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Y Michael diciendo: Ah, sí. Todos nosotros perfectamente adaptados. Pero sabiendo que aquello no es cierto para todos. Con algunas excepciones, había concedido suavemente Jasón.

Michael piensa en todo aquello, moviéndose por la entrecara. No duda que la adaptación selectiva es algo real para muchos de ellos. La aceptación universal de la vida monurbana. Algo casi universal. Todos aceptan que esta es la mejor vida que puede serles ofrecida, 885.000 personas bajo el mismo techo, un millar de plantas, tener montañas de hijos, apretarse más y más. Todo el mundo lo acepta. Con algunas excepciones. Los pocos de entre todos nosotros que miran a través de las ventanas, afuera, al desnudo mundo, y sufren y se irritan en su encierro. Deseando huir de allí. ¿Acaso nos falta el gene de la aceptación?

Si Jasón está en lo cierto, si la población monurbana está adaptada a disfrutar la vida que le es ofrecida, entonces debe existir un carácter recesivo en algunos de nosotros. Son las leyes de la genética. Uno no puede erradicar un gene. Tan sólo puede soterrarlo durante un tiempo, pero surgirá de nuevo ocho generaciones más tarde para crear inesperadamente la anormalidad. Yo. Este gene está en mi. Llevo en mi interior esa cosa horrible. Y sufro.

Michael decide hablarle a su hermana de todo esto.

Va a verla una mañana, a las 1100, cuando sabe seguro que la encontrará en su casa. Allí está, atareada con los chicos. Su encantadora hermana gemela, adorable aunque aún no haya tenido tiempo de arreglarse. Su oscuro cabello está desordenado. La única ropa que lleva encima es una toalla sucia echada sobre su hombro. Su mejilla está manchada. Mira hacia la puerta, sorprendida, cuando él entra.

—Oh. Tú—. Le sonríe. Su aspecto es encantador, tan delgada y plana. Los senos de Stacion están henchidos de leche, oscilan y saltan como dos ubres repletas. El prefiere las mujeres delgadas.

—Sólo vengo a hacerte una visita —le dije a Micaela—. ¿Te molesta que me quede un rato?

—Dios bendiga, en absoluto. No me hagas mucho caso. Los chicos están haciendo que me suba por las paredes.

—¿Puedo ayudarte? —Pero ella niega con la cabeza. Él se sienta con las piernas cruzadas, observándola mientras ella trajina por la estancia. Mete a uno bajo la ducha, otro en el alvéolo de mantenimiento. Los otros están en la escuela, gracias a dios. Sus largas y esbeltas piernas, sus prietas carnes, le inspiran. Se siente medio tentado de tomarla allí, en aquel momento, pero está demasiado ajetreada con el trabajo matutino. Además hace años y años que no la ha tocado. No desde que eran niños. En aquellos tiempos sí, por supuesto, todo el mundo toma a su hermana. Especialmente si son gemelos; es lo más natural. Hay una especie de identificación particular, como si uno tuviera otro yo, sólo que femenino. Haciéndose preguntas el uno al otro. Después durante un tiempo hubo un distanciamiento entre ellos, ella adulta, él aún niño, aunque hubieran compartido el mismo seno. Michael sonríe ante aquellos recuerdos.

—Si te hago algunas preguntas —dice—, ¿me prometes no decírselas a nadie? ¿Ni siquiera a Jasón?

—¿Alguna vez he sido una chismosa?

—De acuerdo sólo quería estar seguro.

Ella termina con los niños y se sienta frente a él, agotada. Se anuda la toalla en torno a su cintura. Castamente. Michael se pregunta qué hubiera ocurrido si él le llega a pedir lo que pensaba hace un momento. Oh, hubiera aceptado como corresponde, por supuesto, pero, ¿lo hubiera deseado? ¿O se hubiera sentido incómoda abriéndose a su hermano? En otro tiempo no había sido así. Pero hace tanto de ello.

—¿Has pensado alguna vez en dejar la monurb, Micaela? —dice.

—¿Quieres decir trasladarme a otra?

—No, tan sólo abandonarla, salir de ella. Para ir al Gran Cañón. A las Pirámides. Afuera. ¿No te has sentido nunca cansada de permanecer encerrada siempre en el interior de este edificio?

Sus oscuros ojos relumbran.

—¡Dios bendiga, sí! Muchas veces. Nunca he pensado en las Pirámides, pero hay días en que siento como si las paredes fueran millares de manos. Aplastándome.

—¡Entonces, tú también!

—¿De qué estás hablando, Michael?

—De la teoría de Jasón. La gente siendo adaptada generación tras generación a tolerar la existencia monurbana. Y estoy pensando que algunos de nosotros no somos así. Somos recesivos. Genes erróneos.

—Atavismos.

—¡Atavismos, sí! Seres que están desplazados de su tiempo. No tendríamos que haber nacido ahora, sino cuando la gente era libre de ir a donde quisiera. Soy como ellos, Micaela, ahora me doy cuenta. Quiero abandonar el edificio. Sólo un paseo por el exterior.

—No estás hablando en serio.

—Me temo que sí. No sé si voy a hacerlo. Pero lo deseo. Y esto me sitúa en el lugar de… hum… un atavismo. No pertenezco a esa población pacífica de la que habla Jasón. Como Stacion, por ejemplo. A ella le gusta estar aquí. Es un mundo ideal. Pero no para mí. Y si esto es algo genético, yo no soy realmente lo más idóneo para esta civilización, y creo que tú tampoco. Tú tienes todos mis genes y yo lo tuyos. Es por eso por lo que quería hablarte. Para comprenderme mejor a mí mismo. Saber hasta qué punto te habías adaptado.

—No me he adaptado.

—¡Lo sabía!

—Pero no quiero abandonar el edificio —dice Micaela—. Son otras cosas. Las actitudes emocionales. Celos, ambición. Tengo un montón de ideas blasfemas en mi cabeza, Michael. Y también Jasón. Tuvimos precisamente una disputa sobre esto la semana pasada —lanza una risita—. Y llegamos a la conclusión de que ambos éramos atavismos. Como salvajes surgidos de los tiempos antiguos. No siento deseos de entrar en detalles, pero sí, sí, básicamente creo que estás en lo cierto, en el fondo de nosotros mismos tú y yo no somos realmente gente monurbana. Es tan sólo un barniz. Pretendemos serlo.

—¡Exactamente! ¡Un barniz! —Michael da una palmada con sus dos manos—. Estupendo. Esto es lo que quería saber.

—¿Vas a salir realmente del edificio?

—Si lo hago, será tan sólo por un tiempo. Sólo para ver a qué se parece afuera. Pero olvida lo que te he dicho. —Detecta tristeza en sus ojos. Yendo hacia ella, la abraza y dice—: No me lo impidas, Micaela. Si lo hago, será porque debo hacerlo. Ya me conoces. Lo entiendes. Quédate tranquila hasta que vuelva. Si es que salgo.

Ahora ya no siente dudas, excepto acerca de algunos de los problemas periféricos, como el despedirse. ¿Debe irse sin decirle una palabra a Stacion? Sería lo mejor; ella no entenderá nunca, y decírselo traerá complicaciones. Y Micaela. Se siente tentado de hacerle una visita inmediatamente antes de irse. Una despedida especial. No hay nadie que esté más cerca de él en todo el edificio, y tal vez no regrese nunca de su viaje al exterior. Piensa que le gustaría tomarla antes de irse, y sospecha que ella también lo desea. Una despedida de amor sería lo más adecuado. ¿Pero puede correr este riesgo? No debe confiar mucho en el aspecto genético; si ella descubre que actualmente está planeando abandonar la monurb, puede hacer que le detengan para enviarle a los ingenieros morales. Por su propio bien. No hay duda de que considera su proyecto como una idea propia de un neuro. Tras sospesar todos los aspectos, Michael decide no decirle nada. La tomará con su imaginación. Sus labios uniéndose, sus manos abrazando el firme cuerpo. Sumergirse. Sus cuerpos moviéndose en perfecta coordinación. Somos tan sólo las separadas valvas de una misma entidad, unidas ahora de nuevo. Por este breve instante. La imagen se hace tan dolorosamente vivida en su mente que está a punto de abandonar su resolución. Casi lo hace. Pero finalmente se marcha sin decirle nada a nadie.