus brazos, sintiendo sus senos clavarse en su pecho. Y todo termina. Exhausto, siente como ella acaricia suavemente su espalda empapada en sudor. Luego, analizando en la subsiguiente frialdad aquellos álgidos momentos, se da cuenta de que no ha sido tan diferente de lo que ha experimentado con otras mujeres. Quizá un instante algo más salvaje, pero aparte esto la misma rutina familiar. Incluso con Mamelón Kluver, el objeto de su incandescente imaginación durante tres años, tan sólo ha sido el viejo proceso: yo empujo, tú empujas, y los dos partimos. Nada de romanticismo. En la oscuridad, todos los gatos son pardos, dice un viejo proverbio del siglo XX. Ahora ya la he tomado, eso es todo. Se levanta, y ambos se meten juntos bajo la ducha.
—¿Te sientes mejor ahora? —dice ella.
—Creo que sí.
—Estabas tan terriblemente tenso cuando he llegado.
—Lo siento —dice él.
—¿Quieres que hagamos algo?
—No.
—¿Quieres que charlemos un poco?
—No. No. —Se da cuenta de que desvía de nuevo su mirada del cuerpo de ella. Busca sus ropas. Mamelón no muestra ninguna intención de vestirse—. Creo que debo irme —dice él.
—Vuelve alguna otra vez. Quizá en horas de ronda nocturna. No quiero decir que me molesta el que vengas por la tarde, Jasón, pero estaremos más relajados por la noche. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Habla de una forma tan fríamente casual. ¿Se da cuenta de que es la primera vez que él toma a una mujer de su propia ciudad? ¿Qué ocurriría si le contara que todas sus demás aventuras han ocurrido en Varsovia y Reykjavik y Praga y los otros niveles mugros? Se pregunta de qué tiene miedo. Volverá otra vez a ella, está seguro. Marca su salida con una confusa ráfaga de sonrisas, asentimientos, medias palabras y furtivas e intencionadas miradas. Mamelón le envía un beso.