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La llegada del desayuno lo despierta. Estudia la bandeja durante unos minutos antes de obligarse a sí mismo a levantarse. Se siente envarado y dolorido por la caminata del día anterior, cada músculo protestando al menor esfuerzo. Doblado en dos, se acerca a la ventana: sólo queda un montón de cenizas donde ardiera el fuego; hay aldeanos moviéndose arriba y abajo en sus ocupaciones matutinas; las máquinas agrícolas han vuelto ya a los campos. Se echa agua abundante sobre el rostro, hace sus necesidades, busca automáticamente la ducha de partículas y, no hallándola, empieza a pensar en cómo podrá soportar la costra de suciedad que se ha ido acumulando sobre su piel. Nunca antes había pensado en lo profundamente arraigado de su costumbre de pasar bajo las oleadas ultrasónicas al iniciar cada día. Se acerca a la bandeja: jugo, pan, fruta fresca, vino. Servirá. Antes de que haya terminado de comer, la puerta de su celda se abre y entra una mujer, vestida con el atuendo tradicional. Se da cuenta instintivamente de que se trata de alguien importante; sus ojos tienen el frío brillo de la autoridad, y su expresión es inteligente y perceptiva. Tendrá unos treinta años, y como la mayor parte de las mujeres campesinas que ha visto su cuerpo es delgado y fibroso, con músculos flexibles, largos miembros, senos pequeños. Le recuerda en algunos aspectos a Micaela, aunque sus cabellos son castaños y cortos, no largos y negros. Lleva un arma sujeta a su muslo izquierdo.

—Cúbrase —dice enérgicamente—. La vista de su desnudez no es agradable. Cúbrase, y entonces podremos hablar.

¡Habla el lenguaje de la monurb! Su acento es extraño, de acuerdo, con el final de las palabras cortado bruscamente, como si hubieran sido limpiamente seccionadas por sus brillantes y puntiagudos dientes en el momento en que estaban cruzando su labios. Las vocales suenan confusas y distorsionadas. Pero es sin la menor duda el lenguaje de su edificio natal. Se siente inmensamente aliviado. Por fin podrá comunicarse.

Se viste apresuradamente. Ella le observa, con rostro impasible. Es una mujer difícil.

—En las monurbs —dice él— no nos preocupamos mucho por cubrir nuestros cuerpos. Vivimos en lo que se podría llamar una cultura postintimidad. No pensé que…

—Ahora no está en una monurb.

—Me doy cuenta de ello. Lamento haberla ofendido con mi ignorancia de sus costumbres.

Ahora está completamente vestido. Ella parece haberse apaciguado algo, quizá debido a su disculpa, quizá tan sólo al hecho de que él ha cubierto su desnudez. Dando unos pasos dentro de la estancia, dice:

—Hace mucho tiempo que no hemos tenido a un espía de su gente entre nosotros.

—Yo no soy un espía.

Una fría y escéptica sonrisa.

—¿No? Entonces, ¿por qué está usted aquí?

—No tenía intención de entrar ilegalmente en su comuna. Tan sólo quería pasar por ella para ir hacia el este. Estoy yendo en dirección al mar.

—¿De veras? —como si él hubiera dicho que estaba yendo en pie hasta Plutón—. ¿Quiere decir andando solo?

—Exactamente.

—¿Y cuándo comenzó ese maravilloso viaje?

—Ayer por la mañana, muy temprano —dice Michael. Soy de la Monada Urbana 116. Un analocomputador, si esto significa algo para usted. De repente me di cuenta de que no podía permanecer más tiempo en el interior del edificio, que lo que deseaba era salir al mundo exterior, y me las arreglé para obtener un pase de salida y me deslicé fuera antes del amanecer, y empecé a andar, y cuando llegué a su territorio supongo que sus máquinas me vieron, y fui detenido, y debido al problema de la lengua no pude explicar lo que…

—¿Qué espera conseguir espiándonos?

Sus hombros se desploman.

—Se lo repito —dice cansadamente—. No soy un espía.

—Las gentes de las monurbs no salen fuera de sus edificios. He tratado durante años con ellos; sé como funcionan sus mentes —sus ojos se cruzan con los de él. Son fríos, fríos—. Hubiera quedado paralizado por el terror apenas cinco minutos después de haber salido fuera — asegura—. Obviamente usted ha sido entrenado para esta misión, o de otro modo hubiera perdido el juicio tras todo un día en los campos. Lo que no puedo comprender es por qué le han enviado. Ustedes tienen su mundo y nosotros el nuestro; no estamos en guerra, por lo que sé; no hay necesidad de espionaje.

—Estoy completamente de acuerdo —dice Michael—. Y es por eso por lo que no soy un espía. —Se siente inclinado hacia aquella mujer, pese a lo severo de su actitud. Su competencia y confianza a sí misma le atraen. Y si tan sólo sonriera un poco sería mucho más hermosa—. Mire —dice—, ¿cómo puedo convencerla de que digo la verdad? Tan sólo quería ver como era el mundo fuera de la monurb. Toda mi vida dentro de ella. Nunca haber respirado el aire puro, nunca haber sentido el sol sobre mi piel. Miles de personas viviendo encima mío. Descubrí que realmente no estoy ajustado a la sociedad monurbana. Así que salí. No soy un espía. Todo lo que quiero es viajar. Particularmente hacia el mar. ¿Ha visto usted nunca el mar…? ¿No? Es mi sueño… pasear a lo largo de la costa, oír las olas a mi lado, sentir la arena húmeda bajo mis pies…

Probablemente el fervor de su tono está empezando a convencerla. Ella se encoge de hombros, con aire indiferente, y dice:

—¿Cuál es su nombre?

—Michael Statler.

—¿Edad?

—Veintitrés años.

—Podemos ponerlo a bordo del próximo correo de vegetales con la carga de champiñones. Estará usted de vuelta a su monurb en media hora.

—No —dice él suavemente—. No haga eso. Déjeme seguir hacia el este. Aún no estoy preparado para volver.

—¿Quiere decir que aún no ha recogido suficiente información? —Se lo repito, no soy… —se interrumpe, dándose cuenta de que ella se está burlando de él.

—De acuerdo. Quizá no sea usted un espía, quizá tan sólo un loco —Sonríe por primera vez, y retrocede hasta apoyarse en la pared, haciéndole frente. En un tono intrascendente, pregunta—: ¿Qué piensa usted de nuestro poblado, Statler?

—Ni siquiera sé cómo empezar a contestar a eso.

—¿Cómo nos encuentra usted? ¿Simples? ¿Complicados? ¿Diabólicos? ¿Aterradores? ¿Insólitos?

—Extraños —dice él.

—¿Extraños en comparación con la clase de gente con la que ha vivido habitualmente, o simplemente extraños en una forma absoluta?

—No estoy seguro de que pueda hacer la distinción. Es como si aquí fuera otro mundo. Yo… yo… a propósito, ¿cuál es su nombre?

—Artha.

—¿Arthur? Entre nosotros en un nombre masculino.

—A-R-T-H-A.

—Oh, Artha. Qué interesante. Qué hermoso —se mordisquea los nudillos—. La forma en que viven aquí, tan pegados al suelo, Artha. Es algo casi inimaginable para mí. Esas casas tan pequeñas. La plaza. Verles a ustedes andando al aire libre. El sol. Ese gran fuego. No tener que subir ni bajar peldaños. Y lo de esta noche: la música, la mujer encinta. ¿Qué significaba todo eso?

—¿Se refiere a la danza del no nacimiento?

—¿Entonces era eso? ¿Una especie de… —vacila— rito de esterilidad?

—Para garantizar una buena cosecha —dice Artha—. Para conseguir que las plantas crezcan altas y los nacimientos sean pocos. Comprenda, tenemos reglas al respecto.

—Y la mujer a la que todo el mundo golpeaba… quedó encinta ilegalmente, ¿no?

—Oh, no —Artha sonríe—. El chico de Mucha es completamente legal.

—Pero… atormentándola como lo hicieron… hubiera podido perder el niño…

—Alguien tenía que ser —dice Artha—. La comuna tiene actualmente a once mujeres encinta. Lo echaron a suertes, y Mucha perdió. O ganó. No se trata de un castigo, Statler. Es algo religioso: ella es la celebrante, el sagrado chivo expiatorio, el… la… no sé como expresarlo en su lengua. A través de su sufrimiento ha atraído la salud y la prosperidad sobre la comuna. Ha asegurado el que los niños no deseados no acudan a nuestras mujeres, para que todo siga en un perfecto equilibro. De acuerdo, para ella es algo doloroso. Y también vergonzoso, exhibiéndose desnuda frente a todos. Pero hay que hacerlo. Es un gran honor. Mucha no tendrá que volver a hacerlo nunca, y tendrá algunos privilegios durante todo el resto de su vida, y por supuesto todos le estamos agradecidos por haber aceptado nuestros golpes. Ahora estamos protegidos por otro año.