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Esta situación creaba un gran descontento, evidenciado por un exceso de energía física no consumida. ¿Pero dónde encontrar una vía de escape en el internado? Solamente en los pasillos y en el gimnasio había espacio como para moverse, y con estrictas limitaciones. El escape se manifestaba con desasosiego: en los más pequeños, estallidos emocionales y desobediencia; en los mayores, peleas y devoción apasionada por los pocos deportes que podían practicarse en el diminuto gimnasio. Y en los que les faltaban unas pocas millas para alcanzar la mayoría de edad, un prematuro despertar sexual.

Los directores del internado realizaban ingentes tentativas de control, pero quizás comprendían estas actividades y no les asignaban mayor gravedad que la debida. De cualquier manera yo me había criado en el internado y había participado igual que todos en estos arranques ocasionales. Durante las últimas veinte millas previas a la mayoría de edad había disfrutado de varias relaciones sexuales con compañeras —no con Victoria—, y no me había importado mucho. Ahora que nos íbamos a casar, de pronto cobraba importancia lo ocurrido en otras épocas.

Cuanto más conversábamos, más deseaba yo poder alejar el fantasma del pasado. Dudaba sobre la necesidad de relatarle mis experiencias. Victoria, sin embargo, dominaba la charla y la conducía por senderos aceptables para ambos. Tal vez ella también tuviera sus fantasmas. Me contó algo de la vida en la ciudad, y yo me sentía, desde luego, muy interesado en escucharla.

Me dijo que, por el hecho de ser mujer, no se le confería automáticamente una posición de responsabilidad, y que había logrado su actual trabajo por haberse comprometido conmigo. Si se hubiese comprometido con alguien que no perteneciera a un gremio, le habría correspondido tener hijos con la mayor frecuencia posible, y pasar el tiempo en rutinarias tareas domésticas en las cocinas, haciendo vestidos u ocupándose de otros trabajos serviles. En cambio, ahora podía ejercer un cierto control sobre su futuro, y quizás podría ascender al cargo de directora. Asistía, ahora, a un proceso de enseñanza muy parecido al mío. La única diferencia era que parecían hacer menos hincapié en la experiencia, y más en la educación teórica. Por consiguiente, ya había aprendido muchas más cosas sobre la ciudad y su manejo interno que yo.

No me sentí con confianza para hablar de mi trabajo afuera, de modo que escuché con sumo interés lo que ella me contaba.

Le habían dicho que en la ciudad había gran escasez de dos cosas: una era agua —lo cual yo ya sabía, por lo que me había contado Malchuskin—, y la otra era población.

—Sin embargo hay mucha gente en la ciudad —dije.

—Sí... pero la tasa de nacimientos ha sido siempre baja, y está bajando aún más. Para colmo de males, predominan los nacimientos de varones. Nadie sabe bien por qué.

—Es por los alimentos sintéticos —dije, irónicamente.

—Podría ser. —No había entendido mi chiste—. Hasta que abandoné el internado yo tenía ideas muy imprecisas de cómo sería el resto de la ciudad... pero siempre había creído que los habitantes habían nacido allí.

—¿Acaso no es así?

—No. Se traen muchas mujeres de afuera con el fin de aumentar la población. O, más específicamente, con la esperanza de que den a luz niñas.

—Mi madre vino de afuera.

—¿Sí? —Por primera vez noté inquieta a Victoria—. No lo sabía.

—Pensé que sería obvio.

—Sí, claro, pero nunca se me ocurrió imaginar...

—No importa —dije.

Bruscamente, Victoria se quedó callada. En realidad, ese hecho no me afectaba demasiado, y lamenté haberlo mencionado.

—Cuéntame más cosas de aquí —dije.

—No... no hay mucho más que contar. ¿Y tú? ¿Cómo es tu gremio?

—Es bueno —respondí.

Aparte de que el juramento me prohibía hablar de él, no me sentía con ganas de charlar. Con ese brusco silencio de Victoria tuve la impresión de que había otras cosas para contar, pero que una cierta discreción le impedía hacerlo. Durante toda mi vida —o al menos, durante toda la vida que recordaba—, la ausencia de mi madre se había tratado como algo natural. Cuando mencionábamos el tema, mi padre hablaba objetivamente, y no creo que hubiese ningún estigma. De hecho, muchos de los chicos del internado estaban en la misma situación que yo, y lo que es más, casi todas las niñas también. Nunca había pensado en el asunto hasta el momento en que Victoria tuvo esa reacción.

—Tú eres una de las pocas excepciones —dije, esperando que ella volviera al mismo tema, encarándolo desde otro ángulo—. Tu madre vive aún en la ciudad.

—Sí —respondió.

Y éste fue el fin del asunto. Decidí no hablar más de ello. De cualquier modo, yo no tenía interés especial en conversar de otra cosa que no fuera de nosotros. Había venido a la ciudad a conocer mejor a Victoria, no a hablar de genealogía.

—¿Qué hay ahí afuera? —pregunté, señalando la ventana—. ¿Podemos salir?

—Si lo deseas. Yo te llevaré.

Salí detrás de ella y la seguí por un corredor, donde había una puerta que daba al exterior. No había mucho por ver: el espacio abierto no era más que un callejón que corría entre las dos líneas de edificación. En un extremo había una sección elevada, a la que se llegaba por medio de una escalera de madera. Caminamos primero hasta el extremo y allí encontramos otra puerta por la que reingresamos a la ciudad. Al volver, subimos por la escalera hasta la pequeña plataforma donde había varios bancos de madera y espacio para moverse con una cierta libertad. La plataforma estaba bordeada a ambos lados por altas murallas, que presumiblemente encerraban otras partes del interior de la ciudad. El lado por el que accedimos daba a los techos de las cuadras residenciales y sobre el callejón. Pero en el cuarto lado la visión era ininterrumpida y se alcanzaba a divisar la campiña circundante. Esto me sorprendió mucho ya que el juramento había dejado implícito que nadie que no fuera gremialista podría ver más allá de los límites de la ciudad.

—¿Qué te parece? —me preguntó Victoria, sentándose en uno de los bancos. Me senté junto a ella.

—Me gusta.

—¿Anduviste por ahí afuera?

—Sí. —Era difícil. Ya me sentía en conflicto con los términos del juramento. ¿Cómo podría contarle a Victoria de mi trabajo, sin transgredir lo que había jurado?

—No nos dejan subir muy a menudo a este lugar. Lo cierran por la noche y durante el día está abierto sólo a algunas horas. A veces lo mantienen cerrado varios días seguidos.

—¿No sabes por qué?

—¿Lo sabes tú? —dijo ella.

—Probablemente tenga que ver con... el trabajo que se realiza afuera.

—Del cual supongo que no vas a hablar.

—No —respondí.

—¿Por qué no?

—No puedo.

Me echó una rápida mirada.

—Estás muy bronceado. ¿Trabajas al sol?

—No todo el tiempo.

—A este lugar lo cierran cuando el sol está alto. Lo único que he podido ver del sol es el momento en que los rayos se posan sobre las partes más altas de los edificios.

—No hay nada que ver —dije—. Es muy brillante y no se lo puede mirar fijo.

—Eso me gustaría averiguarlo por mi misma.

—¿Qué estás haciendo ahora? En tu trabajo, quiero decir.

—Nutrición.

—¿Qué es eso?

—Es determinar cómo obtener una dieta balanceada. Tenemos que aseguramos que los alimentos sintéticos contengan suficientes proteínas, y que la gente ingiera la cantidad adecuada de vitaminas. —Hizo una pausa. Su voz reflejaba desinterés por el tema—. ¿Sabías que el sol contiene vitaminas?

—¿Sí?