Su embotado cerebro gira bajo la acción de conflictivos mensajes químicos.
—¡Cantemos! —grita desesperadamente—. ¡Cantemos todos! —y empieza:
Todos cantan con él. No puede oír su propia voz. Unos oscuros ojos se clavan en los suyos.
—Dios bendiga —susurra una voz de arrastradas ondulaciones—. Eres encantador. El famoso Siegmund Kluver —pequeñas burbujas surgen aún de sus labios.
—Creo que nos hemos visto antes, ¿no?
—Una vez, creo, en el despacho de Nissím. Scylla Shawke.
La esposa del gran hombre. Deslumbrante en su belleza. Joven. Joven. No más de veinticinco años. Ha oído un rumor acerca de que la primera señora Shawke, la madre de Rhea, terminó en las tolvas, completamente neuro. Algún día investigará qué hay de cierto en ello. Scylla Shawke se suelda a él. Su suave cabello negro cosquillea su rostro. Se siente casi paralizado por el terror. Las consecuencias; ¿puede ir tan lejos como esto? Temerariamente, la sujeta y hunde su mano bajo su túnica. Ella coopera. Sus cálidos senos. Sus húmedos labios. ¿Va a fallar su test por exceso de osadía? No pensar en nada. No pensar en nada. ¡Feliz Día de la Realización Somática! Sus dos cuerpos forman uno solo, y repentinamente se da cuenta de que podría tomarla perfectamente ahora, aquí, entre aquella masa confusa de cuerpos humanos en el suelo del enorme despacho de Kipling Freehouse. Demasiado temerario, demasiado aprisa. Se libera de su abrazo. Nota el destello de decepción y reproche en los ojos de ella. Tropieza con alguien: Rhea.
—¿Por qué no has seguido? —le susurra ella. Y Siegmund confiesa:
—No puedo —antes de que otra chica se arrodille junto a él y le introduzca algo dulce y viscoso en la boca. Su cerebro se convierte en un remolino dentro de su cráneo.
—Ha sido un error —le dice Rhea—. Se te estaba ofreciendo. —Sus palabras parecen estallar y la estancia resuena con mil ecos de ellas, rebotando y planeando a través del aire. Algo extraño le ocurre a las luces; parecen como prismáticas, radiando fantasmagóricos destellos desde todas las superficies. Siegmund se arrastra entre el tumulto, buscando a Scylla Shawke. En su lugar, tropieza con Nissim.
—Me gustaría discutir contigo el asunto de la petición de Chicago sobre el coeficiente de sexos —le dice el administrador—. Ahora.
Cuando, horas más tarde, Siegmund regresa a su apartamento, encuentra a Mamelón paseando nerviosamente arriba y abajo.
—¿Dónde estabas? —pregunta ella—. El Día de la Realización Somática ya casi ha terminado. He llamado a todas partes, he enviado rastreadores por todo el edificio. Creo que…
—Estaba en Louisville —dice Siegmund—. En la fiesta de Kipling Freehouse. —Pasa tambaleándose ante ella, y hunde su rostro en la plataforma de descanso. Primero surgen los sollozos tanto tiempo contenidos, las lágrimas. Cuando finalmente éstos se detienen, el Día de la Realización Somática ya ha terminado.
CAPÍTULO SEXTO
El Equipo Interfacial Nueve trabaja en una plana y alargada franja de sombrío espacio que se extiende alrededor de la columna central de servicios de la Monada Urbana 116, entre las plantas 700 y 730. Aunque el área de trabajo es profunda, es relativamente estrecha, no más de cinco metros de anchura, y sirve para conducir las motas de polvo hasta los filtros aspirantes. Cuando permanecen en ella, los diez miembros del Equipo Interfacial Nueve están como comprimidos entre las zonas periféricas de los sectores residencial y comercial y el corazón secreto de la monurb, la columna de servicios, donde se alojan las computadoras.
Los miembros del equipo entran raramente en la columna propiamente dicha. Su trabajo está en su periferia, controlando los paneles que contienen las conexiones y los accesos de energía de la computadora principal. Suaves luces amarillas y verdes parpadean en los paneles, enviando constantemente información acerca del estado y funcionamiento de los invisibles aparatos. Los hombres del Equipo Interfacial Nueve forman el último dispositivo de seguridad después de los sistemas auto correctores que supervisan el trabajo de las computadoras. Cuando se produce algún hecho que los sistemas automáticos no pueden controlar, su misión es actuar rápidamente antes de que se produzca algún daño irreparable. No es un trabajo muy difícil, pero es vital para el funcionamiento de todo el gigantesco edificio.
Cada día, a las 12:30, cuando se produce el cambio de turno, Michael Statler y sus nueve compañeros reptan a través de la compuerta circular de Edimburgo, en la planta 700, y se abren camino en las eternas tinieblas interfaciales para ascender hasta sus puestos. Sillas elevadoras los transportan hasta sus niveles asignados —Michael controla la Sección comprendida entre las plantas 709 y 712— y durante el día se mueve arriba y abajo a lo largo de la entrecara hacia las zonas donde se presenta algún problema. Michael tiene veintitrés años. Es analocomputador en aquel equipo interfacial desde hace nueve años. Ahora, su trabajo es puramente automático para él; se ha convertido en una simple extensión de la maquinaria. Moviéndose a lo largo de la entrecara, impulsa o drena, separa o une, mezcla o disocia, atendiendo cualquier necesidad de la computadora a la que sirve, y todo ello con una fría e irreflexiva eficiencia, operando tan sólo por reflejos. Lo cual no es reprensible. No es deseable para un analocomputador pensar, sino tan sólo actuar correctamente; incluso ahora, tras cinco siglos de tecnología en computadoras, el cerebro humano tiene mayor capacidad por centímetro cúbico para tratar la información, y un equipo interfacial convenientemente entrenado es efectivamente un grupo de diez excelentes pequeños computadores orgánicos conectados a la unidad central. Es por ello por lo que Michael sigue los parpadeantes esquemas de las luces, hace los ajustes necesarios, pero deja que los centros cerebrales de su mente queden libres para otras cosas.
Sueña mucho mientras trabaja.
Sueña con todos esos extraños lugares fuera de la Monada Urbana 116, lugares que ha visto en la pantalla. Él y su esposa Stacion son devotos espectadores, y raramente se pierden uno de esos reportajes retrospectivos. Las descripciones del antiguo mundo premonurbano, con sus reliquias, esas polvorientas ruinas. Jerusalén. Estambul. Roma. El Taj Mahal. Los muñones de lo que fue Nueva York. Las cimas de los edificios de Londres sobresaliendo de las aguas. Todos aquellos extraños y románticos lugares lejanos tan distintos al mundo monurbano. El Vesubio. Los géiseres de Yellowstone. Las llanuras de África. Las islas del Pacífico Sur. El Sahara. El Polo Norte. Viena. Copenhague. Moscú. Angkor Wat. La Gran Pirámide y la Esfinge. El Gran Cañón. Chichén Itzá. La jungla del Amazonas. La Gran Muralla de China.
¿Existen aún todos esos lugares?
Michael no tiene la menor idea. Un gran número de los reportajes que han visto en la pantalla tienen cien años o más. Sabe que la edificación de la civilización monurbana requirió la demolición de mucha parte de lo que existía antes. La eliminación de un pasado cultural. Cada cosa, por supuesto, fue grabada cuidadosamente en tres dimensiones antes de ser destruida. Pero fue destruida. Una nube de humo blanco; el olor de la piedra pulverizada, seco a las mucosas, amargo. Desaparecido. Tal vez se hayan salvado los monumentos más famosos. No es necesario destruir las Pirámides con el fin de obtener más espacio para futuras monurbs. Pero grandes espacios han tenido que ser limpiados. Las antiguas ciudades, por ejemplo. Después de todo, ellos forman parte de la constelación Chipitts, y ha oído a su cuñado Jasón Quevedo, el historiador, decir que antes había allí dos ciudades llamadas Chicago y Pittsburgh señalando los dos polos opuestos de la actual de la actual constelación, con una franja continuada de asentamientos urbanos entre ellas. ¿Dónde están ahora Chicago y Pittsburgh? No hay rastro de ellas, sabe Michael; las cincuenta y una torres de la constelación Chipitts se extienden a todo lo largo de esta franja. Todo limpio y perfectamente organizado. Hemos devorado nuestro pasado y excretado monurbs. Pobre Jasón; debe añorar los tiempos antiguos. Yo también. Yo también.