El director regresó a la antecámara donde yo estaba parado.
—Están listos —dijo—, ¿Recuerda lo que tiene que hacer?
—Sí.
—Buena suerte.
Estaba temblando y se me humedecieron las palmas de las manos. El director que esa mañana me había traído del internado, me sonrió cariñosamente. Creía conocer mi tremendo sufrimiento, pero realmente conocía sólo la mitad.
Luego de la ceremonia me aguardaban otras cosas. Mi padre me había dicho que ya había arreglado mi casamiento. Yo había tomado la noticia con serenidad porque sabía que los gremialistas debían casarse jóvenes, y ya conocía a la chica elegida. Era Victoria Lerouex, y nos hablamos criado juntos en el internado. Si bien no nos conocíamos mucho —no había demasiadas chicas en el internado, y solían andar en un grupo muy cerrado— al menos no éramos extraños. Aun así, la idea de casarme me resultaba nueva, y no tuve mucho tiempo para prepararme mentalmente, para el matrimonio.
El director echó una rápida mirada al reloj.
—Muy bien, Helward. Ya es la hora.
Nos estrechamos la mano y él abrió la puerta. Se introdujo en la sala, dejando la puerta abierta. Estaban encendidas las luces del techo.
El director se paró y se dio vuelta para dirigirse al estrado.
—Señor Navegante, solicito audiencia.
—Identifíquese. —Una voz distante. Desde mi ubicación en la antecámara, no alcancé a ver al que habló.
—Soy el Director Nacional Bruch. Siguiendo las órdenes de mi jefe he requerido la presencia de Helward Mann, que solicita ingresar como aprendiz en un gremio de primera clase.
—Lo reconozco, Bruch. Puede hacer pasar al aprendiz.
—Bruch se dio vuelta y me miró. Tal como habíamos ensayado con anterioridad, ingresé a la sala. En el centro habían instalado una pequeña tarima, y yo me acerqué y me ubiqué detrás de ella.
Quedé frente al tribunal.
Bajo el concentrado brillo de los reflectores estaba sentado un señor de edad, en un sillón de respaldo alto. Vestía una túnica negra adornada con un círculo blanco cosido en el pecho. A ambos lados de él había tres hombres parados. Todos usaban túnicas, pero cada una decorada con una faja de un color diferente. Reunidos en el centro de la sala, frente al estrado, había varios hombres y mujeres más. Entre ellos, mi padre.
Todos me miraban, y sentí que aumentaba mi nerviosismo. Se me hizo un blanco en la mente, y me olvidé de los esmerados ensayos con Bruch.
En el silencio que se produjo a mi entrada, miré hacia adelante, al hombre que ocupaba el centro del estrado. Era la primera vez que veía —y no digamos que tenía cerca— a un Navegante. En el internado a veces se hablaba deferentemente de esos hombres, y a veces los irrespetuosos lo hacían en tono de burla, pero siempre con un trasfondo de temor frente a esos personajes casi legendarios. El hecho de que uno de ellos estuviera presente sólo confirmaba el valor de esta ceremonia. De inmediato pensé en que sería una historia sensacional para contársela a mis compañeros... pero luego recordé que, a partir de este día, nada volvería a ser igual.
Bruch se había adelantado para dirigirme la palabra.
—¿Es usted Helward Mann?
—Sí, señor.
—¿Qué edad tiene?
—Seiscientas cincuenta millas.
—¿Se da cuenta de la importancia de su edad?
—Asumo las responsabilidades de un adulto.
—¿De qué manera piensa asumir dichas responsabilidades?
—Deseo ingresar como aprendiz en un gremio de primera clase a mi elección.
—¿Ya ha hecho la elección?
—Sí, señor.
Bruch giró y habló a los hombres del tribunal. Repitió el contenido de mis respuestas, aunque a mí me pareció que ellos podían haberlas escuchado cuando las pronuncié.
—¿Hay alguien que desee interrogar al aprendiz? —preguntó el Navegante a los otros hombres del estrado. Ninguno respondió.
—Muy bien. —El Navegante se puso de pie—. Acérquese, Helward Mann, y párese en un lugar donde yo pueda verlo.
Bruch se hizo a un lado. Abandoné la tarima y me adelanté hasta un lugar de la alfombra donde habían colocado un círculo blanco de plástico. Me paré en el centro del mismo. Durante unos segundos me observaron en silencio.
El Navegante se dirigió a uno de los hombres junto a él.
—¿Están aquí los proponentes?
—Sí, señor.
—Muy bien. Dado que éste es un asunto de gremio, debemos excluir a todos los otros.
El Navegante tomó asiento, y el hombre que estaba a su derecha se adelantó.
—¿Hay algún hombre aquí perteneciente a una categoría inferior a la primera? Si lo hubiere, que por favor tenga a bien retirarse.
Noté que, detrás de mí, Bruch hacía una leve inclinación de cabeza en dirección al escenario y abandonaba la sala. No fue el único. Del grupo de personas que ocupaban el centro de la sala, cerca de la mitad se retiró. Los que quedaron se volvieron hacia mí.
—¿Hay algún extraño entre los presentes? —dijo el hombre del estrado. Silencio—. Aprendiz Helward Mann, se halla usted ahora en compañía de gremialistas de primera clase. Una reunión de esta índole no es común en la ciudad, y deberá usted comportarse con la debida solemnidad. Se realiza en su honor. Cuando haya culminado su aprendizaje, estas personas serán sus pares, y usted estará sujeto, al igual que ellos, a las normas del gremio. ¿Queda entendido?
—Sí, señor.
—Ha elegido usted el gremio al que desea ingresar. Por favor dígalo, para que todos lo escuchen.
—Deseo ser un Investigador del Futuro.
—Muy bien; eso es admisible. Yo soy el Investigador del Futuro Clausewitz y soy su jefe gremial. Rodeándolo a usted están otros Investigadores del Futuro, al igual que representantes de otros gremios de primera clase. Aquí, a mi lado, se encuentran los jefes de los demás gremios de primera clase. En el centro, nos honra la presencia del Navegante Mayor Oisson.
Como Bruch me había hecho ensayar previamente, hice una gran reverencia al Navegante. La reverencia era lo único que recordaba de sus instrucciones; él me había dicho que no conocía los detalles de esta parte de la ceremonia, y que por lo tanto me limitara a demostrar el debido respeto al Navegante cuando me lo presentaran formalmente.
—¿Alguien propone a este aprendiz?
—Señor, yo deseo proponerlo. —Era mi padre el que hablaba.
—El Investigador del Futuro Mann ha hecho la proposición. ¿Alguien lo secunda?
—Señor, yo secundo la moción.
—El Constructor de Puentes Lerouex secunda la proposición. ¿Hay alguien que se oponga?
Se produjo un largo silencio. Dos veces más Clausewitz preguntó si alguien se oponía, pero nadie me objetó.
—Se han llenado los requisitos —dijo Clausewitz—. Helward Mann, le ofrezco ahora el juramento para ingresar a un gremio de primera clase. Puede usted, incluso a esta altura, negarse a prestarlo. Si, por el contrario, presta usted juramento, quedará sujeto a sus términos por el resto de su vida en la ciudad. La pena por incumplimiento del juramento es la muerte. ¿Queda perfectamente entendido?
Eso me anonadó. Nunca nadie me había advertido de ello, ni mi padre, ni Jase, ni siquiera Bruch. Esa vez Bruch no lo hubiese sabido... pero seguro que mi padre me lo habría dicho...
—¿Qué responde?
—¿Tengo que decidirme ahora, señor?
—Sí.
Era evidente que no me permitirían conocer el juramento antes de decidirme. Su contenido probablemente sería también secreto. Sentí que no me quedaba otra alternativa. Había llegado hasta este punto y ya notaba las presiones del sistema que me rodeaba. Haber avanzado hasta la propuesta y la aceptación y luego negarme a prestar juramento era imposible, o por lo menos así me pareció en ese momento.