Michael sueña con una aventura fuera de la Monada Urbana 116.
¿Por qué no salir afuera? ¿Debe permanecer años y años sentado en su silla elevadora en la entrecara, cosquilleando sin cesar conexiones y más conexiones? Salir afuera. Respirar el extraño aire no filtrado, lleno de olor de plantas verdes. Ver un río. Volar de alguna manera alrededor del agreste planeta, buscando lugares salvajes. ¡Escalar la Gran Pirámide! ¡Nadar en un océano, cualquier océano! Agua salada. Qué curioso. Permanecer al aire libre, exponer la piel al ardiente resplandor del sol, contemplar el negro firmamento a la pálida luz de la luna. El anaranjado brillo de Marte. La sonrisa de Venus, el alba.
—Creo que es posible —le dice a su esposa, la plácida e hinchada Stacion. Gestante de su quinto hijo, una niña, cuyo nacimiento está previsto para dentro de unos meses—. No tengo ningún problema en arreglar una conexión de modo que me facilite un pase de salida. Y bajar por el pozo y salir del edificio antes de que nadie se dé cuenta. Correr por la hierba. Atravesar los prados. Ir hacia el este. Ir hasta Nueva York, siguiendo la línea de la costa. No han demolido completamente Nueva York, Jasón me lo dijo. Simplemente han limpiado sus alrededores. Lo han dejado como un monumento a los tiempos difíciles.
—¿Y cómo piensas alimentarte? —pregunta Stacion. Es un chica práctica.
—Viviré de lo que me dé la naturaleza. Semillas silvestres y nueces, como hacían los indios. ¡Cazar! Manadas de bisontes. Son grandes, de color marrón, lentos; me acercaré a uno de ellos por al espalda y saltaré a su lomo, exactamente encima de su grasa joroba, y clavaré mis manos en su garganta, ¡yank!. Él no comprenderá lo que ocurre. Nadie ya los caza. Caerá muerto, y tendré comida para varias semanas. Podré incluso comerla cruda.
—Ya no hay bisontes, Michael. Ya no queda en ninguna parte ningún animal salvaje. Tú lo sabes.
—Estaba bromeando. ¿Me crees realmente capaz de matar? ¿Matar?¡Dios bendiga, puedo ser un tanto raro, pero no estoy loco! No. Escucha, haré incursiones en las comunas. Me deslizaré en ellas por la noche y tomaré hortalizas, un montón de bistecs de proteínas, todo lo que encuentre. Esos lugares no están vigilados. No esperan que la gente de las monurbs ronde así por los alrededores. Podré comer. Y podré ver Nueva York, Stacion, ¡podré ver Nueva York! Quizá incluso encuentre allí una sociedad de hombres salvajes. Con barcos, aviones, algo que me permita cruzar el océano. ¡A Jerusalén! ¡A Londres! ¡África!
Stacion sonríe.
—Te quiero cuando te pones a hacer el neuro de esta manera —dice, y lo atrae hacia ella. Hace que pose su palpitante cabeza en la tensa curva de su vientre—. ¿Oyes a la pequeña? —pregunta—. ¿Está cantando? Dios bendiga, Michael, cómo te quiero.
Ella no le toma en serio. ¿Quién lo haría? Pero piensa seriamente en irse. Moviéndose en la entrecara, girando mandos y haciendo conexiones, se ve a sí mismo como un viajero del mundo. Un proyecto: visitar todas las ciudades auténticas que han dado su nombre a las ciudades de la Monurb 116. Al menos las que aún existan. Varsovia, Reykjavik, Louisville, Colombo, Boston, Roma, Tokio, Toledo, París, Shanghai, Edimburgo, Nairobi, Londres, Madrid, San Francisco, Birmingham, Leningrado, Viena, Seattle, Bombay, Praga. Y también Chicago y Pittsburg, si aún no han desaparecido. Y las demás. ¿He olvidado alguna? Intenta enumerarlas de nuevo. Varsovia, Reykjavik, Viena, Colombo. Se pierde. Pero no importa. Iré afuera. Incluso si no puedo cubrir todo el mundo. Quizá sea mucho mayor de lo que imagino. Pero podré ver algo. Sentiré la lluvia sobre mi rostro. El ruido de las olas. Mis pies hollando la fría y blanda arena. ¡Y el sol! ¡El sol, el sol! ¡Curtiendo mi piel!
Presumiblemente algunos eruditos deben viajar alrededor del mundo, visitando los antiguos lugares, pero Michael no conoce a nadie que lo haya hecho. Jasón, pese a haberse especializado en el siglo XX, no ha salido nunca. Hubiera podido ir a visitar las ruinas de Nueva York, debe tener derecho a ello. Le hubiera dado una impresión más vivida de lo que está estudiando. Claro que Jasón es Jasón, nunca saldrá afuera aunque esté autorizado a hacerlo. Y sin embargo, debería. En su lugar, yo iría. ¿Acaso hemos sido creados para malgastar todas nuestras vidas en el interior de un solo edificio? Ha visto algunos de los cubos de Jasón relativos a los viejos tiempos, las calles abiertas al aire libre, los coches moviéndose, los pequeños edificios alojando a una sola familia, tres o cuatro personas. Increíblemente extraño. Irresistiblemente fascinante. Por supuesto, la cosa no había funcionado; toda aquella desordenada sociedad había terminado derrumbándose. Nosotros hemos conseguido que las cosas estén mucho mejor organizadas. Pero Michael comprende el empuje de esta forma de vida. Siente la fuerza centrífuga hacia la libertad, y querría probar algo de ella. No podemos vivir como vivían ellos, pero tampoco podemos vivir de esta otra manera. No todo el tiempo. Salir afuera. Experimentar la horizontalidad. Olvidar el sentido de arriba y abajo. Nuestras mil plantas, nuestros Centros de Realización Somática, nuestros centros sónicos, nuestros santificadores, nuestros ingenieros morales, nuestros consultores, nuestro todo. Debe haber más cosas que esto. Una breve visita afuera: la suprema sensación de mi vida. Iré. Moviéndose en la entrecara, obedeciendo serenamente a los impulsos impresos en sus reflejos, se promete a sí mismo que no morirá sin ver realizado su sueño. Saldrá afuera. Algún día.
Su cuñado Jasón ha alimentado inconscientemente el fuego del secreto anhelo de Michael. Sus teorías acerca de una raza especial de gente monurbana, expresada una noche que Michael y Stacion habían visitado a los Quevedo. ¿Qué había dicho Jasón? Estoy investigando la teoría de que la vida monurbana está engendrando una nueva clase de seres humanos. Un tipo adaptado naturalmente a un espacio vital relativamente pequeño y a un bajo cociente de intimidad. Michael no se había sentido convencido al principio. Le parecía que el hecho de que la gente se apiñara por sí misma en el interior de las monadas urbanas no tenía mucho que ver con la genética. Parecía más bien resultado de un condicionamiento psicológico. O de una aceptación voluntaria de la situación en general. Pero a medida que Jasón iba hablando, sus ideas fueron adquiriendo mayor sentido. Explicando el porqué nadie salía fuera de las monurbs, aunque no hubiera ninguna razón real que se lo impidiera. Porque reconocemos que sería una desesperada fantasía. Permanecemos aquí, nos guste o no. Y aquellos a quienes no les gusta, aquellos que eventualmente no pueden soportarlo… bueno, tú ya sabes lo que les ocurre. Michael lo sabe. Las tolvas para los neuros. Los que se quedan se adaptan a las circunstancias. Dos siglos de adaptación selectiva, despiadadamente conducida. Y todos nosotros nos hemos adaptado perfectamente a nuestro nuevo modo de vida.