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—A mí no me molesta trabajar con usted —dije.

—No quise decir eso, usted se ha trabajado muy bien. Lo que intentaba explicarle es que todas las cosas que le intrigan —el juramento, por ejemplo—, tienen un profundo sentido.

—Así que los hombres volverán por la mañana.

—Probablemente. Y protestarán, y aflojarán en el trabajo en cuanto usted o yo les demos la espalda... aunque hasta eso es natural. A veces, sin embargo, me pregunto...

Esperé que terminara la frase, pero no dijo nada más. Me resultó extraña su actitud, ya que no me parecía en absoluto un hombre melancólico. Permanecimos sentados, envueltos en un largo silencio, quebrado solamente cuando yo me levanté y salí a usar la letrina. Luego, él bostezó, se desperezó y me tomó el pelo por mi floja vejiga.

Rafael regresó por la mañana con casi todos los hombres que habían estado antes con nosotros. Faltaban unos pocos, que fueron reemplazados por otros. Malchuskin los recibió sin demostrar sorpresa, y de inmediato comenzó a supervisar la demolición de las tres primeras edificaciones temporarias.

Primero se llevó el contenido afuera, y se lo apiló a un costado. Luego se desmantelaron las construcciones, tarea que no resultó tan difícil como yo imaginaba dado que, evidentemente, habían sido diseñadas para poder desarmarlas y volverlas a levantar con suma facilidad. Cada pared estaba unida a la siguiente por medio de pernos. Los pisos estaban formados por una cantidad de maderitas planas, al igual que los techos. Las puertas y ventanas venían adheridas a los respectivos marcos. No demoramos más de una hora en desarmar cada cabaña, y al mediodía habíamos acabado. Un rato antes, Malchuskin se había ido y había vuelto luego con un camión accionado a batería. Hicimos un breve descanso, comimos, cargamos luego el camión al tope y emprendimos el camino hacia el cerro. Conducía Malchuskin. Rafael y algunos de los obreros iban colgados de los costados del vehículo.

Malchuskin tomó un rumbo que nos llevó, en forma diagonal, hacia el tramo más cercano de vía, y el resto del viaje avanzamos junto a ella en dirección al cerro. En la ladera había una leve depresión, a través de la cual se habían tendido los cuatro pares de rieles. Se veían muchos hombres trabajando en este tramo: algunos cavaban manualmente el terreno a ambos lados del riel —presumiblemente ensanchándolo para recibir la mole de la ciudad a medida que pasara—, y otros empleaban taladros mecánicos, tratando de erigir cinco armazones de metal, cada una de las cuales portaba una gran rueda. Hasta ahora habían colocado sólo una, entre los dos rieles interiores, y se erguía como un sombrío diseño geométrico, sin cumplir aparentemente ninguna función.

Al pasar por la depresión Malchuskin aminoró la velocidad del camino, observando con interés cómo trabajaban los obreros. Saludó con la mano a uno de los gremialistas que supervisaban la obra, volvió a acelerar y llegamos a la cima del cerro. Allí comenzaba una pequeña pendiente que bajaba hasta una gran planicie. Al Este, al Oeste y en el extremo más lejano de la planicie, divisé colinas mucho más altas.

Para sorpresa mía, las vías terminaban a poca distancia del cerro. El riel izquierdo exterior se extendía una milla más, pero los otros tres tenían escasamente cien metros de largó. Había dos equipos trabajando, pero enseguida se notaba que lo hacían con mucha lentitud.

Malchuskin paseó la vista a su alrededor. En nuestro lado de las vías —o sea, en el lado Oeste—, había un grupito de cabañas, probablemente destinadas a los obreros que ya estaban allí. Malchuskin condujo el camión en esa dirección, pero pasamos dichas cabañas antes de detenernos.

—Aquí está bien —dijo—. Tenemos que levantar las cabañas antes que caiga la noche.

—¿Por qué no las armamos junto a las demás? —pregunté.

—Tengo por costumbre no hacerlo. Estos hombres me ocasionan suficientes problemas. Si alternan demasiado con los otros, beben más y trabajan menos. No podemos impedirles que se junten en los periodos de descanso, pero tampoco conviene amontonarlos.

—Supongo que tienen derecho a hacer lo que quieran...

—Se los compra por su trabajo. Eso es todo. Bajó de la cabina del camión y se puso a gritarle a Rafael que comenzara a levantar las viviendas.

Pronto se descargó el camión. Malchuskin regresó a juntar al resto de los hombres y los materiales, dejándome a mí a cargo de la reedificación.

Al atardecer se había casi terminado el trabajo. Mi última tarea del día era reintegrar el camión a la ciudad y conectarlo a uno de los puntos de reabastecimiento de baterías. Me alejé al volante, contento de volver a estar solo un rato.

Cuando bajé del cerro advertí que habían acabado por el día el trabajo en las ruedas elevadas, y que el lugar estaba desierto, salvo por la presencia de dos hombres de la milicia con sus ballestas colgando de los hombros. No me prestaron atención. Los dejé atrás y seguí mi camino a la ciudad. Me sorprendió ver qué pocas luces había y cómo, al acercarse la noche, cesaba toda actividad.

En el lugar donde Malchuskin había dicho que encontraría puntos de recarga hallé otros vehículos ya conectados, y ningún espacio libre. Pensé que éste era el último camión que volvía esa noche, y. que tendría que buscar algún otro punto. Por último encontré uno disponible en el lado Sur de la ciudad.

Ya era oscuro. Cuando terminé de ocuparme del camión me tocaba la larga caminata de vuelta, solo. Estuve tentado de no regresar y quedarme a pasar la noche en la ciudad, Al fin y al cabo, en unos pocos minutos podía estar en mi cuarto del internado... pero después pensé en la reacción que tendría Malchuskin al día siguiente.

De mala gana bordeé el perímetro de la ciudad, hallé las vías que iban hacia el Norte y las seguí hasta el cerro. Estar solo en la llanura, de noche, me resultó una experiencia algo desconcertante. Ya hacía frío y una fuerte brisa soplaba del Este. Me congelaba con mi uniforme liviano. Delante de mí alcanzaba a distinguir la mole oscura del cerro, enmarcada por el brillo del cielo nublado. En la depresión, las formas angulares de las estructuras de la rueda se delineaban contra el firmamento. Dos milicias recorrían la zona en solitaria vigilia.

—¡Deténgase en su lugar! —gritaron cuando me acerqué. Aunque no alcanzaba a ver bien, el instinto me decía que las ballestas apuntaban en dirección a mí—. Identifíquese.

—Aprendiz Helward Mann.

—¿Qué está haciendo fuera de la ciudad?

—Trabajo con el gremialista Malchuskin, en las vías. Acabo de pasar por aquí manejando un camión.

—Ah, sí. Aproxímese. Así lo hice.

—Yo no lo conozco —dijo uno de ellos—. ¿Usted empezó hace poco?

—Sí... Hace más o menos una milla.

—¿En qué gremio está?

—En el de los Futuros.

El que había hablado, rió.

—Yo no lo elegiría.

—¿Porqué?

—Me gustaría tener una larga vida.

—Pero él es joven —dijo el otro.

—¿De qué están hablando? —pregunté.

—¿Ya estuvo en el futuro?

—No.

—¿Y en el pasado?

—No. Empecé hace sólo unos días.

Se me ocurrió un pensamiento. Si bien no alcanzaba a verles el rostro en la oscuridad, por las voces deduje que no eran mucho mayores que yo. Unas setecientas millas, tal vez, pero no mucho más. En tal caso, yo debía conocerlos del internado.

—¿Cuál es su nombre? —le pregunté a uno.

—Conweil Stumer. Para usted Ballestero Stumer.

—¿Estaba en el internado?

—Sí. Pero no lo recuerdo. Claro, es sólo un niño.

—Acabo de abandonar el internado, y usted no estaba allí.