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—No. Quieto.

—No lo impidas, Artha —apartando ahora la roja y brillante prenda. Apretando el pequeño y duro seno. Buscando su boca—. Estás tan tensa. ¿Por qué no te relajas? El amar es algo bendecido. El amar es…

—¡Quieto!

De nuevo inflexible. Una orden seca y tajante. Intentando liberarse de sus brazos.

¿Es está la manera habitual de hacer el amor en la comuna? ¿Pretender resistencia? Ella sujeta su ropa, le empuja con su codo, intenta levantar su rodilla. Él la rodea con sus brazos y la aplasta contra el suelo. Acariciándola. Besándola. Murmurando su nombre.

—¡Suélteme!

Es realmente una nueva experiencia para él. Una mujer reluctante, toda ella nervios y huesos, combatiendo sus avances. En la monurb podría ser llevada a la muerte por ello. Frustrando blasfemamente a un compañero ciudadano. Pero esto no es la monurb. Esto no es la monurb. Su resistencia le excita más; lleva ya varios días sin mujer, el mayor período de abstinencia que puede recordar, y esto le lleva hasta el paroxismo. No hay delicadeza posible; necesita tomarla, tan rápido como sea posible. Artha, Artha, Artha. El nombre es un gruñido primitivo en sus labios. Está luchando como un diablo. Afortunadamente esta vez ha venido desarmada. ¡Cuidado, los ojos! Resoplando y jadeando. Una ráfaga salvaje de golpes con los puños. El espeso y salado gusto de la sangre en sus labios. Mira en lo profundo de los ojos de ella y se siente asombrado. Hay un brillo rígidamente asesino en sus ojos. Cuanto más lucha, más la desea. ¡Una salvaje! Si es así como lucha, ¿cómo hará el amor? Introduce su rodilla entre sus piernas, forzándola lentamente a separarlas. Ella intenta gritar; él aplasta sus labios con su boca; los dientes de ella buscan su carne. Sus uñas arañan su espalda. Es sorprendentemente fuerte.

—Artha —suplica—, no me rechaces. Es una locura. Si solamente…

—¡Animal!

—Déjame mostrarte lo mucho que te amo…

—¡Lunático!

La rodilla de ella asciende repentinamente por entre sus piernas. El hace una finta, intentando evitar el golpe, pero sólo lo consigue en parte. No se trata de un juego. Si realmente desea tomarla, tendrá que vencer su resistencia. Inmovilizarla. ¿Tomar a una mujer inconsciente? No. No. No ha llevado bien las cosas. Se siente invadido por la tristeza. Su deseo le abandona repentinamente. Gira sobre sí mismo, soltándola, y queda de rodillas junto a la ventana, mirando al suelo, la respiración entrecortada. Anda, ve a decirles a los viejos lo que he intentado hacer. Ofréceme a tus dioses. Desnuda, de pie frente a él, el rostro ceñudo, ella recoge su ropa. Su respiración es jadeante.

—En una monurb —dice él—, cuando alguien inicia avances sexuales, es considerado como algo altamente impropio el rehusársele —su voz tiembla de vergüenza—. Me sentía atraído hacia usted, Artha. Pensé que usted también se sentía atraída por mí mismo. La sola idea de que alguien pudiera rehusárseme… No podía llegar a comprender…

—¡Qué clase de animales son ustedes!

Él es incapaz de sostener su mirada.

—En nuestro contexto, tiene sentido. No podemos tolerar situaciones explosivamente frustrantes. No hay lugar para los conflictos en una monurb. Pero aquí… aquí es diferente, ¿no?

—Mucho.

—¿Podrá perdonarme?

—Aquí nos unimos solamente con aquellos a quienes amamos realmente —dice ella—. No nos abrimos a cualquiera que nos lo pida. No es algo sencillo. Hay rituales de aproximación. Hay que emplear intermediarios. Es muy complicado. ¿Pero cómo podía saber usted todo esto?—Exacto. ¿Cómo podía saberlo?

La voz de ella vibra de irritación y exasperación.

—¡Nos estábamos comprendiendo tan bien! ¿Por qué ha tenido que tocarme?

—Usted misma lo ha dicho. No lo sabía. No lo sabía. Estábamos los dos juntos… me sentía atraído hacia usted… era lo más natural para mí que…

—Y era también natural para usted violarme cuando me he resistido.

—Me he detenido a tiempo, ¿no?

Una amarga sonrisa.

—Es una forma de hablar. Si usted llama a eso detenerse. Si usted llama a eso a tiempo.

—Es difícil para mí comprender su resistencia, Artha. Creía que estaba jugando su juego conmigo. Al principio no he creído que estuviera rechazándome. —Mira de nuevo hacia ella. Sus ojos la contemplan con una mirada a la vez despectiva y triste—. Ha sido un malentendido, Artha. ¿No podemos volver media hora atrás? ¿Intentar como si nada hubiera ocurrido?

—Siempre recordaré sus manos sobre mi cuerpo. Siempre recordaré sus manos desnudándome.

—No sea rencorosa. Intente verlo todo bajo mi punto de vista. El abismo cultural que existe entre los dos. La diferente apreciación de las cosas. Yo…

Ella agita lentamente la cabeza. No hay esperanza de que olvide.

—Artha…

Ella sale. Él se queda solo, sentado en el polvo. Una hora más tarde le traen la cena. Llega la noche; como sin prestarle atención a la comida, rumiando su amargura. Atormentado por la vergüenza. Y, sin embargo, insiste en que no es totalmente culpa suya. El choque de dos culturas irreconciliables. Era algo tan natural para él. Era tan natural. Y la melancolía. Estaban tan próximos el uno del otro antes de que todo aquello ocurriera. Tan cercanos.

Unas horas después de la puesta del sol se inicia la construcción de una nueva hoguera en la plaza. Observa torvamente aquella actividad. Así pues, ella ha ido a los viejos del poblado y les ha contado su ataque. Un ultraje; la consuelan y le prometen venganza. Ahora seguramente le sacrificarán a su dios. Su última noche de vida. Toda la agitación de su existencia convergiendo en aquel día. Nadie le preguntará por su último deseo. Morirá miserablemente, con su cuerpo sucio. Lejos del hogar. Tan joven. Vibrando con deseos insatisfechos. No haber visto nunca el mar.

¿Y qué está ocurriendo ahora? Una máquina agrícola se acerca al fuego, un gigante, nueve metros de altura, con ocho largos y articulados brazos, seis piernas con varios codos, una enorme boca. Algún tipo de recolectora tal vez. Su metálica piel de color marrón pulido refleja las oscilaciones de los rojos dedos del fuego. Como un poderoso ídolo. Moloch-Baal. Ve su propio cuerpo elevado entre aquellos grandes brazos. Su cabeza acercándose a la metálica boca. Los aldeanos cabrioleando a su alrededor en un frenético ritmo. La gruesa y maltratada Mucha cantando estáticamente mientras él es sumergido en la horrenda abertura. La glacial Artha regocijándose de su triunfo. Su pureza recuperada con el sacrificio. Los sacerdotes salmodiando. No, por favor. No. Pero quizá esté equivocado. La noche anterior, durante el rito de esterilidad, había creído que estaban castigando a la mujer encinta. Y, en cambio, era la que recibía el mayor honor. ¡Pero qué malévola se ve esa máquina! ¡Qué asesina!