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Las cosas se presentan fáciles. Sabe cómo hacer para que la gran máquina sirva a sus necesidades. En su trabajo habitual, este día está tan sólo un poco más atento que de costumbre, soñando un poco menos. Supervisando sus paneles, respondiendo inmediatamente a los impulsos fugitivos que flotan en los inmensos ganglios del gigantesco edificio: solicitudes de alimentos, estadísticas de nacimientos y decesos, informes atmosféricos, nivel de amplificación en un centro sónico, reaprovisionamiento de los depósitos de los distribuidores automáticos, esquemas de reciclado de la orina, líneas de comunicación, etc. etc. etc. Y mientras realiza sus ajustes, abre como casualmente con un dedo una conexión y obtiene entrada al almacén de datos. Ahora está en contacto directo con el cerebro central, la gran máquina. Un destello de luz dorada le indica que está preparada para recibir instrucciones. Muy bien. Emite una instrucción para un pase de salida a nombre de Michael Statler, apartamento 70411, obtenible bajo demanda del propio Statler en cualquier terminal y válido hasta su utilización. Dándose cuenta de que esto revela una cierta cobardía, rectifica inmediatamente la orden: válido tan sólo durante doce horas tras su entrega. Con el privilegio de nueva entrada cuando sea solicitada. La conexión destella un símbolo de aceptación. Estupendo. Ahora registra dos mensajes, anotando que deben ser transmitidos quince horas después de la entrega del pase de salida. A la señora Micaela Quevedo, apartamento 76124. Querida hermana. Lo he hecho, deséame suerte. Te traeré un poco de arena recogida a orillas del mar. Y el otro mensaje a la señora Stacion Statler, apartamento 70411. Explicándole brevemente lo que ha hecho y el por qué. Diciéndole que estará de regreso muy pronto, que no se preocupe, que es algo que debe hacer. Ya es suficiente como despedida.

Termina su jornada de trabajo. Ahora son las 1730. No tiene sentido abandonar el edificio cuando está llegando la noche. Vuelve junto a Stacion; cenan, juega con los niños, miran un rato la pantalla, hacen el amor. Quizá por última vez.

—Pareces muy ensimismado esta noche, Michael —dice ella.—Estoy cansado. Hoy he tenido un montón de trabajo.

Ella se amodorra. Él la mantiene entre sus brazos, suave y cálida y gruesa, aumentando un poco de diámetro a cada segundo. Las células dividiéndose en su seno, la mágica mitosis. ¡Dios bendiga! Se siente casi aterrado ante la idea de abandonarla. Pero entonces la pantalla relampaguea con sus imágenes de lugares lejanos. La isla de Capri en el ocaso, un cielo gris, un mar gris, el horizonte confundiéndose con el cenit, caminos serpenteantes a lo largo de escarpaduras rocosas en medio de una lujuriante vegetación. Allí está la villa del Emperador Tiberio. Granjeros y pastores viviendo como lo hacían diez mil años antes, intocados por los cambios del resto del mundo. Allí no hay monurbs. Los amantes pueden retozar en la hierba si lo desean. Levantas su falda. Ella se ríe; las espinas de las zarzas cargadas de frutos arañan la rosada piel de sus posaderas mientras ella se agita debajo tuyo, pero no le importa en absoluto. Ardiente, cálida y rolliza campesina. Un ejemplo del perdido barbarismo. Tú y ella ensuciándoos juntos, dejando que la tierra se meta entre los dedos de vuestros pies y el verde de la hierba manche vuestras rodillas. Y mira, esos hombres de grasientas ropas pasándose una botella de dorado vino, sacado de la misma viña que trabajan. ¡Qué curtidas son sus pieles! Cómo cuero, si es que el cuero tiene realmente esta apariencia… ¿cómo puede estar seguro? Bronceadas al menos. Quemadas por el auténtico sol. Allá a lo lejos, las olas van y vienen suavemente. Hay grutas y rocas fantásticamente esculpidas en la orilla del mar. El sol se oculta tras unas nubes, y el gris del cielo y de la costa toma un tono más profundo. Empieza a caer una suave llovizna. Se hace de noche. Los pájaros cantan sus himnos a la llegada de la oscuridad. Las cabras se agitan en sus corrales. El anda por escarpados senderos, evitando los cálidos montones de excrementos, haciendo una pausa para tocar la rugosa corteza de este árbol, para probar la pulposa carne de un arándano maduro. Casi puede oler el perfume salado que viene de abajo. Se ve a sí mismo corriendo a lo largo de la playa, al amanecer, con Micaela, ambos desnudos, la bruma levantándose, los primeros rojizos rayos del sol derramándose sobre sus pálidas pieles. El agua tiene reflejos dorados. Se meten en ella, nadan flotan, se dejan llevar por el salado elemento. Se sumergen y se deslizan bajo el agua, los ojos abiertos, mirándose mutuamente. Los cabellos de ella se enrollan en su rostro. Una línea de burbujas se agita tras sus pies. La alcanza, y se abrazan bajo el agua, lejos de la orilla. Unos delfines amistosos les observan. Engendran un incestuoso hijo copulando en el famoso Mediterráneo. ¿Dónde amó Apolo a su hermana? O tal vez era otro dios. Hay ecos clásicos a todo su alrededor. Se dejan arrastrar hacia la playa, la arena se pega a sus mojados cuerpos, el fresco aire matinal les hace estremecer, un fragmento de alga se ha enredado en los cabellos de ella. Un muchacho con una pequeña cabra se les acera. ¿Vino? ¿ Vino? Les tiende una botella. Sonríe. Micaela acaricia la cabra. El chico admira su espléndido cuerpo desnudo. Sí, dices, vino, pero por supuesto no tienes dinero, e intentas explicarte, pero el muchacho se echa a reír. Os alarga la botella. Bebéis largamente. Es un vino fresco, tonificante, que cosquillea ligeramente en la garganta. El chico mira a Micaela. ¿ Un bacio? Por qué no, piensa. No hay nada malo en ello. Si, sí, un bacio, dices, y el muchacho se acerca a Micaela, apoya sus labios en los de ella, adelanta una mano para tocar sus senos, pero no se atreve, y se limita tan sólo al beso. Retrocede, sonriente, y se acerca a ti y te da también un rápido beso, y luego echa a correr, él y su cabra, a lo largo de la playa, dejándoos la botella de vino. Se la pasas a Micaela. El vino resbala por su mentón, pequeñas gotitas brillando al sol. Cuando el vino se acaba arrojas la botella al mar. Un regalo para las sirenas. Tomas la mano de Micaela. Subís por el risco, entre los zarzales, sintiendo las piedras rodar bajo vuestros pies desnudos. Cambios de temperatura, olores, sonidos. Pájaros. Risas. La gloriosa isla de Capri. El chico y su cabra están justamente delante de vosotros, haciéndoos señales desde el otro lado de una barranca, diciéndoos que os apresuréis, aprisa, aprisa, venid a ver. La pantalla se oscurece. Estás tendido en la plataforma de descanso, al lado de tu dormida mujer encinta, en la planta 704 de la Monada Urbana 116.

Tiene que irse. Tiene que irse.

Se levanta. Stacion se agita.

—Shhh —dice él—. Duerme.

—¿Vas de ronda nocturna?

—Creo que sí —dice. Se desnuda, se mete bajo la ducha. Luego se pone una túnica limpia, sandalias, sus ropas más resistentes. ¿Qué más puede llevarse? No tiene nada. Se irá así.

Besa a Stacion. Un bacio. Ancora un bacio. El último quizá. Su mano permanece por un instante en el distendido vientre. Recibirá su mensaje por la mañana. Adiós. Adiós. Besa a los chicos dormidos. Sale. Mira hacia arriba, como si pudiera ver a través de cincuenta plantas. Adiós Micaela. Mi amor. Son las 0230. El amanecer aún está lejos. Avanzará lentamente. Se detiene, estudia las paredes a su alrededor, el oscuro plástico de apariencia metálica, que parece bronce pulido. Un edificio sólido, bien diseñado. Haces de invisibles cables descienden por la columna de servicios. Y aquella gigantesca mente mecánica en el centro de todo. Tan fácilmente engañada. Michael halla un terminal en el corredor y se identifica. Michael Statler, 70411. Un pase de salida, por favor. Por supuesto, señor. Aquí está. De la ranura surge un brazalete de brillante color azul para su muñeca. Se lo pone. Toma el descensor más cercano. Se detiene en la planta 580, sin una razón particular. Boston. Bueno, tengo tiempo de sobra. Se pasea por los corredores como un visitante venido de Venus, cruzándose de tanto en tanto con algún semidormido rondador nocturno de regreso a casa. Usando su privilegio, abre algunas puertas, echando una ojeada a la gente que hay al otro lado, algunos dormidos, otros no. Una chica le invita a compartir su plataforma. Agita su cabeza. Sólo estoy de paso, dice, y regresa al descensor. Abajo, hasta la planta 375. San Francisco. Aquí viven los artistas. Puede oír música. Michael ha envidiado siempre a los san franciscanos. Tiene una finalidad en sus vidas. Tienen arte. Abre también algunas puertas.