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Oye la voz de Rhea Shawke Freehouse, como una grabación profundamente enterrada en su cerebro. Si yo fuera tú, Siegmund, me relajaría e intentaría divertirme un poco más. No te preocupes de lo que piense la gente, o parezca pensar, acerca de ti. Empápate en la naturaleza humana, intenta volverte más humano tú mismo. Ve por todo el edificio; haz algunas rondas nocturnas en Varsovia o Praga, tal vez. Observa cómo vive la gente sencilla. Perspicaces palabras. Una mujer inteligente. ¿Por qué tener miedo? Vamos, arriba. Arriba. Ya empieza a ser tarde.

Inmóvil frente a una puerta con el rótulo de PROHIBIDO EL PASO que conduce a uno de los centros de computación, Siegmund pierde algunos minutos estudiando el temblor de su mano derecha. Luego se gira y corre apresuradamente hacia el ascensor y lo programa para la planta sesenta. El centro de Varsovia.

Aquí los corredores son estrechos. Hay muchas puertas. Una especie de compresión en la atmósfera. Es una ciudad de una densidad de población extraordinariamente alta, no sólo a causa de que sus habitantes son bendecidos en su fecundidad, sino también porque muchas de las áreas de la ciudad están ocupadas por plantas industriales. Aunque el edificio es mucho más ancho aquí que en los niveles superiores, los ciudadanos de Varsovia están apretujados en una zona residencial relativamente estrecha. Aquí están las máquinas que fabrican otras máquinas. Troqueladoras, tornos, calibradoras, duplicadoras, rectificadoras, prensas. Gran parte del trabajo está programado y automatizado, pero quedan aún multitud de tareas para ser realizadas por manos humanas: cargar las cintas rodantes, transportar y almacenar, conducir las carretillas elevadoras, seleccionar los productos terminados hacia sus destinos. El año anterior Siegmund había apuntado a Nissim Shawke y Kipling Freehouse que gran parte del trabajo humano que se realiza en los niveles industriales podría ser efectuado perfectamente por máquinas; en lugar de emplear miles de personas en Varsovia, Praga y Birmingham, podrían preparar un programa de actuación totalmente automatizado, con unos pocos supervisores para revisar los productos finales y unos pocos hombres de mantenimiento para cubrir las emergencias y reparar las máquinas. Shawke le había dirigido una sonrisa condescendiente.

—Pero si no tienen trabajo, ¿qué van a hacer con sus vidas todas esas pobres gentes? —había respondido—. ¿Crees que podríamos convertirlos en poetas, Siegmund? ¿O en profesores de historia urbana? Creamos deliberadamente trabajo para ellos, ¿no comprendes? —Y Siegmund se había sentido azorado por su ingenuidad. Uno de los pocos errores que había cometido en su análisis de la metodología del gobierno. Todavía se siente incómodo ante el recuerdo de esa conversación. En una sociedad ideal, piensa, todo el mundo debería realizar un trabajo que tuviera sentido para él. Ve la nómada urbana como una sociedad ideal. Pero algunas consideraciones prácticas acerca de las limitaciones humanas se interponen a este esquema. Pero. El trabajo en Varsovia es una mancha en su teoría.

Hay que elegir una puerta. 6021. 6023. 6025. Es extraño ver apartamentos con cuatro dígitos. 6027, 6029. Siegmund apoya su mano en un pomo. Duda. Se siente frenado por una repentina timidez. Imaginando, al otro lado, a un velludo, musculado y resoplante marido de clase trabajadora, a una cansada, gastada, deformada esposa de clase trabajadora. Y él penetrando en su intimidad. La resentida mirada de ellos posándose en sus ropas que gritan un más alto nivel. ¿Qué ha venido a hacer aquí ese dandy de Shanghai? ¿Acaso no tiene la menor descendencia? Y así. Siegmund está casi a punto de abandonar. Luego se da fuerzas a sí mismo. No se atreverán a rehusarle. No se atreverán a mostrarse groseros. Abre la puerta.

La habitación está a oscuras. Tan sólo la lamparilla nocturna; sus ojos se habitúan, y ve a una pareja en la plataforma de descanso y a cinco o seis pequeños en sus camitas. Se acerca a la plataforma. Se detiene junto a los durmientes. La imagen que se había hecho de los ocupantes de la estancia era completamente errónea. Podrían ser no importa qué joven pareja de recién casados de Shanghai, Chicago, Edimburgo. Retiremos las ropas, dejemos que el sueño erradique las expresiones faciales que denotan la posición en la matriz social, y quizá las distinciones de clase y ciudad desaparezcan. Los desnudos durmientes tienen tan sólo unos pocos años más que Siegmund… él quizá diecinueve, ella posiblemente dieciocho. El hombre es delgado, de estrechos hombros y músculos nada espectaculares. La mujer es neutra, standard, de cuerpo agradable, suaves cabellos rubios. Siegmund toca ligeramente su hombro. Un reborde óseo tiende la piel. Unos ojos azules aletean y se abren. El miedo dejando paso a la comprensión: oh, un rondador nocturno. Y la comprensión dejando paso a la confusión: el rondador nocturno lleva ropas propias de las partes altas del edificio. La etiqueta exige una introducción.

—Siegmund Kluver —dice Siegmund—. Shanghai.

La lengua de la chica pasa rápidamente por sus labios.

—¿Shanghai? ¿Realmente?

El marido despierta. Parpadea, sorprendido.

—¿Shanghai? —dice—. ¿A qué ha venido hasta aquí abajo, en?

No hostil, tan sólo curioso. Siegmund alza los hombros, como diciendo: Un capricho, una ocurrencia. El marido sale de la plataforma. Siegmund le asegura que no es necesario que se vaya, que no le importa que se quede, pero evidentemente este tipo de cosas no se practican en Varsovia: la llegada del rondador nocturno es la señal para que el marido se vaya. Se pone una suelta túnica de algodón sobre su pálido y casi imberbe cuerpo. Una nerviosa sonrisa: hasta luego, amor. Y fuera. Siegmund se queda solo con la mujer.

—Nunca me había hallado antes con alguien de Shanghai —dice ella.

—No me has dicho tu nombre.

—Ellen.

Se tiende al lado de ella. Acaricia su suave piel. Le llega el eco de las palabras de Rhea. Empápate en la naturaleza humana. Observa cómo vive la gente sencilla. Se siente tenso. Su carne está misteriosamente invadida por una extensa red de finas fibras doradas. Penetrando en los lóbulos de su cerebro.—¿En qué trabaja tu marido, Ellen?

—Ahora es conductor de una carretilla elevadora. Antes había sido cableador, pero se accidentó realizando un revestimiento. Una sobrecarga.

—Trabaja duro, ¿no?

—El jefe del sector dice que es uno de sus mejores hombres. Yo también creo que es bueno —una risita contenida—. ¿Cuántas plantas tiene Shanghai? Está en algún lugar por la 700, ¿no?

—De la 761 a la 800. —Acaricia su cadera. El cuerpo de ella se estremece: ¿miedo o deseo? Tímidamente, se quita sus ropas de noche. Quizá desee terminar pronto. Aquel alarmante extranjero de las plantas superiores. O quizá no esté habituada a los preámbulos. Un medio diferente. Pero él siente deseos de hablar un rato antes. Observa cómo vive la gente sencilla. Está aquí para aprender, no tan sólo para tomar. Mira a su alrededor: los muebles simples y vulgares, sin elegancia ni estilo. Pero diseñados por los mismos artífices que proveen a Louisville y a Toledo. Para mantener en su lugar el gusto de las clases inferiores. Una especie de capa de grisor lo cubre todo. Incluso a la chica. Podría estar ahora con Micaela Quevedo. Podría estar con Principessa. O con. O quizá con. Pero estoy aquí. Busca alguna pregunta que hacer. Algo que le descubra la esencial humanidad de esta oscura persona a la que un día ayudará a dirigir. ¿Lees mucho? ¿Cuáles son tus programas favoritos en la pantalla? ¿Qué tipo de comida te gusta más? ¿Haces algo dentro de tus posibilidades para que tus hijos puedan ascender en el edificio? ¿Qué piensas de la gente de abajo, de Reykjavik? ¿Y de los de Praga? Pero no dice nada. ¿Para qué? ¿Qué puede aprender? Hay barreras infranqueables entre ellos. La acaricia en silencio. Ella le devuelve las caricias. Pero él se siente insensible.