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—¿Siegmund? —suena la voz de un altavoz oculto—. Ven. Estamos con Kipling. —Es la voz de Shawke. Ha sido detectado por los identificadores. Instantáneamente recompone su rostro, sabiendo que estaba ofreciendo una imagen vacua y soñadora. De nuevo es todo eficiencia. Irritado consigo mismo por haber olvidado que podía estar siendo observado, gira a la izquierda y se presenta ante el despacho de Kipling Freehouse. La puerta se abre silenciosamente.

Una gran estancia curvada flanqueada por enormes ventanales. La deslumbrante fachada de la Monurb 117 destaca al otro lado de los cristales, estrechándose elegantemente hasta el área de aterrizaje de su cúspide. Siegmund se siente impresionado por el gran número de gente importante que hay reunida allí. Todos aquellos poderosos rostros le fascinan. Kipling Freehouse, el jefe del secretariado de proyección de datos, un hombre grueso y mofletudo de espesas cejas. Nissim Shawke. El afable, gélido Lewis Holston, vestido como siempre con un elegante traje incandescente. El pequeño e irónico Monroe Stevis. Donnelly. Kinsella. Vaughan. La flor y nata de la grandeza. Todos los que cuentan en la monurb están allí, salvo alguna rara excepción; un neuro con una psibomba, deslizándose en aquella habitación, podría aniquilar a todo el gobierno de la monurb. ¿Qué terrible crisis ha podido reunirlos allí? Invadido por un reverente temor, Siegmund apenas puede dar un paso adelante. Un querubín entre arcángeles. Penetrando en el tabernáculo donde se fabrica la historia. Quizá, si le han hecho venir, es porque desean, antes de tomar ninguna decisión, obtener la aprobación de un representante de la futura generación de dirigentes. Siegmund se siente seducido por su propia interpretación de los hechos. Voy a participar en ello. Sea lo que sea. Su propia importancia se dilata y el aura que rodea a los demás disminuye, y avanza en una especie de jactancioso balanceo hacia ellos. Entonces se da cuenta de que hay también otras personas presentes que evidentemente se hallan fuera de lugar en una reunión política de alto nivel. ¿Rhea Freehouse? ¿Paolo, su indolente marido? Y esas chicas, de no más de quince o dieciséis años, vestidas con suaves gasas o completamente desnudas: concubinas de los grandes, sirvientas. Todos saben que los administradores de Louisville se permiten chicas extra. ¿Pero aquí? ¿Ahora? ¿Riéndose en el momento en que se crea historia? Nissim Shawke saluda a Siegmund sin levantarse y dice:

—Únete a la fiesta. Di qué quieres, seguro que lo tenemos. Excitantes, borra penas, expansivos, multiplexers, cualquier cosa.

¿Fiesta? ¿Una fiesta?

—Traigo el informe sobre el coeficiente de sexos. Los datos históricos… el sociocomputador…

—Oh, deja eso, Siegmund. Diviértete un poco.

¿Divertirse?

Rhea acude a su lado. Titubeando, tropezando, evidentemente en pleno viaje. Pese a lo cual su inteligencia fluye a través de sus vidriados ojos.

—Has olvidado lo que te dije —susurra—. Relájate, Siegmund. —Le da un beso en la punta de la nariz. Le quita el informe y lo deja en el escritorio de Freehouse. Acaricia su rostro con las manos; sus dedos están húmedos. No me sorprendería que me dejara sus huellas en las mejillas. Vino. Sangre. Cualquier cosa—. Hoy es el Feliz Día de la Realización Somática —dice Rhea—. Estamos celebrándolo. Puedes tomarme, si quieres, o a cualquiera de las otras chicas, o a quien desees —se ríe tontamente—. Sólo tienes que elegir.

—He venido porque tenía que traerle un importante documento a tu padre y…

—Oh, métetelo donde te quepa —dice Rhea, y se gira dándole la espalda, sin ocultar su disgusto.

El Día de la Realización Somática. Lo había olvidado. El festival empezará dentro de pocas horas; debería estar con Mamelón. Pero está aquí. ¿Debe irse? Todos están mirándole. Un lugar donde ocultarse. Hundirse en la ondulante moqueta psicosensitiva. No estropearles la diversión. Su mente está llena del trabajo de esa misma mañana. Hay que hacer notar que la determinación del sexo de los niños aún no nacidos dejada al azar, o más exactamente al factor biológico, da lugar a una estadísticamente predecible distribución relativamente simétrica de nacimientos. El cambio de este factor de azar introduce un peligro. La experiencia ensayada en la antigua ciudad de Tokio, entre 1987 y 1996, probó que la incidencia de nacimientos de hembras descendía de una forma alarmante. Los riesgos no pueden ser equilibrados más que con una intervención directa. En consecuencia, se recomienda lo siguiente. La fiesta, se da cuenta observándola más atentamente, es esencialmente una orgía. Ha participado antes en otras orgías, pero no con gentes de este nivel. El humo de los porros traza volutas. La desnudez de Monroe Stevis. La confusa masa de carnosas chicas.

—¡Ven! —le grita Kipling Freehouse—. ¡Diviértete, Siegmund! ¡Elige una chica, cualquier chica!

Se oyen risas. Una chica de aire sensual coloca una cápsula en su mano. Se estremece de tal modo que la deja caer. Otra chica la recoge rápidamente y la engulle. Está llegando más gente. El digno y elegante Lewis Holston tiene a una chica en cada rodilla. Y a otra arrodillada ante él. —¿No quieres nada, Siegmund? —pregunta Nissim Shawke—. ¿Realmente nada? Pobre Siegmund. Si has de venir a vivir a Louisville, necesitas saber más cómo divertirse que cómo trabajar. Están juzgándolo. Probando su compatibilidad: ¿Es apto para vivir con la élite, o debe ser relegado al rango de los siervos, la burocracia intermedia? Siegmund se ve a sí mismo degradado a Roma. Sus ambiciones derrumbadas. Si el criterio de admisión es aceptar el juego, entonces jugará. Sonríe.

—Tomaré un poco de excitante —dice. Se contentará con lo que sabe que puede resistir bien.

—¡Excitante, aprisa!

Hace un esfuerzo. Una ninfa de cabellos dorados le ofrece el bol de excitante; da un sorbo, pellizca a la chica, da otro sorbo. El burbujeante fluido picotea su garganta. Da un tercer sorbo. Trágalo hasta el fondo, ¡no eres tú quien paga! Le aplauden. Rhea asiente su aprobación. Las diversiones de los dueños. Ahora debe haber allí al menos cincuenta personas. Una palmada en su hombro. Kipling Freehouse. Sonriente, explosivamente cordial.

—¡Eres estupendo, muchacho! Estábamos inquietos acerca de ti, ¿sabes? Tan serio, tan dedicado. No son malas virtudes, claro, pero también hay otras, ¿me sigues? Un espíritu alegre, por ejemplo. ¿Eh? ¿Eh?

—Sí, señor. Entiendo lo que quiere decir, señor.

Siegmund se sumerge en el grupo. Olor a mujer. Una fuente de sensaciones. Alguien mete algo en su boca. Traga, y unos instantes más tarde siente que la base de su cerebro estalla. Ríe. se siente besado. Echado contra la moqueta por su asaltante. Palpa y nota unos senos pequeños y duros. ¿Rhea? Sí. La música inundándolo todo desde arriba. En medio de la confusión, se descubre a sí mismo compartiendo una chica con Nissim Shawke. Éste le dedica un guiño, pero sus ojos siguen siendo fríos. Shawke está controlando su capacidad para el placer. Todos le están controlando, analizando si es lo suficientemente decadente como para merecer la promoción de acceder a su nivel. ¡Libérate! ¡Libérate de todo!

Con una desesperada urgencia, se integra en la algarada. Depende mucho de ello. Debajo de él yacen 974 plantas de la monurb, y si quiere permanecer allí debe saber cómo tiene que jugar. Se siente desilusionado de que los administradores sean así. Tan simples, tan vulgares, el fácil hedonismo de la clase dirigente. Parecen duques florentinos, nobles parisinos, Borgias, ebrios boyardos. Incapaz de aceptar esta imagen de dios, Siegmund se construye una fantasía: han organizado su orgía con el único fin de probar su carácter, de determinar si es tan sólo un aburrido burócrata servil o si tiene realmente la amplitud de mente que necesitan los hombres de Louisville. Qué locura pensar que iban a desperdiciar su precioso tiempo comiendo, bebiendo y tomando así; pero son flexibles, pueden disfrutar de la vida, enfrentan con igual placer el trabajo y la diversión. Y si él quiere vivir entre ellos, debe demostrar idéntica madurez. Lo hará. Lo hará.