No había rastros de Malchuskin, aunque casi todas sus pertenencias seguían aún en la cabaña.
Me tomé mi tiempo para comer, sabiendo que pasarían no menos de dos horas antes de que pudieran proseguir con el remolque. Disfruté de la soledad y de no tener que realizar el trabajo forzado de antes.
Cuando salí recordé la advertencia de los milicianos acerca de los problemas que podían ocasionar los obreros, y me dirigí a sus ranchos. La mayoría de los hombres estaban afuera, sentados en el suelo, contemplando el trabajo de las poleas. Algunos conversaban, gesticulaban o discutían en voz alta, y llegué a la conclusión de que los milicianos veían amenazas donde no existían. Regresé a la vía.
Eché una rápida mirada al soclass="underline" faltaba poco para la noche. Deduje que el resto de la operación no demoraría mucho luego de que hubiesen quitado las poleas, porque era evidente que los demás rieles corrían por una rampa cuesta abajo.
A su debido tiempo se eliminó la última polea y nuevamente los cinco cables quedaron tensos. Hubo un breve período de espera hasta que, a una señal del hombre que se hallaba en los amortiguadores, continuó el lento movimiento de la ciudad... cuesta abajo en dirección a nosotros. Contrariamente a lo que me había imaginado, la ciudad no se deslizaba suavemente por el ventajoso declive. Los cables seguían tirantes, o sea que la ciudad debía aún arrastrarse. Cuando se fue acercando, noté un menor nerviosismo en los hombres de tracción, si bien no cesaban de vigilar. Durante la operación concentraban toda su atención en la ciudad que se aproximaba.
Por último, cuando la inmensa mole estuvo a unos diez metros del final de los rieles, el señalero levantó la bandera roja y la sostuvo por sobre su cabeza. Había una gran ventana que corría a lo ancho de la torre delantera. Allí un hombre levantó otra bandera similar. Segundos más tarde, la ciudad se detuvo.
Se produjo un alto durante un par de minutos. Luego, de una puerta de la torre salió un hombre y se paró en una pequeña plataforma.
—Listo... los frenos están asegurados —gritó—. Vamos a soltar.
Los dos hombres de Tracción abandonaron sus refugios de metal y estiraron las piernas exageradamente. Era indudable que habían soportado una considerable tensión mental durante varias horas. Uno de ellos caminó hasta el borde de la ciudad y orinó a un costado. Le sonrió al compañero, se trepó a una cornisa y logró alcanzar la plataforma. El otro caminó a lo largo de los cables —notoriamente más flojos ahora— y desapareció debajo del canto mismo de la ciudad. Los milicianos seguían desplegados en su formación defensiva, pero hasta ellos parecían ahora más relajados.
El espectáculo había llegado a su fin. Al tener la ciudad tan cerca sentí la tentación de entrar, pero dudé si debía hacerlo o no. Solamente podía ver a Victoria, y ella estaría ocupada con su trabajo. Además, Malchuskin me había dicho que me quede con los obreros, y pensé que no debía desobedecerlo.
Cuando me dirigía de vuelta a la choza, se me acercó un hombre que venía de la ciudad.
—¿Es usted el aprendiz Mann? —dijo.
—Sí.
—Yo soy Jaime Collings, del gremio de Tráfico. Malchuskin me dijo que había que abonar los salarios y despedir a unos obreros.
—Efectivamente.
—¿Cuántos son? —preguntó Collings.
—En nuestra cuadrilla, quince. Pero hay varios más.
—¿Alguna queja?
—¿Qué tipo de queja?
—Algún problema... negarse a trabajar, por ejemplo.
—Eran un poco lerdos. Malchuskin vivía gritándoles.
—¿Alguna vez se negaron a trabajar?
—No.
—¿Sabe quién era el jefe del grupo?
—Rafael, uno que habla inglés.
—De acuerdo.
Juntos caminamos hasta las cabañas y hallamos a los hombres. Al ver a Collings, se hizo un brusco silencio.
Le indiqué cuál era Rafael. Collings y él hablaron en el idioma de Rafael, y casi de inmediato uno de los otros replicó gritando indignado. Rafael lo ignoró y siguió hablando con Collings, pero era evidente que había una gran animosidad. Alguien volvió a gritar y pronto varios más se le unieron. Se formó un gentío alrededor. Algunos hombres extendían los brazos por entre los cuerpos apretados y amenazaban a Collings.
—¿Necesita ayuda? —le grité en medio del escándalo, pero no me oyó. Me acerqué más y repetí la pregunta.
—Traiga a cuatro milicianos —me gritó en inglés—. Dígales que se mantengan tranquilos.
Miré a los furiosos obreros un instante. Luego partí apresuradamente. Había aún un pequeño grupo de milicianos en la zona de los amortiguadores, y hacia allí me encaminé. Evidentemente habían escuchado el barullo de la discusión, y ya estaban mirando en dirección a la turba. Cuando me vieron llegar corriendo, seis de ellos se aprontaron.
—¡Collings necesita cuatro milicianos! —exclamé, jadeando por la corrida.
—No son suficientes. Yo me encargo de ello, muchacho.
El hombre que había hablado, que evidentemente era el jefe, emitió un poderoso silbido y señaló a varios de sus hombres. Cuatro milicianos más abandonaron sus posiciones cerca de la ciudad y vinieron corriendo. El grupo de diez soldados marchó hacia el sitio de la pelea, conmigo a la retaguardia.
Sin consultar a Collings —que permanecía en el centro de la refriega—, los milicianos avanzaron contra los obreros, blandiendo las ballestas como cachiporras. Collings se dio vuelta de repente y les gritó a los soldados, pero uno de los hombres lo agarró de atrás. Lo arrastraron al suelo y se pusieron a patearlo.
Les milicianos estaban obviamente entrenados para este tipo de lucha, ya que sus movimientos eran rápidos y diestros. Manejaban las improvisadas cachiporras con precisión. Observé un momento. Luego me introduje dificultosamente entre los hombres, tratando de llegar a Collings. Uno de los obreros me manoteó la cara, hundiéndome los dedos en los ojos. Traté de zafar la cabeza, pero otro hombre vino en su ayuda. De pronto me vi libre de ellos... y contemplé cómo caían al suelo. Los milicianos que me rescataron no hicieron señales de reconocimiento sino que prosiguieron con sus brutales azotes.
El gentío aumentaba a medida que se unían obreros a prestar su colaboración. Hice caso omiso de ello y volvía meterme en el centro de la trifulca, tratando aún de llegar hasta Collings. Frente a mí, había una angosta espalda vestida con una camisa blanca que se adhería húmeda a la piel. Rodeé fuertemente con el brazo la garganta del hombre, le tiré la cabeza hacia atrás y le di un golpe seco en la oreja. Cayó. Había otro hombre junto a él, e intenté practicar la misma táctica, pero esta vez, antes de poder asestar el golpe, me patearon violentamente y rodé por el suelo:
En medio del montón de piernas vi el cuerpo de Collings tendido en la tierra. Seguían pateándolo. Yacía boca abajo, cubriéndose la cabeza con los brazos. Traté de llegar hasta él a los empujones, pero me lo impidieron a patadas. Otro pie se azotó contra mi sien, y me desmayé por un instante. Un segundo después recuperé el conocimiento debido a los feroces puntapiés que sentía en mi cuerpo. Al igual que Collings, me cubría la cabeza con los brazos y seguí arrastrándome hacia donde lo había visto por última vez.
A mi alrededor, todo parecía ser una maraña de piernas y, cuerpos, y por todas partes se oía el rugido de voces acaloradas. Levanté la cabeza un momento y vi que me encontraba a pocos centímetros de Collings. A empellones logré colocarme a su lado. Intenté pararme, pero enseguida me bajaron de otro puntapié.
Para gran sorpresa mía, Collings seguía consciente. Me tiré junto a él, y me cubrió los hombros con su brazo.
—Cuando yo le diga —me gritó en el oído— ¡párese! Pasó un instante. Sentí que su brazo me apretaba más fuertemente el hombro.