—¿Protegidos?
—Contra la furia de los dioses.
—Los dioses —dice él lentamente. Masticando la palabra e intentando comprenderla. Tras un instante, pregunta—: ¿Por qué intentan evitar el tener niños?
—¿Cree acaso que poseemos todo el mundo? —responde ella con sus ojos repentinamente encendidos—. Tenemos nuestra comuna. La zona de tierras que nos ha sido asignada. Tenemos que producir alimentos para nosotros y también para las monurbs, ¿sabe? ¿Qué les ocurriría a todos ustedes si nosotros simplemente procreáramos y procreáramos y procreáramos, hasta que nuestro poblado se extendiera a la mitad de nuestras actuales tierras, y hasta que nuestra producción de alimentos bastara apenas para nuestras propias necesidades? No quedaría nada para las monurbs. Los niños necesitan una casa que los albergue. Las casas ocupan tierra. ¿Cómo podemos cultivar una tierra cubierta por una casa? Hemos tenido que imponernos límites.
—Pero no es necesario extender su poblado por los campos. Pueden construir hacia arriba. Como nosotros. E incrementar diez veces su número, sin ocupar por ello más superficie. Claro que por supuesto necesitarán más alimentos y habrá menos de todo, eso es cierto, pero…
—No comprende absolutamente nada —corta Artha— ¿Pretende que convirtamos nuestra comuna en una monurb? Ustedes tienen su forma de vida, nosotros la nuestra. Y la nuestra requiere que seamos poco numerosos y vivamos en medio de fértiles campos. ¿Por qué deberíamos ser como ustedes? Precisamente intentamos por todos los medios no parecemos a ustedes. Si nos extendemos, nos extenderemos horizontalmente, ¿de acuerdo? Pero esto traerá consigo a lo largo del tiempo cubrir la superficie del mundo con una costra muerta de calles pavimentadas y carreteras, como en los tiempos antiguos. No. Ya hemos superado esas cosas. Nos imponemos nuestros propios límites, y vivimos al ritmo de nuestras convicciones, y somos felices así. Y siempre será así para nosotros. ¿Le parece algo demasiado horrible? Nosotros pensamos que lo realmente horrible es la gente de las monurbs, que no intentan controlar su procreación, que incluso estimulan esa procreación.—Nosotros no necesitamos controlarla —dice él—. Ha sido probado matemáticamente que aún no hemos comenzado a agotar las posibilidades del planeta. Nuestra población puede doblarse o incluso triplicarse, y mientras continuemos viviendo en ciudades verticales, en monadas urbanas, tendremos lugar para todos. Sin invadir las tierras cultivables. Construimos una nueva monurb cada pocos años, y nunca han disminuido los suministros de alimentos, nuestro ritmo no decae y…
—¿Cree que esto puede continuar indefinidamente?
—Bueno, no, no indefinidamente —concede Michael—. Pero sí por largo tiempo. Quinientos años quizá, al actual ritmo de crecimiento, antes de que empecemos a sentirnos apretados.
—¿Y entonces?
—Sabrán resolver el problema cuando llegue el momento.
Artha agita furiosamente su cabeza.
—¡No! ¡No! ¿Cómo puede decir tal cosa? Continuar procreando sin cesar, dejando a las futuras generaciones el trabajo de…
—Mire —dice él—, he hablado al respecto con mi cuñado, que es historiador. Especializado en el siglo XX. En aquella época se creía que se produciría una hambruna universal si la población del mundo superaba los cinco o seis mil millones de personas. Se hablaba mucho de la crisis de población, etc., etc. Bueno, entonces se produjo el colapso, y las cosas fueron reorganizadas: se erigieron las primeras monurbs, los viejos esquemas horizontales de utilización del suelo fueron prohibidos. ¿Y sabe por qué? Descubrimos que había espacio para diez mil millones de seres humanos. Y luego veinte. Y luego cincuenta. Y ahora setenta y cinco. Edificios más altos, producción más eficiente de alimentos, mayor concentración de la gente en las zonas improductivas. Sabiendo esto, ¿qué derecho tenemos a pensar que nuestros descendientes no puedan continuar aumentando su población hasta alcanzar los quinientos mil millones, el billón, quién sabe? El siglo XX nunca hubiera llegado a soñar que fuera posible albergar tanta gente en la Tierra. Si nos inquietamos por anticipado acerca de un problema que de hecho puede que nunca cause la menor preocupación, si blasfemamos contra dios limitando los nacimientos, pecamos contra la vida sin la menor seguridad de que…
—¡Bah! —gruñe Artha—. Ustedes nunca podrán comprendernos. Y supongo que nosotros nunca les comprenderemos a ustedes. —Levantándose, se dirige hacia la puerta—. Dígame entonces: si la vida monurbana es tan maravillosa, ¿por qué ha huido usted de ella para venir a vagar por nuestros campos? —Y ni siquiera espera a oír la respuesta. La puerta se cierra tras ella; Michael da unos pasos y comprueba que está trabada por fuera. Está de nuevo solo. Y prisionero.
Un largo y monótono día. Nadie acude, excepto la chica trayéndole la comida: entrar y salir. El hedor de la celda le oprime. La imposibilidad de lavarse empieza a hacerse intolerable; imagina que la mugre que se va pegando a su piel está pudriéndose y corroyéndola. A través de su estrecha ventana puede observar la vida de la comuna, aunque tiene que doblar el cuello para verla en su totalidad. Las máquinas agrícolas vienen y van. Los robustos aldeanos acarrean sacos repletos a una cinta rodante que se hunde en el suelo… en dirección, indudablemente al sistema de transporte que lleva los alimentos hasta los monurbs y los productos industriales a las comunas. El chivo expiatorio de la otra noche, Mucha, pasa por allí, cojeando ligeramente, magullada, liberada aparentemente de su trabajo por aquel día; todos la saludan con una obvia veneración. Ella sonríe y palmea su vientre. No ve a Artha por ningún lado. ¿Por qué no le sueltan? Está casi seguro de que la ha convencido de que él no es ningún espía. Y de cualquier modo no representa ningún peligro para la comuna. Y, sin embargo, aún sigue allí mientras la tarde se va desvaneciendo. En el exterior la gente se ajetrea, sudorosa, bronceada, en tareas bien definidas. Ve tan sólo una pequeña parte de la comuna: fuera del campo de su visión deben existir escuelas, un teatro, un edificio gubernamental, almacenes, talleres de reparaciones. Imágenes de la danza del no nacimiento de la otra noche brillan morbosamente en su memoria. Su barbarismo; la salvaje música; la agonía de la mujer. Pero sabe que es un error pensar en aquellos campesinos como en gente primitiva y simple, a pesar de tales cosas. Le parecen extraños, pero su salvajismo es sólo superficial, una máscara que utilizan para mantenerse apartados de la gente monurbana. Se trata de una sociedad compleja mantenida en un delicado equilibrio. Tan compleja como la suya propia. Una sofisticada maquinaria que cuidar. No duda de que hay un centro computador en alguna parte, controlando las plantaciones y atendiendo y recolectando los cultivos, y esto requiere un equipo de técnicos adiestrados. Hay necesidades biológicas que considerar: pesticidas, supresión de malas hierbas, todos los intrincados detalles ecológicos. Y los problemas del sistema de trueques que liga la comuna a las monurbs. Se da cuenta de que tan sólo percibe lo superficial de aquel lugar.
Al final de la tarde Artha regresa a su celda.