Nada nuevamente en el estanque; después reemprende su camino, llevando sus ropas al brazo, y tras quizá una hora se las pone de nuevo, temeroso del beso del ardiente sol en su delicada piel monurbana.
Al mediodía, prados y estanques y cuidados jardines han quedado atrás, y ha entrado en los territorios limítrofes de una de las comunas agrícolas. El paisaje es allí llano e ilimitado, y las distantes monurbs se alinean como oscuras lanzas en el horizonte, extendiéndose de este a oeste. No hay árboles. No hay ningún tipo de vegetación silvestre, de hecho nada de la caótica y maravillosa fronda de Capri. Michael ve largas hileras de bajas plantas, separadas por franjas de oscura tierra desnuda, y aquí y allá tremendas extensiones totalmente vacías, como si estuvieran aguardando las semillas. Deben ser hortalizas o legumbres. Inspecciona las plantas: millares de hileras de algo más o menos redondo, retorcido y enrollado en sí mismo, y millares de algo vertical y herboso, lleno de espinas colgantes, y millares de otro tipo, y de otro, y de otro. A medida que anda a lo largo de las hileras las especies cambian. ¿Es esto maíz? ¿Habas? ¿Calabazas? ¿Zanahorias? ¿Trigo? No tiene ningún medio para reconocer el producto de su fuente natural. Sus lecciones infantiles de geografía se han borrado hace tiempo; todo lo que puede hacer es adivinar, y con toda probabilidad adivinar erróneamente. Arranca algunas hojas de éstas, y de éstas, y de estas otras. Prueba algunos brotes y vainas. Con las sandalias en la mano, a pies desnudos, anda a través de la voluptuosamente removida tierra. Cree que está yendo hacia el este. Al menos avanza hacia el lugar por donde ha salido el sol. Pero ahora que el sol está alto en el cielo es difícil determinar la dirección. La lejana hilera de monurbs tampoco es de mucha utilidad. ¿A qué distancia está el mar? Al solo pensamiento de una playa sus ojos se humedecen de nuevo. La marea yendo y viniendo. El gusto de la sal. ¿Mil kilómetros? ¿Qué distancia representa esto? Intenta calcularlo por analogía. Situemos una monurb al extremo, luego añadamos otra a continuación, y otra después de ésta. Se necesitará poner 333 monurbs, de extremo a extremo, para alcanzar el mar desde aquí, si estoy ahora a mil kilómetros de él. Su corazón desfallece. Y ni siquiera tiene una idea real de las distancias. Puede que esté a diez mil kilómetros. Imagina lo que representaría andar de Reykjavik a Louisville 333 veces, incluso horizontalmente. Pero con paciencia puede hacerlo. Si tan sólo tuviera algo para comer. Esas hojas, esos tallos, esas vainas no son buenas. ¿Qué parte de la planta es comestible, entonces? ¿Hay que cocinarla? ¿Cómo? El viaje va a ser mucho más complejo de lo que había imaginado. Pero su alternativa es regresar de vuelta a la monurb, y eso es algo que no quiere hacer. Sería como morir, como no haber vivido nunca. Sigue adelante.
Cansancio. Se siente ligeramente aturdido por el hambre, puesto que ahora hace ya seis o siete horas desde que iniciara su camino. Y también agotado físicamente. Este moverse horizontalmente cansa los músculos de diferente manera. Subir y bajar escaleras es fácil; tomar ascensores y descensores es fácil también; y los cortos espacios horizontales que hay que recorrer por los corredores hacen que uno no esté preparado para esto. Le duele toda la parte posterior de los muslos. Sus tobillos están entumecidos, como si los huesos rozaran los unos contra los otros. Sus hombros tienen que mantenerse rígidos para sostener erguida su cabeza. Bregar con aquella superficie irregular de tierra multiplica aún más el problema. Se detiene un instante para descansar. Un poco más tarde llega a una corriente de agua, una especie de acequia, que corre a través de los campos; bebe, luego se desnuda y se baña. El agua fría le reanima. Prosigue su camino, deteniéndose en tres ocasiones para probar los cultivos aún verdes. Supongamos que estoy ya demasiado lejos de la monurb para volver atrás, y me estoy muriendo de hambre. ¿Qué debo hacer? ¿Luchar en medio de esta inmensidad mientras las fuerzas me van abandonando, intentar arrastrarme kilómetros y kilómetros en dirección a la lejana torre, dejarme morir de hambre en medio de esta masa de verdor? No. Me las arreglaré de alguna manera.
La soledad comienza también a pesarle. Ello le sorprende. En la monurb se sentía frecuentemente irritado por las masas de gente que le rodeaban constantemente. Niños metiéndose entre tus piernas, multitudes de mujeres en los corredores y todas esas cosas. Saboreaba en una forma claramente blasfema sus horas diarias en la entrecara, en la semioscuridad, sin nadie a su alrededor excepto sus nueve compañeros de equipo, absortos todos ellos en sus propias zonas de trabajo. Durante años había acariciado esta visión de escapar a una intimidad, su cruel y regresiva ansia de soledad. Ahora ya la ha conseguido, y al principio derramó lágrimas de gratitud por ella, pero ahora ya no le parece tan satisfactoria. Se sorprende a sí mismo echando ojeadas a su alrededor, como deseoso de ver la silueta de una figura humana. Quizá todo hubiera ido mejor si Micaela hubiera venido con él. Adán, Eva. Pero por supuesto ella no hubiera venido. Sólo es su hermana gemela; no ha de tener necesariamente sus mismos genes; se siente también insatisfecha, pero nunca se hubiera atrevido a hacer lo que ha hecho él. La imagina andando a su lado. Pero es pura imaginación y la soledad sigue oprimiendo su alma.
Grita. Llama su nombre, Micaela, Stacion. Grita muy alto el nombre de sus hijos. ¡Soy un ciudadano de Edimburgo!, ruge. ¡De la Monada Urbana 116! ¡De la planta 704! El sonido flota indolentemente, alejándose hacia las algodonosas nubes. Qué hermosos está el cielo ahora, azul y dorado y blanco.
Un repentino sonido zumbante procedente del —¿norte? —se acerca por momentos. Pulsante, estridente, ronco. ¿Ha alertado con sus gritos a algún monstruo? Protege sus ojos con la mano. Allí está: un largo tubo negro deslizándose lentamente hacia él a una altura de, oh, quizá cien metros como máximo. Se echa al suelo y se arrastra entre las hileras de coles o de nabos o de algo parecido. La cosa negra tiene una docena de cortas protuberancias en forma de boquilla a lo largo de sus costados, y por ellas surgen chorros de un espeso vapor verdoso. Michael comprende. Seguramente están pulverizando los cultivos. Un veneno que mate los insectos y otras plagas. ¿Qué me hará a mí? Se acurruca, las rodillas contra el pecho, las manos contra su rostro, los ojos cerrados, la palma aplastada contra su boca. El terrible rugido está ahora exactamente encima suyo; me matará con sus decibelios si no lo hace con su inmunda pulverización. La intensidad del sonido disminuye. La cosa ha pasado y se aleja. El pesticida está descendiendo, supone, mientras intenta contener la respiración. Los labios apretados. Ardientes pétalos goteando del firmamento. Flores de muerte. Aquí está ya, un ligero rocío en sus mejillas un velo de humedad cubriéndole. ¿Cuánto tiempo tardará en matarme? Cuenta los minutos que pasan. Todavía sigue vivo. La cosa volante ya no se oye. Cautelosamente, abre los ojos y se pone en pie. Quizá, después de todo, no haya peligro; pero corre a través de los campos hacia una reverberante acequia, y se sumerge en ella, presa del pánico, y se frota vigorosamente todo el cuerpo. Y sólo entonces se da cuenta de que la acequia también debe de haber sido pulverizada. Bueno, de todos modos, aún no está muerto. ¿Cuan lejos está de la comuna más próxima?