¿Pero y el mar? ¿Pero y el Vesubio y el Taj Mahal?
Ésta no es la ocasión. Está empezando a admitir su fracaso. Ha ido tan lejos como se ha atrevido, y por tanto tiempo como se ha permitido a sí mismo; ahora está deseando con toda su alma regresar al hogar. Su condicionamiento, después de todo, se está imponiendo nuevamente. El medio ambiente crea una necesidad genética. Él ha tenido ya su aventura: algún día, si dios quiere, tendrá otra; pero su fantasía de cruzar el continente, yendo de comuna en comuna, debe ser abandonada. Hay demasiados ídolos de relucientes mandíbulas acechando, y no puede confiar en tener la suerte de hallar otra Artha en el próximo poblado. Así, pues, al hogar.
Su miedo disminuye a medida que pasan las horas. Nadie ni nada le persigue. Avanza ahora a un firme, mecánico ritmo de marcha, un paso y otro paso y otro paso y otro paso, obligándose a progresar, como un autómata, hacia las vastas torres de las monadas urbanas. No tiene ni idea de la hora que es, pero supone que ya es pasada medianoche; la luna cuelga lejos en el cielo, y las monurbs se van sumergiendo en la oscuridad a medida que la gente se va a dormir. Los rondadores nocturnos están empezando a merodear. Siegmund Kluver de Shanghai acudiendo quizá a ver a Micaela. Jasón hacia sus enamorados mugros en Varsovia o Praga. Unas pocas horas más, supone Michael, y estaré en casa. Sólo necesitó desde el amanecer hasta media tarde para alcanzar la comuna, y eso dando muchos rodeos; con las torres irguiéndose ante él todo el tiempo, no tendrá la menor dificultad en avanzar en línea recta hasta su destino.
Todo está en silencio. La estrellada noche tiene una mágica belleza. Bajo el cristalino cielo siente la atracción de la naturaleza. Tras quizá cuatro horas de marcha se detiene para bañarse en un canal de irrigación, y emerge desnudo y refrescado; lavarse con agua no es tan satisfactorio como meterse bajo el limpiador ultrasónico, pero al menos durante un tiempo no se sentirá obsesionado con las capas de suciedad e inmundicias corroyendo su piel. Más animado ahora, prosigue su camino. Su aventura está retirándose al estadio de historia: la está encapsulando y reviviendo retrospectivamente. Qué bueno haber realizado todo esto. Respirado el aire fresco, probado el rocío matutino, sentido la tierra bajo sus uñas. Incluso su encarcelamiento le parece ahora más bien una experiencia altamente excitante que una imposición. Observa la danza del no nacimiento. Su espasmódico e inconsumado amor hacia Artha. Su forcejeo y su dramática reconciliación. Las aterradoras mandíbulas del ídolo. El miedo a la muerte. Su escapatoria. ¿Qué otro hombre de la Monurb 116 ha conocido tales cosas?
Este acceso de autocomplaciencia le da nuevas fuerzas para reemprender su camino a través de los infinitos campos de la comuna con renovado vigor. Pero las monurbs parecen estar siempre a la misma distancia. Un efecto de la perspectiva. Sus cansados ojos. ¿Y se está dirigiendo realmente, piensa, hacia la 116? Sería una buena jugada de su sentido de la orientación penetrar en la constelación urbana a la altura de la 140 o 145 o algo así. Si, se dice a sí mismo, se está moviendo en ángulo en relación con su verdadero camino, la divergencia, por pequeña que sea, puede ser inmensa al final de su marcha, dejándole ante una espantosamente larga hipotenusa que recorrer. No tiene forma de saber cuál de las monurbs que tiene ante él es la suya propia. Simplemente tiene que seguir adelante.
La luna se esfuma. Las estrellas palidecen. El alba está próxima.
Ha alcanzado la zona de tierras no cultivadas que separan el borde de la comuna de la constelación Chipitts. Sus piernas arden, pero se fuerza a sí mismo a continuar. Está ya tan cerca de los edificios que éstos parecen flotar, sin base que los sustente, en el aire. Los cuidados jardines están a la vista. Los robots jardineros realizan serenamente sus tareas. Los capullos se abren a la primera luz del día. La suave brisa matutina está cargada de perfumes. El hogar. El hogar. Stacion. Micaela. Descansar un poco antes de acudir a la entrecara. Buscar una excusa plausible.
¿Cuál es la Monurb 116?
Las torres no llevan números. Los que viven en su interior saben muy bien dónde viven. Medio tambaleándose, Michael se acerca al edificio más próximo. Sus fachadas están iluminadas por la radiante luz del amanecer. Mira hacia arriba, a lo largo de mil pisos. La delicadeza, la complejidad de sus miríadas de diminutas estancias. Bajo sus pies yacen las misteriosas raíces, los generadores de energía, las enormes plantas de procesado, las recónditas computadoras, todas las ocultas maravillas que mantienen con vida a la monurb. Y sobre ellas, irguiéndose como el tallo de una inmensa planta, está la maravillosamente intricada monurb. Con sus centenares de miles de vidas entrelazadas, artistas e intelectuales, músicos y escultores, soldadores y conserjes. Sus ojos están húmedos. El hogar. El hogar. ¿Pero es esto? Avanza hacia la compuerta. Levanta su muñeca, mostrando el pase de salida. La computadora está autorizada a admitirle bajo su demanda.
—¡Si esta es la Monurb 116 —dice—, abre! Soy Michael Statler. — No ocurre nada. Los identificadores lo escrutan, pero todo sigue cerrado—. ¿Qué edificio es éste? —pregunta. Silencio—. ¡Vamos — exclama—, dime dónde estoy!—Ésta es la Monada Urbana 123 de la constelación Chipitts —dice la voz de un invisible amplificador.
¡123! ¡Tantos kilómetros aún hasta su hogar!
Pero no tiene otra alternativa que continuar. Ahora el sol está por encima del horizonte, y está pasando rápidamente del rojo al dorado. Si esto es el este, entonces ¿dónde está la Monurb 116? Intenta calcular con su entumecida mente. Debe ir hacia el este. ¿Sí? ¿No? Avanza fatigosamente a través de la interminable serie de jardines que separan la 123 de su vecina del este, e interroga al altavoz de la compuerta. Sí: está es la Monurb 122. Prosigue. Los edificios están situados formando diagonales, a fin de que no se hagan sombra mutuamente, y él avanza hacia el centro de la constelación, llevando cuidadosamene la cuenta, mientras el sol asciende en el cielo y derrama su calor sobre él. Se siente mareado por el hambre y el cansancio. ¿Es ésta la 116? No, debe haberse equivocado en su cuenta; permanece cerrada para él. ¿Ésta, entonces?
Sí. La compuerta se abre silenciosamente cuando él muestra su pase. Michael se encarama a su interior. Aguarda a que la puerta se cierra tras él. Ahora debe abrirse la interior. Aguarda. ¿Y bien?
—¿Por qué no te abres? —pregunta—. Aquí. Aquí. Identifica esto —muestra en alto su pase. Quizá se trate de algún proceso de descontaminación previa. Nunca se sabe lo que uno puede traer del exterior. Y finalmente la puerta se abre.
Luces en sus ojos. Un brillo cegador.
—Quédese donde está. No intente cruzar la puerta de entrada —la fría voz metálica le inmoviliza. Parpadeando, Michael avanza medio paso, entonces se da cuenta de su imprudencia y se detiene. Una nube de olor dulzón le rodea. Le están rociando con algo. Un producto que se fija rápidamente, formando sobre su cuerpo una película de seguridad. Las luces descienden de intensidad. Hay unas siluetas bloqueando su paso: cuatro, cinco. Policías.