El santificador, hablando por sobre la música, dice:
—Lo que ves es una transmisión directa desde la planta mil. Es el cielo sobre nuestra monurb en este mismo instante. Sumérgete en el cono negro de la noche. Acepta la fría luz de las estrellas. Ábrete a la inmensidad. Lo que estás viendo es dios. Lo que estás viendo es dios.
—¿Dónde?
—Por todas partes. Inmanente y eterno.
—No puedo verlo.
La música suena más alto. Siegmund se halla ahora encerrado en una jaula de denso sonido. La escena astronómica aumenta de intensidad. El santificador dirige la atención de Siegmund hacia aquel grupo de estrellas y hacia aquel otro, urgiéndole a sumergirse en la galaxia. La monurb no es el universo, murmura. Más allá de estas brillantes paredes se halla esta inmensa grandiosidad, y esto es dios. Que él pueda arrastrarte consigo y curarte. Entrégate. Entrégate. Entrégate. Pero Siegmund no quiere entregarse. Pregunta si el santificador no obtendría mejores efectos suministrándole algún tipo de droga, un multiplexer o algo parecido que hiciera más fácil el poder abrirse al universo. Pero el santificador se burla de la idea. Uno puede alcanzar a dios sin ayuda química. Simplemente por el éxtasis. La contemplación. La inmersión en el infinito. La búsqueda de esquemas divinos. Medita en las fuerzas en equilibrio, las bellezas de la mecánica celeste. Dios está dentro y fuera de nosotros. Entrégate. Entrégate. Entrégate.
—Sigo sin sentirlo —dice Siegmund—. Estoy encerrado dentro de mi propia cabeza.
Una nota de impaciencia penetra en el tono del santificador. ¿Qué es lo que no funciona contigo?, parece estar diciendo. ¿Por qué no puedes? Es una perfectamente buena experiencia religiosa. Pero contigo no funciona. Al cabo de media hora Siegmund se levanta, agitando la cabeza. Sus ojos le duelen a fuerza de mirar las estrellas. Es incapaz de dar el místico salto. Autoriza una transferencia de crédito a la cuenta del santificador, le da las gracias, y sale de la capilla. Quizá dios estaba hoy en otro lado.
El alivio del consultor. Un terapeuta totalmente secular, que basa su trabajo en los ajustes metabólicos. Siegmund siente aprensión ante la idea de ir a verle; siempre ha mirado como a alguien anormal a todos aquellos que acudían al consultor, y le duele tener que unirse a este grupo. Pero debe poner fin a su agitación interior. Y Mamelón insiste. El consultor al que visita es sorprendentemente joven, quizá treinta y tres años, con un rostro comprimido, cortante y fruncido, y ojos sin asomo de generosidad. Conoce la naturaleza de los males de Siegmund casi antes de que éste se los describa.
—Y cuando se encontró usted en aquella fiesta en Louisville — pregunta—, ¿qué efecto le causó saber que sus ídolos no eran exactamente lo que usted creía?
—Me vació —dice Siegmund—. Mis ideales, mi escala de valores, mis reglas de vida. Todo dejó de parecerme válido. Nunca hubiera imaginado que fuesen así. Creo que fue entonces cuando empezaron los problemas.
—No —dice el consultor—, fue entonces cuando emergieron a la superficie. Existían ya antes. En usted, enterrados, esperando a que algo los empujara afuera.—¿Cómo puedo aprender a luchar contra ellos? —No puede. Ha de someterse a una terapia. Le enviaré a los ingenieros morales. Un ajuste a la realidad le servirá.
Tiene miedo de ser cambiado. Le meterán en un tanque y le dejarán flotar durante días o semanas, mientras enturbian su mente con sus misteriosas substancias y le susurraran cosas y masajean su dolorido cuerpo y alteran las fijaciones de su cerebro. Y cuando salga estará curado y se sentirá equilibrado y será diferente. Otra persona. Su identidad como Siegmund habrá desaparecido junto con su angustia. Recuerda a Áurea Holston, cuyo número había salido en el sorteo para poblar la nueva Monurb 158 y que no quería ir, y el modo como fue persuadida por los ingenieros morales de que no era malo abandonar su monurb natal. Y cómo había salido del tanque, dócil y plácida, un vegetal en lugar de una neurótica. No lo harán conmigo, piensa Siegmund.
Esto marcará también el fin de su carrera. Louisville no acepta a los hombres que han sufrido crisis. Encontrarán algún puesto subalterno para él en Boston o Seattle, algún trabajo administrativo menor, y le olvidarán. Un joven que prometía tanto. Varios informes de ajustes a la realidad le llegan cada semana a Monroe Stevis. Stevis se lo dirá a Shawke y a Freehouse. ¿Habéis oído lo del pobre Siegmund? Dos semanas en el tanque. Una especie de depresión nerviosa. Sí, triste. Muy triste. Hay que apartarlo, por supuesto.
No.
¿Qué puede hacer? El consultor ha programado ya la petición de ajuste y la ha enviado a la computadora. Los impulsos energéticos están viajando a través del sistema de información, arrastrando su nombre. En la planta 780, los ingenieros morales se están ocupando ya de ello. Muy pronto la pantalla le transmitirá la fecha de su designación. Y si no acude, vendrán a por él. Las máquinas de brazos almohadillados le sujetarán y se lo llevarán.
No.
Le cuenta a Rhea su difícil situación. No a Mamelón, que ya la conoce, sino a Rhea. Ella puede aconsejarle. Siempre le ha apreciado tanto.
—No vayas con los ingenieros —le advierte ella— .
—¿No ir? ¿Pero cómo? La orden ya está dada.
—Anúlala con una contraorden.
La mira como si le hubiera recomendado la demolición de la constelación de monurbs Chipitts.
—Inserta la contraorden en la computadora —dice ella—. Dile a uno de los hombres de los equipos interfaciales que lo haga por ti. Usa tu influencia. Nadie se dará nunca cuenta.
—No puedo hacer esto.
—Entonces tendrás que ir a los ingenieros morales. Y ya sabes a lo que te conducirá esto.
La monurb se desmorona a su alrededor. Nubes de cascotes remolinean en su cerebro.
¿Quién podría arreglar aquello por él?
El hermano de Micaela Quevedo trabajaba en un equipo interfacial, ¿no? Pero ya no está. De todos modos, hay muchos otros. Cuando deja a Rhea, Siegmund consulta las listas en el complejo de acceso. El virus de la blasfemia está empezando a trabajar en su alma. Entonces se da cuenta de que ni siquiera necesita usar su influencia. Le basta con realizar un trámite de rutina profesional. Desde su oficina teclea una petición de información: situación de Siegmund Kluver, para quien hay solicitada terapia en la planta 780. Inmediatamente surge la información de que la terapia para Kluver está prevista para dentro de diecisiete días. El computador no negará nunca un dato al Complejo de Acceso a Louisville. Existe la presunción de que cualquiera que formule una pregunta utilizando el equipo del complejo está autorizado a hacerlo. Estupendo. Ahora el vital paso siguiente. Siegmund da instrucciones a la computadora para que elimine la solicitud de terapia a nombre de Siegmund Kluver. Esta vez hay un asomo de resistencia: la computadora quiere saber quién autoriza la anulación. Siegmund medita acerca de ello por un momento. Luego llega la inspiración. La terapia de Siegmund Kluver, informa a la máquina, es cancelada por orden de Siegmund Kluver, del Complejo de Acceso a Louisville. ¿Funcionará? «No», puede decir la máquina, «usted no puede cancelar su propia solicitud de terapia. ¿Cree que soy estúpida?». Pero la enorme computadora es estúpida. Piensa a la velocidad de la luz, pero es incapaz de enfrentarse a los destellos de la intuición. ¿Tiene Siegmund Kluver, del Complejo de Acceso de Louisville, derecho a cancelar una solicitud de terapia? Sí, por supuesto; actúa en nombre de la propia Louisville. Entonces hay que cancelar. Las instrucciones son transmitidas a través de las conexiones adecuadas. No se trata de la persona que ordena, sino de la autoridad a la que representa. Ya está hecho. Siegmund teclea su consulta: situación de Siegmund Kluver, para quien hay solicitada terapia en la planta 780. Instantáneamente surge la información de que la solicitud de terapia a nombre de Kluver ha sido cancelada. Su carrera está, pues, a salvo. Pero su angustia sigue en él. Hay que erradicarla de algún modo.