Por la mañana, Malchuskin salió temprano de la cabaña y me dijo que llevara a Rafael y a los obreros al lugar de trabajo lo antes posible. Cuando llegué, él y otros tres hombres de Tracción discutían con los gremialistas que preparaban los cables. Indiqué a Rafael y a los operarios que se pusieran a trabajar en el riel. Pero sentía curiosidad por saber el motivo de discusión. Eventualmente, Malchuskin se acercó a nosotros y no mencionó la pelea sino que se abocó al trabajo, gritándole furioso a Rafael.
Un rato más tarde, cuando hicimos un descanso, le pregunté.
—Son los de Tracción —dijo—, que quieren comenzar ahora el remolque, antes de que esté lista la vía.
—¿Pueden hacerlo?
—Si... dicen que llevará algún tiempo subir la ciudad hasta la cima del cerro, y que mientras tanto podemos acabar con esto. Nosotros no lo permitiremos.
—¿Por qué no? Parece razonable.
—Porque significaría trabajar debajo de los cables. Se ejerce mucha presión sobre los cables, sobre todo cuando se arrastra la ciudad por una cuesta muy empinada como la que conduce al cerro. ¿Nunca vio cortarse un cable? —Era una pregunta retórica; antes no sabía siquiera que se utilizaban cables—. A usted lo partirían por la mitad antes de que pudiera escuchar el estrépito —acotó Malchuskin agriamente.
—Entonces, ¿en qué quedaron?
—Nos dan una hora para terminar; luego empiezan a mover la ciudad de cualquier manera.
Quedaban aún por tender tres tramos de riel. Les dimos a los hombres unos minutos más de descanso antes de reanudar la faena. Puesto que ahora había cuatro gremialistas con sus cuadrillas dedicados a la misma área, avanzamos rápidamente. No obstante, casi toda la hora se pasó completando la vía.
Con una cierta satisfacción, Malchuskin hizo señales a los de Tracción indicándoles que estábamos listos. Recogimos las herramientas y las pusimos a un costado.
—¿Qué hacemos ahora? —le pregunté.
—Esperaremos. Yo voy a la ciudad a descansar. Mañana volvemos a comenzar.
—¿Qué debo hacer yo?
—Si fuera usted, yo observaría. Le va a resultar interesante. Bueno, hay que pagar y despedir a estos hombres. Más tarde le enviaré a un gremialista de Tráfico. Mantenga a los obreros aquí hasta que él llegue. Yo vuelvo por la mañana.
—De acuerdo. ¿Algo más?
—No. Mientras se realiza el remolque, los hombres de Tracción quedan a cargo de todo, así que si le dicen que salte, salte. Podrían necesitar que se hiciese algún retoque en las vías, así que esté alerta. Pero yo creo que están bien, y ya las controlamos.
Se alejó de mí, en dirección a la cabaña. Parecía muy cansado. Los obreros regresaron a sus chozas y pronto me quedé solo. El comentario de Malchuskin acerca del peligro de que se cortara un cable me había asustado, de modo que me senté en el suelo a una distancia prudente del lugar.
No había mucha actividad en el sitio de emplazamiento de los amortiguadores. Los cinco cables habían sido conectados, y ahora corrían flojos, en sentido paralelo a los rieles. Había dos gremialistas de Tracción en los emplazamientos ocupados, según me pareció, en dar los toques finales a las conexiones.
En la zona del cerro apareció un grupo de hombres, que venía hacia nosotros en dos ordenadas hileras. Desde esta distancia era imposible distinguir quiénes eran, pero noté que, cada cien metros, uno de ellos abandonaba la fila y se ubicaba junto a la vía. A medida que se aproximaban, advertí que eran milicianos, equipados con ballestas. Cuando llegaron a los amortiguadores, sólo quedaban ocho de ellos, que hicieron una formación defensiva alrededor de los mismos. Al cabo de unos minutos, uno de los soldados se me acercó.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—Soy el aprendiz Helward Mann.
—¿Qué está haciendo?
—Me dijeron que me quede a presenciar la operación de remolque.
—Está bien. Manténgase a distancia. ¿Cuántos obreros hay aquí?
—No estoy seguro —respondí—. Creo que unos sesenta.
—¿Han estado trabajando en la vía?
—Sí. Sonrió.
—Entonces estarán demasiado exhaustos como para ser peligrosos. Avíseme si le causan algún problema.
Se marchó a reunirse con sus compañeros. No quedó muy claro qué clase de problemas podían causarme los obreros, pero me pareció extraña la actitud de la milicia hacia ellos. Supuse que, en el pasado, habrían ocasionado algún daño a los rieles o los cables, pero pensé que ninguno de los hombres con quienes habíamos estado trabajando podía significar una amenaza para nosotros.
Me pareció que los milicianos que custodiaban las vías estaban peligrosamente cerca de los cables, aunque no demostraban temor. Pacientemente iban y venían por sus respectivos tramos de riel.
Advertí que dos de los hombres de Tracción tomaban posición detrás de unos escudos metálicos, más allá de los amortiguadores. Uno de ellos portaba una gran bandera roja, y miraba con unos binoculares en dirección al cerro. Allí, junto a las cinco poleas, divisé a otro hombre. Dado que el centro de interés parecía ser este hombre, lo observé con curiosidad. Nos daba la espalda, según lo que alcanzaba a ver desde esta distancia.
De pronto, se dio vuelta y agitó su bandera para llamar la atención de los dos hombres que se hallaban en los amortiguadores. La movía describiendo un amplio semicírculo debajo de su cintura, ida y vuelta. Inmediatamente, el hombre que tenía la bandera, en los amortiguadores, salió desde atrás del escudo y confirmó la señal repitiendo el movimiento con su propia bandera.
Momentos más tarde, noté que los cables se deslizaban lentamente por el terreno, en dirección a la ciudad. Sobre el cerro veía las poleas girando, sujetando el cabo suelto. Uno a uno los cables se detuvieron, aunque la mayor parte seguía corriendo por la tierra. Me imaginé que sería por el peso mismo de los cables, ya que en la zona de los amortiguadores y. las poleas, los cables estaban bien separados del terreno.
—¡Déles la orden de largada —gritó uno de los hombres de los amortiguadores, y de inmediato su colega agitó la bandera por sobre su cabeza. El hombre del cerro repitió la señal; luego se hizo rápidamente a un lado y desapareció de la vista.
Esperé, curioso, por saber qué vendría ahora... aunque, por lo que veía, no ocurría nada. Los milicianos seguían yendo y viniendo, los cables permanecían tensos. Decidí acercarme a los de Tracción y preguntarles qué pasaba.
En cuanto me puse de pie y di unos pasos en dirección a ellos, el hombre que había estado haciendo las señales agitó frenéticamente los brazos.
—Aléjese —me gritó.
—¿Qué pasa?
—¡Los cables están soportando el máximo de tensión!
Me alejé.
Transcurrían los minutos y no había signos evidentes de adelanto. Luego me di cuenta de que los cables se habían ido estirando lentamente, hasta que quedaron separados de la tierra en casi toda su extensión.
Miré hacia el Sur: la ciudad aparecía a la vista. Desde donde estaba sentado alcanzaba a ver el borde superior de una de las torres de adelante, emergiendo sobre las rocas del cerro. Y mientras miraba, seguían apareciendo más partes de la edificación.
Caminé describiendo un gran semicírculo, manteniendo siempre una prudente distancia de los cables, y me paré detrás de los amortiguadores. Miré hacia la ciudad. Con dolorosa lentitud iba trepando la cuesta hasta que llegó a unos pocos metros de las cinco poleas que llevaban los cables hasta la cima del cerro. Allí se detuvo, y los hombres de Tracción comenzaron una vez más a hacer señales.
A continuación vino una larga y complicada operación en la cual cada cable se arriaba por turno, mientras se desmantelaba la polea. Presencié la remoción de la primera polea de este modo; luego me aburrí. Sentí hambre y, sospechando que no me iba a perder nada interesante, volví a la cabaña y calenté un poco de comida.