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Una muchacha armada le trae su cena, abriendo la puerta de un golpe, dejando dentro una bandeja y marchándose sin una palabra. Vegetales cocidos, un caldo claro, algunos frutos desconocidos de color rojo, y una cápsula de vino fresco: los frutos están machucados y demasiado maduros para su gusto, pero todo lo demás es excelente. Come ávidamente, dejando limpia la bandeja. Luego regresa a la ventana. El centro de la plaza está ahora vacío, excepto ocho o diez hombres, en la parte más alejada, evidentemente un equipo de mantenimiento, que están trabajando en las máquinas agrícolas a la luz de tres flotantes globos luminosos. Su celda está ahora completamente a oscuras. Como no hay ninguna otra cosa que pueda hacer, se quita las ropas y se introduce entre las mantas. Aunque se siente exhausto por su larga andadura, el sueño tarda en llegar: su mente trabaja furiosamente, estudiando posibilidades. Sin duda será interrogado mañana. Alguien aquí tiene que conocer el lenguaje de las monurbs. Con suerte podrá demostrar que sus intenciones no son hostiles. Una sonrisa franca, un acto amistoso, un aire de inocencia. Quizá incluso le escolten hasta los límites de su territorio. Le llevarán volando hacia el este, le dejarán en los dominios de alguna otra comuna, le indicarán cuál es el camino hacia el mar. ¿Será arrestado comuna tras comuna? Es una perspectiva deprimente. Quizá exista una ruta que evite las zonas agrícolas… a través de las ruinas de algunas antiguas ciudades posiblemente. Pero allí es donde viven los hombres salvajes. Al menos los campesinos son civilizados, a su manera. Se ve a sí mismo cocinado por caníbales en medio de algunas ajadas ruinas, tal vez el propio Pittsburgh. O incluso devorado crudo. ¿Por qué son tan desconfiados los campesinos? ¿Qué pueden temer de un vagabundo solitario como él? La natural xenofobia de una cultura aislada, decide. Exactamente el mismo motivo que hace que nosotros no dejemos a un campesino pasearse por el interior de una monurb. Pero naturalmente las monurbs son sistemas cerrados. Todo el mundo numerado, inoculado, asignado a su lugar correspondiente. ¿Acaso esa gente tiene el mismo rígido sistema? No tendrían que temer a los extranjeros. Tendré que convencerles de ello.

Se hunde en sueños intranquilo.

Es despertado, no más de una o dos horas después, por una música discordante, tosca y perturbadora. Se sienta; rojas sombras oscilan en la pared de su celda. ¿Algún tipo de proyecciones visuales? ¿O un fuego fuera? Se precipita a la ventana. Sí. Un enorme montón de troncos secos, ramas, restos de vegetales de todas clases, está apilado en el centro de la plaza. Nunca antes ha visto una fogata, excepto algunas veces en la pantalla, y aquella visión le aterra al tiempo que le sugestiona. Aquellas lenguas incandescentes surgiendo, oscilando y desvaneciéndose… ¿adonde van a parar? Y puede sentir las oleadas de calor desde el lugar donde se encuentra. El constante flujo, el incesante agitar de las danzantes llamas… ¡qué increíble belleza! Y amenazadora. ¿No tienen miedo de dejar un tal fuego agitándose así? Claro que por supuesto hay esa zona de tierra desnuda a su alrededor. El fuego no puede cruzarla. La tierra no arde.

Obliga a sus ojos a apartarse del hipnótico frenesí del fuego. Doce músicos están sentados apretadamente a la izquierda de la hoguera. Los instrumentos son extrañamente medievales: se ejecuta en ellos soplando o golpeando o rasgueando o presionando teclas, y los sonidos son irregulares e imprecisos, vibrando casi en la dimensión correcta pero faltándoles siempre una fracción de tono para sonar afinados. El elemento humano; Michael, cuyo sentido musical es bastante bueno, se estremece ante esta pequeña pero perceptible variación de lo absoluto. Pero los campesinos parecen no darse cuenta de ello. No están preparados para la mecánica perfección de la moderna música científica. Centenares de ellos, quizá toda la población del entorno, sentados en irregulares hileras alrededor del perímetro de la plaza, agitando sus cabezas al compás de la gimiente y chillante melodía, taloneando en el suelo, golpeando rítmicamente sus codos con las manos. La luz del fuego los transforma en una asamblea de demonios; el rojizo resplandor se agita fantásticamente sobre sus semidesnudos cuerpos. Ve niños entre ellos, pero no muchos. Dos aquí, tres allá, muchas parejas adultas con un solo o ninguno. Se siente aturdido por la repentina comprensión: aquí limitan los nacimientos. Se estremece. Luego se siente divertido por su involuntaria reacción de horror; se dice a sí mismo que, sea cual sea la configuración de los genes de que es portador, está condicionado para ser un hombre monurbano.

La música se hace cada vez más salvaje. El fuego aumenta en intensidad. Los campesinos empiezan a danzar. Michael espera que la danza sea amorfa y frenética, un desordenado levantar de brazos y piernas, pero no; sorprendentemente, es hermética y disciplinada, una controlada y formal serie de movimientos. Los hombres en esta fila, las mujeres en esta otra; adelante, atrás, intercambio de parejas, los codos hacia arriba, la cabeza atrás, doblar las rodillas, ahora hop, media vuelta, formar hileras de nuevo, enlazar las manos. El paso se acelera constantemente, pero el ritmo sigue siendo distinto y coherente. Una progresión ritualizada de pautas. Los ojos muy abiertos, los labios apretados. No es una diversión, se da cuenta repentinamente; es una ceremonia religiosa. Los ritos de la gente de la comuna. ¿Qué van a hacer ahora? ¿Es él el cordero para el sacrificio? ¿La providencia les ha proporcionado un hombre de las monurbs? Presa del pánico, mira hacia todos lados buscando señales de un caldero, un asador, una estaca, cualquier cosa que pueda servir para asarlo. Circulan tantas historias acerca de las comunas en la monurb; él nunca había creído en ellas, considerándolas mitos producidos por la ignorancia. Pero quizá no sea así.

Cuando vengan a por él, decide, se abalanzará contra ellos y les atacará. Será mejor terminar rápidamente que morir en la agonía del altar del poblado. Ha pasado ya media hora, y nadie ha mirado aún en dirección a su celda. La danza ha continuado sin la menor interrupción. Relucientes de sudor, los campesinos parecen figuras de pesadilla, inquietantes, grotescas. Senos agitándose, narices con las aletas distendidas, ojos desorbitados. Son añadidas nuevas ramas al fuego. Los músicos se animan unos a otros en una carrera hacia el frenesí. ¿Y qué está ocurriendo ahora? Figuras enmascaradas aparecen solemnemente en la plaza: tres hombres, tres mujeres. Sus rostros quedan ocultos tras estructuras esféricas, horripilantes, bestiales, extravagantes. Las mujeres arrastran cestos ovales en los que pueden verse productos de la comuna: granos, mazorcas secas, harinas. Los hombres rodean a una séptima persona, una mujer, dos de ellos sujetándola por los brazos y el otro empujándola desde atrás. Está en avanzado estado de gestación, en su sexto o quizá séptimo mes. No lleva máscara, y su rostro está tenso y rígido, los labios apretados, los ojos aterrados y enormemente abiertos. La arrojan al suelo al lado del fuego, y se inmovilizan a su lado, flanqueándola. Ella se pone de rodillas, la cabeza inclinada, el largo cabello rozando casi el suelo, los agitados senos oscilando al compás de su jadeante respiración. Uno de los hombres enmascarados —es imposible no pensar en ellos como sacerdotes— entona una resonante invocación. Una de las mujeres enmascaradas coloca una mazorca de maíz en cada mano de la embarazada. Otra esparce harina por su espalda, que se apelmaza sobre su sudorosa piel. La tercera echa grano sobre su pelo. Los otros dos hombres se unen al canto. Michael, apretando los barrotes de su celda, siente como si hubiera sido proyectado a miles de años atrás en el tiempo, a alguna ceremonia neolítica; le es casi imposible aceptar que a un solo día de marcha de allí se levante la magnitud de las mil plantas de la Monada Urbana 116.