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—No.

—¿Todavía no fue al pasado?

—¿Qué significa eso?

—Un gran trecho al Sur de la ciudad.

—No... no he ido.

—Bueno, cuando vaya por allí se enterará de lo que sucede. Entretanto, créame lo que le digo. Cuanto más tiempo dejemos el riel tendido al Sur de la ciudad, mayor es el peligro de que se vuelva inutilizable.

Aún no había señales de los obreros contratados. Malchuskin me dejó y fue a hablar con otros dos gremialistas de Tracción que acababan de llegar de la ciudad. Al rato, volvió.

—Esperaremos una hora más, y si para ese entonces no ha venido nadie, pediremos prestados unos hombres de otros gremios y comenzaremos a trabajar. No podemos esperar más.

—¿Usted puede usar a los de otros gremios?

—Los obreros contratados son un lujo, Helward —respondió—. En el pasado, la construcción de vías la hacían gremialistas solamente. Mover la ciudad es prioridad principal, y no hay nada que se interponga en el camino. Si fuese necesario, haríamos venir a todos los habitantes de la ciudad a tender los rieles.

De pronto pareció relajarse, se tiró en el suelo y cerró los ojos. Teníamos el sol casi directamente sobre nuestras cabezas y hada mucho calor. Noté que, al Noreste, había una línea de nubes oscuras y que el aire estaba más quieto y húmedo que de costumbre. No obstante, las nubes aún no tocaban el sol, y con mi cuerpo dolorido por la paliza, prefería quedarme aquí echado, indolente, que ir a trabajar a las vías.

Minutos más tarde, Malchuskin se incorporó y miró hacia el Norte. Una partida numerosa de hombres se acercaba en dirección a nosotros, conducida por cinco gremialistas de Tráfico vistiendo las galas de sus túnicas coloridas.

—Bravo... ahora empezamos a trabajar —dijo Malchuskin.

A pesar de su alivio poco disimulado, había mucho que hacer antes de poder abocamos al trabajo. Había que organizar a los hombres en cuatro grupos, y nombrar un jefe que hablara inglés. Luego había que asignar las literas en los ranchos y acomodar sus bártulos. Durante toda esta operación, Malchuskin se mostró optimista, no obstante las demoras adicionales.

—Parecen hambrientos —dijo—. No hay nada mejor que un estómago vacío para mantenerlos trabajando.

Eran, por cierto, un conjunto de desgreñados. Vestían ropas diversas, pero muy pocos teman zapatos, y la mayoría usaba barba y pelos largos. Ojos profundamente sumidos en los rostros y varios estómagos hinchados por falta de una buena alimentación. Noté que uno o dos caminaban con dificultad, y a otro le faltaba un brazo.

—¿Están en condiciones de trabajar? —pregunté en voz baja.

—No del todo. Pero con unos días de labor y una dieta adecuada, mejorarán. Muchos lugareños presentan este aspecto cuando los contratamos.

Me espantaba el estado en que se encontraban, y pensé que el standard de vida de la zona debía ser tan bajo como Malchuskin me había dicho. Si eso era así, podía entender por qué sentían tanto rencor contra la gente de la ciudad. Supuse que lo que se entregaba a cambio a los trabajadores distaba mucho del nivel acostumbrado en la ciudad, y los obreros a su vez tenían oportunidad de conocer una vida más cómoda y con mejor alimentación. Cuando pasaba la ciudad, ellos debían retornar a su primitiva existencia. Entretanto, la ciudad se había aprovechado de ellos.

Más demoras mientras se daba de comer a los hombres, pero Malchuskin se mostraba más optimista que nunca.

Finalmente estuvimos listos para comenzar. Los hombres se dividieron en cuatro grupos, cada uno dirigido por un gremialista. Partimos hacia la ciudad, recogimos las cuatro vagonetas y enfilamos al Sur, a lo largo de las vías. A ambos lados, los milicianos continuaban de guardia y, cuando cruzamos el cerro, vimos que en el valle que acabábamos de desocupar, había una fuerte custodia alrededor de los amortiguadores.

Con los cuatro equipos trabajando, existía el incentivo adicional de la competencia que había advertido antes. Quizás fuese un poco pronto para que los hombres respondieran a este estímulo, pero ello vendría, después.

Malchuskin detuvo la vagoneta a poca distancia, del amortiguador y le explicó al jefe del grupo —un hombre maduro, llamado Juan— lo que había que hacer. Juan a su vez lo transmitió a sus compañeros, y éstos demostraron que comprendían, asintiendo con la cabeza.

—No tienen la más leve idea de lo que hay que hacer —me dijo Malchuskin, riendo ahogadamente—. Pero fingen entender.

La primera tarea era desmantelar el amortiguador y llevarlo por las vías hasta ubicarlo detrás de la ciudad. Malchuskin y yo empezábamos a enseñarles cómo se desarmaba el artefacto cuando el sol se escondió bruscamente y bajó la temperatura.

Malchuskin echó una rápida mirada al cielo.

—Se viene una tormenta.

Luego de este comentario no prestó más atención al tiempo, y continuamos con el trabajo. Minutos más tarde oímos el primer trueno lejano y enseguida comenzó a llover. Los obreros estaban alarmados, pero Malchuskin les ordenó continuar. Pronto tuvimos la tormenta encima. Los relámpagos centelleaban y los truenos restallaban de un modo que me aterrorizaba. Al instante estábamos empapados, pero el trabajo proseguía. Escuché las primeras quejas que Malchuskin —por intermedio de Juan— acalló.

Mientras transportábamos las partes componentes del amortiguador, la tormenta se despejó y volvió a salir el sol. Uno de los hombres se puso a cantar y de inmediato se le unieron los demás. Malchuskin parecía contento. El trabajo del día terminó construyendo el amortiguador unos metros detrás de la ciudad. Las otras cuadrillas también dejaron de trabajar cuando hubieron instalado los suyos.

Al día siguiente nos levantamos temprano. Malchuskin seguía con aire de contento pero expresó su deseo de proseguir la faena lo más rápido posible.

Cuando tratábamos de remover el extremo Sur del riel, advertí el motivo de su preocupación. Las barras separadoras que sujetaban los rieles a los durmientes se habían arqueado y había que torcerlas manualmente hasta quedar luego inutilizadas. Del mismo modo, la acción de la presión de las barras separadoras contra, los durmientes había partido la madera en muchos lugares —aunque Malchuskin afirmaba que podían volver a usarse—, y se habían rajado algunos cimientos de hormigón. Afortunadamente, los rieles seguían en condiciones de uso. Si bien Malchuskin dijo que se habían arqueado ligeramente, estimaba que podían enderezarse de nuevo sin mucha dificultad. Mantuvo una breve conferencia con los otros gremialistas de Tracción y decidieron prescindir del uso de las vagonetas por el momento y dedicarse a extraer el riel antes de que se arruinara otro tramo. Dado que había unas dos millas de distancia entre nuestro lugar de trabajo y la ciudad, cada viaje en la vagoneta insumía mucho tiempo, y esta decisión era sensata.

Al final del día habíamos avanzado por la vía hasta un punto en que el efecto de arqueamiento recién había comenzado a manifestarse. Malchuskin y los demás se mostraron satisfechos, caigamos las vagonetas con cuantos rieles y durmientes cupieron, e hicimos un nuevo paréntesis.

Así continuó el trabajo. Cuando finalizó mi período de diez días, la remoción de rieles se hallaba adelantada, los obreros trabajaban bien en equipos y ya se estaba tendiendo la nueva vía al Norte de la ciudad. Jamás había visto tan contento a Malchuskin, y no sentí el más mínimo remordimiento por tomarme mis dos días de descanso.

CAPÍTULO NUEVE

Victoria me esperaba en su habitación. Los magullones y rasguños de la pelea estaban casi cicatrizados, y resolví no contarle nada. Evidentemente no se había enterado de la refriega ya que no me hizo ninguna pregunta.

Luego de abandonar la cabaña de Malchuskin por la mañana, había venido caminando a la ciudad, disfrutando de la hora fresca de la mañana. Conservaba esta imagen en la mente cuando le sugería que fuésemos a la plataforma.