—Venid —siente deseos de decir—. Tengo un pase de salida. ¡Voy a ir afuera! ¡Venid conmigo, todos vosotros! —Escultores, poetas, músicos, dramaturgos. Es como el flautista de la historia. Pero no está seguro de que su pase sirva para más de una persona, y no dice nada. Hacia abajo de nuevo. Birmingham. Pittsburgh, donde Jasón intenta rescatar el pasado, que sin embargo está más allá del alcance de nadie. Tokio. Praga. Varsovia. Reykjavik. Ahora todo el enorme edificio gravita sobre su cabeza. Un millar de plantas, 885.000 personas. Mientras permanece allí han nacido una docena de niños. Otra docena han sido concebidos. Quizá alguien esté muriéndose. Y un hombre está huyendo. ¿Debe decirle adiós a la computadora? Sus tubos y conexiones, sus entrañas llenas de líquido y cableado, las toneladas de su armazón. Un millón de ojos diseminados por todos lados. Ojos que les espían, pero él no tiene nada que temer, el pase está en su muñeca.
Primera planta. Y de aquí al exterior.
Es tan sencillo. ¿Pero dónde está la salida? ¿Aquí? Es sólo una pequeña puerta. Él había esperado un inmenso vestíbulo, suelo de ónice, pilares de alabastro, brillantes luces, cobre pulido, una gran puerta de reluciente cristal. Claro que nadie importante utiliza nunca esta puerta. Los altos dignatarios viajan siempre en naves rápidas, llegando y partiendo del área de aterrizaje en la planta mil. Y los productos agrícolas procedentes de las comunas entran en la monurb a través de grandes silos subterráneos. Quizá haga años desde que esta puerta se abriera por última vez. Pero él la franqueará. ¿Cómo se hace para abrirla? Exhibe en alto su pase de salida, mostrándolo a los identificadores que debe haber allí. Sí. Una luz roja se enciende sobre la puerta. Y ésta se abre. Se abre. La traspone, y se encuentra en un largo y frío túnel, débilmente iluminado. La puerta se cierra a sus espaldas. Evidentemente para prevenir la posible contaminación del aire exterior, supone. Espera, y una segunda puerta se abre frente a él, chirriando ligeramente. Michael no ve nada más allá de ella, tan sólo oscuridad, pero cruza también esta puerta y baja unos escalones, siete u ocho, tropezando inesperadamente en el último. BUP.
Debajo de él se encuentra el suelo. Extrañamente esponjoso, extrañamente blando. Tierra. Verdadera. Manchada. Sucia. Está afuera.
Está afuera.
Se siente un poco como el primer hombre andando por la Luna. Su paso es vacilante, no sabiendo lo que le espera al siguiente. Tantas sensaciones no familiares que hay que absorber al mismo tiempo. La puerta cerrándose tras él. Esta vez está solo. Pero no siente miedo. Debo concentrarme en una sola cosa cada vez. Primero el aire. Inspira profundamente. Sí, tiene un sabor distinto, más dulzón, más vivo, un sabor natural; parece dilatarse mientras lo aspira, penetrando en los más profundos alvéolos de sus pulmones. En un minuto, sin embargo, ya no puede aislar en el los factores de la novedad. Es simple aire, neutro, familiar. Como si hubiera estado respirándolo toda su vida. ¿Va a verse invadido por mortales bacterias? Después de todo él viene de un ambiente totalmente aséptico, sellado. Quizá dentro de una hora se halle jadeando y ahogándose, en los espasmos finales de una espantosa agonía. O tal vez un extraño polen, arrastrado por la brisa, bloquee sus conductos respiratorios, ahogándole. Mejor dejar de pensar en el aire. Mira hacia arriba.
El alba aún tardará como una hora en llegar. El cielo es de un color azul-negro; hay estrellas por todas partes, y el creciente de luna está alto. Ha visto otras veces el firmamento a través de las ventanas de la monurb, pero nunca así. Con la cabeza echada hacia atrás, las piernas separadas, los brazos abiertos. Abrazando la inmensidad. Un millón de minúsculas agujas traspasan su cuerpo. Se siente tentado a desvestirse y echarse en el suelo, desnudo, hasta que la luna y las estrellas desaparezcan. Sonriendo, da otros diez pasos alejándose de la monurb. Mira hacia atrás. Un enorme pilar. Tres kilómetros de altura. Horada el aire como una penetrante masa, aterrándole; empieza a contar las plantas, pero el esfuerzo le agota y abandona antes de llegar a la cincuenta. Desde aquel ángulo la mayor parte del edificio permanece invisible para él debido a la perspectiva, pero lo que ve es suficiente. Se aleja un poco más, adentrándose en el prado. La impresionante masa de la monurb vecina se yergue frente a él, a la distancia suficiente como para darle una imagen real de su tamaño. Como si rozara las estrellas. ¡Muy alta, muy alta! Todas aquellas ventanas. Y tras ellas 850.000 personas, o más, a las que nunca ha visto. Niños, rondadores nocturnos, analocomputadores, consultores, esposas, madres, todo un mundo irguiéndose ante él. Muerto. Muerto. Mira hacia su izquierda. Otra monurb, medio oculta por la bruma del naciente día. A su derecha. Otra. Baja sus ojos hacia el suelo. El prado. Senderos bien delimitados. Esto es la hierba. Se arrodilla, arranca una brizna, e instantáneamente siente un intenso remordimiento ante el verde tallo en la palma de su mano. Asesino. Se lleva el tallo a su boca; no tiene mucho sabor. Había pensado que sería algo dulce, comestible. Esto es el suelo. Hunde sus manos en él. Sus uñas se orlan de negro. Sus dedos rastrillan y encuentran una flor. Huele la amarilla corola llena de pétalos. Mira hacia arriba, hacia un árbol. Su mano palpa la corteza.
El robot jardinero se mueve por el prado, podando cosas, fertilizando cosas. Gira sobre su negra base y escudriña hacia él. Interrogativamente. Michael levanta el brazo y muestra al jardinero su muñeca con el pase de salida. La máquina pierde el interés por él.
Ahora ya está lejos de la Monurb 116. Se gira de nuevo y la estudia, viéndola por fin en toda su altura. Indistinguible de la 117 y de la 115. Se encoge de hombros y sigue un sendero que le aleja de la línea de monurbs. Un estanque: se tiende en su borde y sumerge sus manos en él. Luego inclina su cabeza hacia el agua y bebe. Chapotea alegremente con sus brazos. El alba ha empezado ya a estriar el cielo. Las estrellas han desaparecido, la luna se está desvaneciendo. Se desviste apresuradamente. Luego se mete con lentitud en el estanque, inspirando profundamente cuando el agua alcanza sus genitales. Nada cuidadosamente, hundiendo sus pies de tanto en tanto para tocar el frío y fangoso fondo, y finalmente llega a un lugar donde ya no puede alcanzarlo. Los pájaros cantan. Es la primera mañana del mundo. Una pálida luz blanquea el silencioso cielo. Tras un rato sale del agua y permanece chorreante y desnudo en el borde del estanque, estremeciéndose ligeramente, escuchando a los pájaros, observando el rojo disco del sol emergiendo por el este. Gradualmente se va dando cuenta de que está llorando. La belleza de todo esto. La soledad. Está solo y éste es su primer amanecer. Es bueno estar desnudo; yo soy Adán. Mirando a lo lejos, ve tres monurbs resplandeciendo con un tono nacarado, y se pregunta cuál será la 116. Stacion está allí, y Micaela. Si tan sólo estuviera aquí conmigo, ahora. Ambos desnudos al borde de este estanque. Y girándose hacia ella. Mientras la serpiente nos espía desde el árbol. Sonríe. ¡Dios bendiga! Está solo, y no siente miedo en absoluto, le gusta esta soledad, aunque le falte Micaela, Stacion, ambas, cada una de ellas. Se estremece. El deseo asciende en él. Se deja caer en la blanda y negra tierra junto al estanque. Llora aún un poco, cálidas lágrimas deslizándose ocasionalmente a lo largo de su rostro, y observa cómo el cielo se va volviendo azul, y se muerde los labios, y vuelve a él la visión de la playa de Capri, el vino, el chico, la cabra, los besos, Micaela, ambos a la luz del alba, y jadea cuando la semilla de su cuerpo fertiliza la desnuda tierra. Doscientos millones de niños no nacidos en una pequeña mancha.