En medio de la noche Victoria vino a mi cuarto. Lo primero que sentí fue el ruido de la puerta que se cerraba, y cuando abrí los ojos, divisé su alta figura junto a mi cama.
—¿Qué...?
—¡Ssh! Soy yo.
—¿Qué quieres? —Estiré una mano buscando la perilla de la lámpara, pero ella me tomó de la muñeca.
—No prendas la luz.
Se sentó en el borde de la cama, y yo me incorporé.
—Lo siento mucho, Helward. Eso vine a decirte.
—Está bien.
Se rió.
—¿Todavía estás dormido?
—Tal vez. No sé.
Se inclinó hacia adelante. Sentí sus manos que me apretaban suavemente el pecho y subían luego hasta colocarse detrás de mi cuello. Me besó.
—No digas nada —me dijo—. De veras lamento lo ocurrido.
Volvimos a besarnos. Sus manos se movieron y me abrazó con fuerza.
—Usas camisón para dormir. Quítatelo.
De pronto se levantó y sentí que se desprendía el abrigo que traía puesto. Cuando volvió a sentarse, mucho más cerca esta vez, estaba desnuda. Me saqué a tientas el camisón, que se me trabó al pasar la cabeza. Victoria retiró las colchas y se apretujó contra mí.
—¿Viniste así aquí? —le pregunté.
—No hay nadie por ningún lado.
Su rostro estaba muy cerca del mío. Nos besamos de nuevo, y al alejarme me golpeé la cabeza contra la pared. Victoria se acurrucó más, pegando su cuerpo al mío. De repente echó a reír con fuerza.
—¡Por Dios! ¡Cállate!
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Alguien podría escuchamos.
—Todo el mundo duerme.
—No van a dormir más si sigues riendo.
—Dije que no hablaras. —Me besó nuevamente. A pesar de que mi cuerpo respondía con ansias, me paralizaba el terror. Estábamos haciendo demasiado ruido. Las paredes del internado eran delgadas, y sabía por experiencia que los sonidos se transmitían con suma facilidad. Con su risa y nuestras voces, y por el hecho de que necesariamente teníamos que estar amontonados en la litera, contra la pared, yo estaba seguro de que habíamos despertado al internado entero. La aparté de mi lado y así se lo dije.
—No importa —me respondió.
—Sí que importa.
Retiré las colchas y pasé por encima de ella. Encendí la luz. Victoria se tapó los ojos para protegerse del resplandor, y yo le tiré su abrigo.
—Vamos a tu habitación.
—No.
—Sí. —Yo ya me estaba calzando el uniforme.
—No te pongas eso —dijo ella—. Tiene olor.
—¿Sí?
—Un olor horrible.
Cuando se incorporó yo la observé, admirando la hermosura de su cuerpo desnudo. Se puso el abrigo sobre los hombros y saltó de la cama.
—De acuerdo. Pero vamos rápido.
Salimos de mi cuarto y abandonamos el internado. Atravesamos velozmente los pasillos. Como Victoria había dicho, a estas horas de la noche no se veía a nadie por los alrededores, y estaban apagadas casi todas las luces de los pasillos. A los pocos minutos llegamos a su habitación. Cerré la puerta y le eché llave. Victoria se sentó en la cama, sujetándose el abrigo sobre el cuerpo.
Yo me saqué el uniforme y me metí en la cama.
—Ven, Victoria.
—Ahora no tengo ganas.
—¿Por qué no?
—Debimos habernos quedado donde estábamos.
—¿Quieres que volvamos?
—Por supuesto que no.
—No te quedes ahí sentada. Ven aquí, conmigo.
—Bueno.
Se desabrochó el saco y lo dejó caer al piso. Luego se metió en la cama, a mi lado. Nos abrazamos y besamos un instante, pero ahí entendí lo que ella había querido decir. Me abandonó el deseo tan pronto como había venido. Permanecimos en silencio. La sensación de estar en la cama con ella era agradable, pero aunque yo percibía la sensualidad del momento, no pasó nada.
Eventualmente, dije:
—¿Por qué fuiste a verme?
—Ya te lo dije.
—¿Era sólo porque lamentabas lo ocurrido?
—Creo que sí.
—Yo casi voy a verte a ti —dije—. Hice una cosa que no debía, y estoy asustado.
—¿Qué hiciste?
—Te conté... Te conté que me habían obligado a jurar algo. Tenías razón, los gremios imponen la ley del secreto a sus miembros. Cuando me convertí en aprendiz tuve que prestar un juramento, una de cuyas cláusulas era jurar que nunca revelaría la existencia del juramento. Yo lo quebré al contarte.
—¿Y esto importa mucho?
—Hay pena de muerte.
—¿Pero cómo van a enterarse?
Victoria dijo:
—Si yo suelto prenda, quieres decir. ¿Por qué habría de hacerlo?
—No estoy seguro. Sin embargo hoy hablabas de una manera... demostrabas resentimiento porque se te impide regir tu propia vida... y yo estaba convencido de que utilizarías ese hecho contra mí.
—Hasta este instante no significaba nada para mí. No lo utilizaría. Además, ¿cómo va a traicionar una mujer a su marido?
—¿Todavía quieres casarte conmigo?
—Sí.
—¿Aun cuando lo hayan decidido por nosotros?
—Fue una buena decisión —respondió, y me apretó fuerte unos segundos—. ¿No piensas lo mismo?
—Sí.
Al cabo de unos minutos. Victoria me preguntó:
—¿Me vas a hablar de lo que ocurre fuera de la ciudad?
—No puedo.
—¿Por el juramento?
—Sí.
—Pero ya lo has transgredido. ¿Ahora qué importa?
—De todos modos, no hay nada que contar. He pasado diez días realizando un gran trabajo físico, y no sé bien por qué.
—¿Qué clase de trabajo físico?
—Victoria... no me lo preguntes.
—Bueno, entonces cuéntame del sol. ¿Por qué a nadie de la ciudad le permiten, verlo?
—No sé.
—¿Tiene algo de malo?
—No creo.
Victoria me hacía las preguntas que yo debía haberme hecho pero que nunca me hice. En el tumulto de nuevas experiencias, no había tenido casi tiempo para tomar conciencia del significado de todo lo que veía, y mucho menos, de cuestionarlo. Al verme enfrentado a estos interrogantes —dejando de lado si debía responderlos o no—, noté que yo exigía saber las respuestas. ¿Realmente algo le pasaría al sol, algo que pusiera en peligro la ciudad? Si así fuese, ¿debía mantenerse en secreto? Sin embargo, yo había visto el sol y...
—No, no le pasa nada al sol, pero tiene otra forma que la que yo creía.
—Es esférico.
—No. Al menos, no lo parece.
—¿Y?
—No debo decírtelo.
—No vas a dejarlo así —dijo ella.
—Yo no creo que sea importante.
—Yo sí.
—Está bien. —Ya que había hablado demasiado, ¿qué otra cosa podía hacer?—. No puede vérselo bien durante el día porque es muy brillante. Al amanecer o en el ocaso puede contemplárselo unos minutos. Me parece que tiene forma de disco; pero es más que eso, aunque no sé cómo describirlo. En el centro del disco, arriba y abajo, hay una especie de rayo.
—¿Es parte del sol?
—Sí. Es semejante a un trompo. Resulta muy difícil ver con claridad, porque es tan brillante, aun en esos momentos. La otra noche yo me encontraba al aire libre, y el cielo estaba despejado. Hay una luna, que tiene la misma forma. Pero tampoco la pude ver bien porque estaba en fase.
—¿Estás seguro?
—Eso es lo que vi.
—No es lo que nos enseñaron.
—Ya sé —respondí—. Pero es así.
No hablé más. Victoria me hizo otras preguntas, que yo evadí aduciendo no conocer las respuestas. Si bien intentó extraerme comentarios sobre mi trabajo, me las ingenié para mantener el silencio. En cambio, yo le hice preguntas acerca de ella, y pronto habíamos dejado ese tema, que me parecía tan peligroso. No estaba enterrado para siempre, pero necesitaba tiempo para pensar. Al rato hicimos el amor, y luego nos quedamos dormidos.