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—Mi primer impulso —dice— es responder: deniegue la petición.

—Muy bien. ¿Por qué?

—La dinámica básica sobre la que reposa una monada urbana requiere estabilidad y predecibilidad, y la negación de todo riesgo. Una monurb no puede expandirse físicamente, y nuestras posibilidades de ubicar los excedentes de población son flexibles pero limitadas. Así que necesitamos programar cuidadosamente nuestro crecimiento de forma imperativa.

Shawke le observa con una gélida mirada y dice:

—Por si no te das cuenta de la obscenidad, permíteme decirte que hablas exactamente como un propagandista de la limitación de nacimientos.

—¡No! —exclama Siegmund—. ¡Dios bendiga, no! \Por supuesto que se necesita una fertilidad universal! —Shawke se está riendo silenciosamente de él. Aguijoneándole, provocándole. Su vena sádica es su mayor diversión en la vida—. Lo que quería decir —prosigue tenazmente— es que en el interior de una sociedad como la nuestra, que anima la reproducción ilimitada, hay que imponer algunos controles y balances para prevenir los procesos disruptivos de desequilibrio. Si dejamos a la gente la posibilidad de elegir el sexo de sus propios hijos, es posible que en una generación lleguemos a un 65 por ciento de machos y a un 35 por ciento de hembras. O viceversa, dependiendo de los gustos y modas del momento. Si esto ocurriera, ¿qué hacer con los que no consigan emparejarse? ¿Qué hacer con el excedente? Digamos, por ejemplo, 15.000 hombres de la misma edad, sin compañeras disponibles. Esto provocaría no sólo extraordinariamente blasfemas tensiones sociales —¡imagine una epidemia de violaciones!— sino que esos hombres desemparejados serían una terrible pérdida para nuestro fondo genético. Se establecería de nuevo un insalubre criterio competitivo. Y antiguas costumbres como la prostitución deberían ser reavivadas para subvenir a las necesidades sexuales de los no emparejados. Las consecuencias obvias de un coeficiente de sexos no equilibrados a lo largo de una generación serían tan terribles que…

—Evidentemente —corta Shawke, sin intentar ocultar su fastidio. Pero Siegmund, cuando se lanza a la exposición de una teoría, no puede ser detenido tan fácilmente.—La libertad de elegir el sexo de los hijos de uno sería algo tan terrible como el control absoluto del proceso. En los tiempos medievales el equilibrio estaba regulado por el azar biológico, y tendía naturalmente a gravitar en un 50—50 aproximado, pudiendo ser regulado a través de factores especiales como la guerra o las emigraciones, que por supuesto son cosas que no nos conciernen. Pero ahora que podemos controlar nuestro porcentaje de sexos, debemos cuidar de no dar a los ciudadanos los medios de crear un desequilibrio peligroso. No podemos correr el riesgo de que en un mismo año toda una ciudad opte por tener niñas, por ejemplo… y se conocen casos de preferencias en las masas aún más extrañas. Podemos tolerar por compasión, a una pareja en particular, que solicite y reciba el permiso de engendrar, por ejemplo, una hija en la próxima ocasión, pero estas peticiones deberán ser compensadas en la ciudad en cuestión a fin de conservar el deseado equilibrio de 50—50, incluso si esto causa tristeza o inconvenientes a algunos otros ciudadanos. En consecuencia, recomiendo que se prosiga nuestra actual política de suave control sobre los coeficientes de sexos, manteniendo los parámetros establecidos por libre elección, pero conservando en la mente la premisa de que el bien de la monurb como un conjunto debe ser…

—Dios bendiga, Siegmund, ya basta.

—¿Señor?

—Ya me has dado tu punto de vista. Una y otra vez. No te he pedido una disertación, tan sólo una opinión.

Siegmund se siente herido. Retrocede, incapaz de sostener la pétrea, desdeñosa mirada de Shawke que le taladra.

—Sí, señor —murmura—. ¿Qué debo hacer entonces con este cubo?

—Prepara una respuesta para ser remitida con mi nombre. Repitiendo básicamente lo que me has dicho, aunque embelleciéndolo un poco, adornándolo con algo de autoridad académica. Ponte en contacto con un sociocomputador y dile que te proporcione una docena de razones impresionantes que demuestren que la libre elección de sexos nos llevaría probablemente a un rápido desequilibrio. Ponte en contacto también con algún historiador y pídele ejemplos de lo que le ocurrió a la sociedad la última vez que fue autorizada la libre elección de sexos. Envuélvelo todo con una llamada a su lealtad y a su sentido comunitario. ¿Está claro?

—Sí, señor.

—Y diles, con palabras suaves, que su petición es denegada.

—Les diré que ha sido transmitida al alto consejo para posterior estudio.—Exactamente —dice Shawke—. ¿Cuánto tiempo necesitaras para tenerlo todo a punto?

—Calculo que puedo terminarlo mañana por la tarde.

—Tómate tres días. No te apresures —Shawke hace un gesto de despido. Cuando Siegmund sale, Shawke sonríe cruelmente y dice—: Rhea te transmite todo su amor.

—No comprendo por qué me trata de esta forma —dice Siegmund, intentando ocultar el temblor de su voz—. ¿Es así con todo el mundo?

Está tendido al lado de Rhea Freehouse. Ambos están desnudos; esta noche aún no han hecho el amor. Sobre ellos, unos diseños luminosos giran y se retuercen. Es la última escultura de Rhea, adquirida aquel mismo día a un artista de San Francisco.

—Padre te tiene en gran estima —dice ella.

—Lo demuestra de un modo muy extraño. Jugando conmigo, riéndose en mis narices. Debo parecerle muy divertido.

—Son imaginaciones tuyas, Siegmund.

—No. De veras que no. Bueno, supongo que no puedo culparlo. Debo parecerle más bien ridículo, tomándome tan en serio los problemas de la vida monurbana, aburriéndole con mis largas disquisiciones teóricas. Esas cosas no le interesan en absoluto, y no puedo esperar que un hombre se dedique tan de lleno a su tarea a los sesenta años como a los treinta, pero su actitud me hace sentir a veces como un idiota. Como si fuera algo tan intrínsecamente estúpido el querer introducirse en las responsabilidades administrativas.

—Nunca me había dado cuenta de que pensaras tan mezquinamente de él —dice Rhea.

—Tan sólo porque se niega a utilizar sus enormes recursos. Podría ser un gran dirigente. Y, sin embargo, se limita a sentarse allí arriba y a reírse de todo.

Rhea se gira hacia él. Su expresión es grave.

—Estás juzgándole mal, Siegmund. Está tan interesado en el bien público como tú. Te sientes tan chocado por su modo de actuar que no te das cuenta del dedicado administrador que es.

—¿Puedes darme un solo ejemplo de…?

—Muy frecuentemente —prosigue ella— proyectamos hacia los demás nuestras propias secretas y reprimidas actitudes. Si nosotros pensamos en lo más profundo que algo es trivial o inútil, acusamos indignadamente a los demás de pensar igual que nosotros. Si dudamos interiormente de nuestra dedicación y nuestra abnegación, nos lamentamos de la inacción de los demás. Podría suceder que tu apasionado interés en los asuntos administrativos, Siegmund, fuera resultado más bien de tu deseo de subir más y más arriba que de una auténtica preocupación humanitaria, y que te sientas tan culpable por tus inmensas ambiciones que creas que los demás piensan de ti lo mismo que piensas tú mismo…

—¡Espera! ¡Niego absolutamente…!

—Aguarda un instante, Siegmund. No estoy intentando echarte por los suelos. Estoy tan sólo ofreciéndote algunas posibles explicaciones a tus problemas en Louisville. Si quieres que me calle…

—No, prosigue.

—Voy a decirte una cosa más, y puedes odiarme por hacerlo, si quieres. Eres terriblemente joven, Siegmund, para estar donde estás. Todo el mundo conoce tus tremendas capacidades, y sabe que mereces el inmediato ascenso a Louisville, pero tú mismo eres quien está incómodo con tu rápida promoción. Intentas ocultarlo, pero no puedes ocultármelo a mí. Tienes miedo de que la gente tome a mal tu escalada… incluso piensas que algunos de los que están por encima tuyo pueden tomarlo también a mal. Pero tú eres tímido. Eres extrasensitivo. Lees toda clase de cosas terribles en las más inocentes expresiones de la gente. Si yo fuera tú, Siegmund, me relajaría e intentaría divertirme un poco más. No te preocupes de lo que piensa la gente, o crees que piensa, acerca de ti. No te obceques con tu carrera…; vas directo a la cúspide, no te preocupes, puedes permitirte el lujo de relajarte y olvidar de tanto en tanto la teoría de la administración urbana. Intenta ser más frío. Menos preocupado por las cosas, menos obviamente dedicado a tu carrera. Ten amigos entre la gente de tu misma edad… valora la gente por su propio valor y no por lo que te puedan ayudar. Empápate en la naturaleza humana, intenta convertirte tú mismo en más humano. Ve por todo el edificio; haz algunas rondas nocturnas por Varsovia o Praga, por ejemplo. Es algo irregular, pero no ilegal, y con ello ganarás algo de humanidad. Observa cómo vive la gente sencilla. ¿Comprendes lo que intento decirte?