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De algún modo, en su infinita sabiduría, los planificadores de aquella explotación han permitido subsistir una baja colina. Escalándola en pleno mediodía, Michael hace inventario. Allá están las monurbs, curiosamente minúsculas. Aquí están los campos cultivados. Ahora puede ver máquinas moviéndose a lo largo de algunas de las hileras, cosas con varios brazos, probablemente arrancando las malezas. Sin embargo, no se ve el menor indicio de un lugar habitado. Desciende de la colina y muy pronto tropieza con una de las máquinas agrícolas. Es la primera compañía con que se encuentra en todo el día.

—Hola. Michael Statler, de la Monurb 116. ¿Cuál es tu nombre, máquina? ¿Qué clase de trabajo haces?

Ominosos ojos amarillos le estudian y se giran hacia otro lado. La máquina desmenuza la tierra en la base de cada planta de la hilera. Suelta un chorro de algo lechoso sobre las raíces. ¿No crees que no te muestras nada amistosa? O acaso no estés programada para hablar.

—No te preocupes por ello —dice—. El silencio es oro. Si tan sólo pudieras decirme dónde puedo encontrar algo de comida. O simplemente alguna persona.

De nuevo el sonido zumbante. ¡Otra de aquellas malditas fumigadoras! Se echa al suelo, dispuesto a acurrucarse de nuevo, pero no, esa cosa volante no está rociando nada, no pasa de largo. Se cierne sobre él, trazando un cerrado círculo, haciendo un infernal holocausto de ruido, y en su panza se abre una compuerta. De ella surge una doble banda de doradas fibras que desciende hasta tocar el suelo. A lo largo de ella, deslizándose sujetas a un arnés montado sobre guías, se dejan caer dos personas, una mujer seguida por un hombre. Se posan hábilmente y avanzan hacia él. Rostros ceñudos. Ojos amenazadores. Armas a la cintura. Su único atuendo es una banda de brillante tela roja enrollada a su cintura que les cubre hasta los muslos. Sus pieles son curtidas; sus cuerpos enjutos. El hombre lleva una tupida y recia barba negra: ¡una increíble y grotesca pilosidad facial! Los senos de la mujer son pequeños y duros. Ambos apuntan ahora sus armas hacia él.

—¡Hola! —saluda Michael roncamente—. ¡Soy de una monurb! Estoy visitando vuestro país. ¡Amigo! ¡Amigo! ¡Amigo!

La mujer dice algo ininteligible.

Michael se encoge de hombros.

—Lo siento, no comp…

El arma se incrusta en sus costillas. ¡Qué gélida es su expresión! Sus ojos son como cuentas heladas. ¿Van a matarle? Ahora habla el hombre. Lenta y claramente, muy fuerte, como alguien que le está hablando a un niño de tres años. Cada sílaba es extraña. Probablemente le está acusando de atravesar los cultivos. Una de las máquinas agrícolas debe haber informado de su presencia a la comuna. Michael observa que las monurbs son visibles desde allí. Las señala, luego se golpea el pecho. Se pregunta de qué va a servir. Seguramente ellos ya deben saber de dónde viene. Sus captores asienten, sin el menor asomo de simpatía. Son una pareja poco amistosa. Está arrestado. Un intruso amenazando la santidad de los campos. La mujer le sujeta por el codo. Bueno, al menos no van a matarle allí. La horriblemente ruidosa cosa volante sigue dando vueltas sobre ellos en su apretada órbita. Le guían hacia las colgantes fibras. La mujer se sujeta a uno de los arneses. Asciende. El hombre le dice a Michael algo que éste sospecha quiere decir: «Ahora tú». Michael sonríe. La cooperación es lo único que puede ayudarle ahora. Se sitúa junto al arnés; el hombre realiza los ajustes, sin dejar de vigilarle, y hace una seña para que lo suban. La mujer, esperando arriba, le suelta y le empuja hacia una especie de angarillas. Sigue apuntándole con el arma. Un momento después el hombre está también a bordo; la compuerta se cierra y la máquina volante se pone en marcha. Durante el vuelo ambos le interrogan espetándole secas frases compuestas por palabras incomprensibles.

—No hablo vuestra lengua —es lo único que puede responder, disculpándose—. ¿Cómo puedo deciros todo lo que queréis saber?

Unos minutos más tarde la máquina aterriza. Le empujan hacia afuera, hacia una explanada de tierra batida color ocre rojizo. A su alrededor puede ver edificios de techo plano construidos con ladrillos, curiosos vehículos grises de morro plano, algunas máquinas agrícolas con muchos brazos, y docenas de hombres y mujeres vestidos con los mismos brillantes taparrabos rojos. No hay muchos niños; tal vez estén en la escuela, aunque ya es bastante tarde. Todo el mundo señala hacia él. Hablan rápidamente. Rudos comentarios ininteligibles. Alguna sonrisa. Se siente algo asustado, no por la posibilidad de estar en peligro sino por lo extraño que es todo aquello. Sabe que esto es una comuna agrícola. Todo el día andando ha sido el preludio; ahora ha pasado realmente de un mundo a otro.

El hombre y la mujer que le han capturado le empujan a través de la explanada y por entre la multitud de gente campesina hasta el interior de uno de los edificios más cercanos. Mientras pasan, los dedos de los campesinos rozan sus ropas, tocan sus desnudos brazos y su rostro, murmuran suavemente. Maravillados. Como si él fuera un hombre de Marte caído entre ellos. El edificio está débilmente iluminado, bastamente construido, con torcidas paredes, techos bajos, combados suelos de moteado material plástico. Es arrojado al interior de una habitación oscura y desnuda. Un olor agrio llega hasta éclass="underline" ¿vómitos? Antes de salir, la mujer señala las comodidades con unos pocos gestos bruscos. Aquí está el agua; una pileta de alguna substancia artificial de color blanco con apariencia de piedra pulida, amarillenta y cuarteada en algunos lugares. No hay plataforma de descanso, pero probablemente podrá usar el montón de arrugadas mantas que hay apiladas contra una pared. No hay el menor indicio de un baño. Para la excreción hay una sola unidad, una especie de embudo de plástico clavado en el suelo, con un botón que hay que empujar para limpiarlo. Evidentemente sirve a la vez para la orina y para las heces. Una extraña disposición; pero se da cuenta de pronto de que aquí no hay necesidad de reciclar los desechos. La habitación no tiene ninguna fuente de luz artificial. Tan sólo hay una ventana por donde entran los últimos débiles resplandores del sol de la tarde. La ventana da a la plaza, donde los campesinos siguen aún reunidos, discutiendo entre ellos; ve que le señalan con el dedo, asienten, se empujan mutuamente. Hay barrotes de metal en la ventana, demasiado juntos como para permitir a un hombre deslizarse entre ellos. Así que es una celda. Inspecciona la puerta. Cerrada con llave. Qué amistosos. No alcanzará nunca la costa de este modo.

—¡Oíd! —llama a los que están en la plaza—. ¡No quiero haceros ningún daño! ¡No necesitáis encerrarme!

Se ríen. Dos hombres jóvenes se acercan y le miran solemnemente. Uno de ellos se pone la mano ante su boca y cubre concienzudamente toda su palma con saliva; cuando lo ha conseguido la ofrece a su compañero, que presiona su mano contra la de él, y ambos estallan en una risa salvaje. Michael los observa, desconcertado. Ha oído cosas acerca de las bárbaras costumbres de las comunas. Primitivo, incomprensible. Los jóvenes dicen algo que suena despectivo y se marchan. Una chica ocupa ahora su lugar ante la ventana. Calcula que tendrá unos quince o dieciséis años. Sus senos son amplios y profundamente bronceados, y entre ellos cuelga un amuleto explícitamente fálico. Lo acaricia de una forma que parece una lasciva invitación.

—Me gustaría —dice él—, si tan sólo pudieras sacarme de aquí. — Pasa sus brazos a través de los barrotes para acariciarla. Ella retrocede de un salto, con ojos salvajes, y le hace un violento gesto, adelantando su mano izquierda con el pulgar doblado bajo la palma y los otros cuatro dedos dirigidos hacia la cara de él. Indudablemente es una obscenidad. Una mujer se palmea el mentón con un ritmo. lento, uniforme, aparentemente muy significativo; un hombre arrugado aprieta solemnemente, por tres veces, su mano izquierda contra su codo derecho; otro hombre se inclina, pone sus manos contra la tierra apisonada, y se levanta de nuevo, elevando los brazos por encima de su cabeza, quizá haciendo la pantomima del crecimiento de una gran planta, quizá de la construcción de una monada urbana. Sea como fuere, lanza una risa estridente y se aleja tambaleándose. Está anocheciendo. A través de la semioscuridad, Michael ve una sucesión de máquinas fumigadoras aterrizando en la plaza como pájaros regresando al nido en el crepúsculo, y docenas de unidades agrícolas móviles provistas de muchos brazos que retornan estridentemente de los campos. Los espectadores desaparecen; les ve entrar en los otros edificios que hay alrededor de la explanada. Pese a la incertidumbre de estar prisionero, se siente cautivado por la extraña naturaleza de aquel lugar. Vivir tan pegado a la tierra, andar todo un día bajo el sol desnudo, no conocer absolutamente nada de las enormes riquezas de una monurb…