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Jasón se siente aterrado. ¿Echar de aquel modo a un legítimo rondador nocturno? ¿Ordenarle que se vaya?

—¡Salvaje! —grita, y la abofetea furiosamente—. ¿Cómo has podido hacer eso?

Ella retrocede, frotándose la mejilla.

—¿Salvaje? ¿Yo? ¿Y tú golpeándome? Podría llevarte a las tolvas por…

—Yo podría llevarte a ti a las tolvas por…

Se calla. Ambos quedan silenciosos, mirándose.

—No tendrías que haber echado a Mattern —dice él suavemente, un poco más tarde.

—Y tú no tendrías que haberme golpeado.

—Estaba fuera de mí. Algunas reglas son inviolables. Si él te denuncia a…—No lo hará. Ha visto bien que estábamos discutiendo. Que yo no estaba realmente disponible para él.

—Y discutir de este modo —dice él—. Gritando así. Los dos. Esto podría llevarnos a los ingenieros morales.

—Arreglaré las cosas con Mattern, Jasón. Déjame a mí. Le pediré que venga y le daré una explicación, y le proporcionaré el placer de su vida —sonríe suavemente—. Especie de neuro. —Hay afecto en su voz—. Seguramente hemos esterilizado la mitad de la planta con nuestros gritos. ¿A qué venía esto, Jasón?

—Intentaba hacerte comprender algo acerca de ti misma. Tu esencialmente arcaica personalidad psicológica, Micaela. Si pudieras tan sólo verte a ti misma objetivamente, la mezquindad de tus últimas motivaciones… no, no quiero iniciar otra discusión. Tan sólo intento explicarte…

—¿Y tus motivaciones, Jasón? Tú eres tan arcaico como yo. Ambos pertenecemos a otra época. Nuestras cabezas están llenas de primitivos reflejos moralistas. ¿No lo crees así? ¿No te das cuenta de ello?

Él se aparta de ella. Dándole la espalda, apoya los dedos contra el dispositivo relajante situado en la pared junto al baño, y siente como las tensiones fluyen de él hacia el aparato.

—Sí —dice tras una larga pausa—. Sí, me doy cuenta. Llevamos encima un barniz de monurbanidad. Pero bajo él… los celos, la envidia, el deseo de posesión…

—Sí. Sí.

—¿E imaginas lo que representa esto para mi trabajo? —se encoge ligeramente de hombros—. ¿Mi tesis según la cual la adaptación selectiva ha producido una nueva especie de hombre en las monurbs? Quizá sea así, pero en este caso yo no pertenezco a tal especie. tampoco perteneces a ella. Quizá ellos sí, algunos de ellos. ¿Pero cuántos? ¿Cuántos realmente?

Ella se le acerca y se aprieta contra él. Siente su pecho presionando su espalda.

—La mayor parte de ellos, quizá —dice ella—. Tu tesis sigue siendo válida. Pero nosotros estamos fuera de ella. No encajamos aquí.

—Sí.

—Pertenecemos a una repulsiva era ya pasada.

—Sí.

—Así que tenemos que dejar de torturarnos el uno al otro, Jasón. 'Tenemos que camuflarnos mejor. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Sí. De otro modo, terminaremos en las tolvas. Somos blasfemos, Micaela.—Ambos. —Ambos.

Se gira. Sus brazos la rodean. Él sonríe. Ella sonríe. —Bárbaro vengativo —dice ella tiernamente. —Salvaje resentida —susurra él, besando el lóbulo de su oreja. Se deslizan juntos a la plataforma de descanso. Los rondadores nocturnos tendrán que esperar.

Nunca la ha amado tanto como en este preciso instante.

CAPÍTULO QUINTO

En Louisville, Siegmund Kluver se siente aún como un muchachito. No puede persuadirse a sí mismo de lo fundamentado de su trabajo en los niveles superiores. Se ve allí como un extraño. Un intruso sin el menor derecho. Cuando sube a la ciudad de los dueños de la monurb nota una extraña timidez pueril que debe esforzarse en disimular. Siente constantemente el deseo de mirar nerviosamente por encima de su hombro. Espera tropezar con la patrulla que va a interceptarlo, enormes siluetas en posición de firmes bloqueando el corredor. ¿Qué estás haciendo tú aquí, hijo? Tendrías de saber que está prohibido pasear por estas plantas. Louisville es para los administradores, ¿acaso no lo sabes? Y Siegmund balbuceará sus excusas, mientras enrojece. Y correrá hacia el descensor.

Intenta mantener oculto su irrazonable sentimiento de vergüenza. Sabe que no encaja con la imagen que de él se hacen todos los demás. Siegmud el impasible. Siegmund el predestinado. Siegmund el obviamente abocado desde pequeño a entrar en la clase dirigente. Siegmund el conquistador fanfarrón, abriéndose camino imperturbablemente a través de las más hermosas mujeres que la Monada Urbana 116 le puede ofrecer.

Si tan sólo supieran. Tras todo esto se esconde un vulnerable chiquillo. Frágil, inseguro Siegmund. Inquieto por el hecho de que su ascensión sea tan rápida. Pidiéndose perdón a sí mismo por su éxito. Siegmund el humilde, Siegmund el inseguro.

¿O esto es también tan sólo una imagen? A veces piensa que este recóndito Siegmund, este secreto Siegmund, es otra fachada que él mismo ha erigido para seguir amándose a sí mismo, y que bajo esta apariencia subterránea de timidez, en algún lugar más allá de su percepción de sí mismo, se halla agazapado el auténtico Siegmund, tan despiadado y orgulloso y ambicioso como el Siegmund que todo el mundo puede ver. Últimamente está subiendo a Louisville casi todos los días. Es llamado a consulta. Algunos de los hombres más elevados le han hecho su predilecto: Lewis Holston, Nissim Shawke, Kipling Freehouse, hombres situados en los más altos niveles de autoridad. Sabe que le están explotando, descargando en él las más ingratas y tediosas tareas que no quieren realizar por sí mismos. Aprovechándose de su ambición. Siegmund, prepara un informe sobre los esquemas de movilidad de las clases obreras. Siegmund, traza una tabulación del equilibrio de adrenalina en las ciudades intermedias. Siegmund, ¿cuál es la media de la regeneración de desechos de este mes? Siegmund, Siegmund. Siegmund. Pero él también les explota a ellos. Se está haciendo rápidamente indispensable, dejando que tomen la costumbre de usarlo siempre que tengan que pensar. En uno o dos años más, sin ninguna duda, va a ser llamado a la cima. Quizá pueda trepar desde Shanghai hasta Toledo o París; o lo que es también probable, le llamen directamente a Louisville en las próximas vacaciones. ¡Louisville antes de los veinte años! ¿Alguien antes ha conseguido nunca algo así?

Quizá, por aquel entonces, se sienta cómodo entre los miembros de la clase dirigente.

Puede ver que en su fuero interno se están riendo de él, lo nota en el brillo de sus ojos. Ellos, que han llegado a la cima desde hace tantos años, que han olvidado que existen otros que están luchando por abrirse camino. Para ellos, sabe Siegmund, debe parecer cómico… un concienzudo y voluntarioso pequeño arribista, con las entrañas ardiendo por el ansia de llegar. Le toleran porque es capaz… más capaz, quizá, que muchos de ellos. Pero no le respetan. Piensan que es un idiota aspirando hasta tal punto algo de lo que ellos no han tenido aún tiempo de cansarse.

Nissim Shawke, por ejemplo. Posiblemente uno de los dos o tres hombres más importantes de la monurb. (¿Quién es el más importante? Ni siquiera Siegmund lo sabe. En aquel nivel tan elevado, el poder se convierte en una nebulosa abstracción; en un cierto sentido, todo el mundo en Louisville tiene autoridad absoluta sobre todo el edificio, mientras que desde otro ángulo nadie la tiene). Shawke tendrá unos sesenta años, supone Siegmund. Aunque se le ve mucho más joven. Un hombre delgado, atlético, de piel olivácea, fríos ojos, físico poderoso. Despierto, prudente, un hombre de una gran y elástica fuerza. Crea la ilusión de un enorme potencial dinámico. Una fecunda reserva de potencial. Y, sin embargo, por lo que Siegmund puede ver, no hace absolutamente nada. Pasa todos los asuntos gubernamentales a sus subordinados; se desliza a través de sus oficinas en la cúspide de la monurb como si los problemas del edificio fueran meros fantasmas. ¿Y por qué habría de luchar con ellos? Está en la cima. Ha engañado a todo el mundo, a todos excepto quizá a Siegmund. Shawke no necesita hacer, sino tan sólo estar. Ahora deja transcurrir el tiempo y disfruta del confort de su posición. Algo parecido a un príncipe del Renacimiento. Una palabra de Nissim Shawke es suficiente para enviar a cualquiera a las tolvas. Un simple memorándum suyo puede alterar algunos de los más fundamentales aspectos políticos de la monurb. Y, sin embargo, no da origen a ningún problema, no plantea proposiciones, desvía todos los problemas. Tener tanto poder y negarse a ejercitarlo se le aparece a Siegmund como estar jugando con la propia idea del poder. La pasividad de Shawke trae implícito consigo el desdén hacia los méritos de Siegmund. Su sardónica sonrisa se burla de toda ambición. Niega que sea un mérito servir a la sociedad. Estoy aquí, dice Shawke con cada gesto, y esto es bastante para mí; dejad que la monurb se ocupe de sí misma; cualquiera que asuma voluntariamente esta carga es un idiota. Siegmund, que sueña con gobernar, siente que Shawke sumerge su alma en la duda. ¿Y si Shawke tuviera razón? ¿Y si al llegar yo a su lugar dentro de quince años descubriera que nada tiene sentido? Pero no. Shawke está enfermo, eso es todo. Su alma está vacía. La vida debe tener una finalidad, y servir a la comunidad cumple con esta finalidad. Yo estoy cualificado para gobernar a mis semejantes, sería traicionar a la humanidad y traicionarme a mí mismo si rehusara cumplir con mi deber. Nissim Shawke está equivocado. Siento piedad por él.